La ciudad de los vivos

Nicola Lagioia

Fragmento

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PRIMERA PARTE

COMENSALES DEL HOMBRE

Roma es la única ciudad de Oriente Medio que no cuenta con un barrio europeo.

FRANCESCO SAVERIO NITTI

No achaquemos los problemas de Roma al exceso de población. Cuando solo existían dos romanos, uno mató al otro.

GIULIO ANDREOTTI

El 1 de marzo de 2016, un martes con escasas nubes, las puertas de entrada del Coliseo acababan de abrirse para permitir a los turistas admirar las ruinas más famosas del mundo. Miles de cuerpos caminaban hacia las taquillas. Uno tropezaba con las piedras. Otro se ponía de puntillas para calcular la distancia hasta el Templo de Venus. La ciudad, allá arriba, estaba cocinando la ira en su propio tráfico, en los autobuses averiados ya a las nueve de la mañana. Los antebrazos pronunciaban los insultos por las ventanillas abiertas. En el bordillo, los guardias rellenaban multas que nadie pagaría nunca.

—Sí, hombre, sííí… ¡pues vaya usted a contárselo al alcalde! —La empleada de la taquilla número cuatro estalló en una carcajada burlona, provocando la hilaridad de sus compañeros.

El anciano turista holandés la miró atónito desde el otro lado del cristal. En su puño blandía las dos entradas falsas que dos falsos empleados del recinto arqueológico le habían vendido poco antes.

Esta, la de ir a protestarle al alcalde, era una de las chanzas más repetidas de las últimas semanas. Nacida en las oficinas municipales, se había difundido entre los taxistas y los hoteleros y los basureros y los vendedores de granizados a los que, a falta de una autoridad más evidente, acudían los turistas para pedir ayuda ante los infinitos contratiempos de la ciudad.

El holandés frunció el ceño. ¿Sería posible que también la verdadera autoridad, la que iba con uniforme oficial, le estuviera tomando el pelo? Por detrás de él, la multitud aumentaba su barullo.

—¡El siguiente!

El turista holandés no se movió.

La taquillera se quedó mirándolo y esbozó una fría sonrisa.

Next one!

Muchos de esos turistas habían pasado la noche en los hoteles baratos del barrio de Monti, en los destartalados bed and breakfast de Porta Maggiore. Alzando la nariz para admirar un ángel, se dieron de bruces contra el suelo. Al tropezar con una bolsa de basura, con el poste arrancado de una señal de tráfico. Arriba, el mármol blanco; por la calle, las ratas. Y las gaviotas que se comían a las ratas. Los mal informados habían esperado en vano un autobús, pero luego se encaminaron al Coliseo a pie. Ahora estaban ahí. Lo normal habría sido cabrearse por la lentitud de la cola, pero la belleza muerta los abrumaba a todos: el cielo sobre los arcos de travertino, las columnas de dos mil años de antigüedad, la basílica de Massenzio. En el esplendor resonaba la amenaza, como si los poderes invisibles tuvieran la facultad de arrastrar hasta el reino de las sombras a quienes se oponían a ellos. Un riesgo que a los romanos no les hacía ni fu ni fa.

La taquillera atendió a otro turista. Lo mismo hizo su compañero de la cabina contigua. La multitud que tenían enfrente impresionaba, pero habían visto cosas peores. El Jubileo de la Misericordia había empezado mal. Un fiasco, escribían los periódicos hostiles al Papa. El año de la remisión de los pecados, de la reconciliación, de la penitencia sacramental no congregaba más peregrinos de los que llegaban para celebrar el año de las libaciones, de la anarquía impune, del escaqueo de la culpa.

El viejo turista holandés abandonó la cola. Se encaminó hacia la piazza dei Cinquecento. Junto a él, un chico. Llegaron al pie de calle, desaparecieron entre las adelfas.

—Eh, tú, ¿qué es esta peste? —exclamó la taquillera. Sus ojos estaban fijos en la pantalla, su mano gobernaba el ratón.

Un turista chino esperaba sus entradas.

Después de dar la orden de imprimir, la taquillera se miró la mano. Fue entonces cuando se sobresaltó. Junto a la alfombrilla del ratón habían aparecido dos manchas de un rojo tirando a marrón. A la taquillera no le dio tiempo ni de parpadear cuando las manchas ya eran tres. Y ahora, sobre el mos­trador, había cuatro manchas.

—¡Virgen santa!

El turista chino dio un paso atrás. La taquillera, asustada, se puso en pie de un brinco, se sintió invadida por la peor sensación que un habitante de esta ciudad considera que puede experimentar: la visita de una desgracia que no afecta a todos los demás. Miró hacia arriba. Las gotas caían del techo. Entonces la taquillera hizo lo que hace todo el mundo en Roma cuando la sangre gotea por las paredes de una dependencia oficial. Llamó a su superior.

Unas horas después, dos de las cuatro taquillas del Coliseo estaban cerradas.

—Sangre de un ratón muerto —dijo el superintendente de patrimonio arqueológico.

—¿Una rata de cloaca? —preguntó alguien desde las últimas filas.

La multitud se rio.

Miércoles 2 de marzo. La rueda de prensa se había convocado para celebrar el fin de las obras de reestructuración en la zona del Coliseo. Pero un periodista preguntó a quemarropa por qué habían estado cerradas dos taquillas durante todo el día anterior.

El superintendente se vio obligado a entrar en detalles. Una gran rata gris se había quedado atascada en el falso techo de la taquilla. Herida por una abrazadera, debía de haberse liberado empeorando la situación.

—La trabajadora de servicio vio cómo le goteaba sangre sobre el mostrador. Los accesos se han cerrado para la desratización.

La alarma por ratas apareció en las portadas de los periódicos. En los últimos tiempos, los roedores salían constantemente de las alcantarillas. Ratas en la zona de la estación de Termini. Ratas en via Cavour. Ratas a dos pasos del Teatro de la Ópera. Cruzaban la calle sin importarles el tráfico. Entraban en las tiendas de recuerdos y asustaban a los turistas.

Los periódicos recordaron que las ratas en Roma eran más de seis millones. Tampoco faltaban los roedores en Nueva York y en Londres, pero es que en Roma se habían convertido en las reinas de la ciudad.

—Eso es lo que pasa tras años de pésima administración —declaró un urbanista.

—El problema es principalmente la gestión de los residuos —dijo un encargado de la desratización—, no debemos olvidar que las ratas son comensales del hombre.

En Roma, la gestión de residuos se encontraba en un periodo trágico. Había desperdicios por todas partes. Los camiones de la basura circulaban lentamente. Grandes bolsas de basura sitiaban las calles. Los paramédicos del Sant’Eugenio (las ratas deambulaban también por los hospitales) dijeron a la prensa que ese era el escándalo definitivo, la bofetada que obligaría a la ciudad a despertarse. Muchos lo pensaban. Inmediatamente después, sin embargo, los asaltaba la sospecha de que ellos mismos aún estaban dormidos. El ala de una gaviota gigante cubría de sombras la ciudad. Así que los romanos se vieron riendo de nuevo.

—Sí, hombre, sííí… ¡pues vaya usted a decírselo al alcalde!

La chanza tenía tanto éxito porque, entonces, en Roma no había alcalde. El Ayuntamiento estaba intervenido. Una investigación judicial llam

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