Y ahora tú (Algo más que magia 2)

Heather Lee Land

Fragmento

y_ahora_tu-3

1

Derek sacudió la cabeza antes de abrir los ojos. Todo le daba vueltas y sentía que el estómago se le iba a salir por la boca. Un sabor amargo y putrefacto le llegaba desde el fondo de la garganta. ¿Había vomitado antes? Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido en la fiesta de fin de año en casa de Howard, él no se acordaba de nada.

Los padres de su amigo se habían ido de vacaciones a las islas Barbados y su hermano y él se habían quedado solos durante varios días, lo que había dado lugar a una fiesta tras otra sin control.

Derek no había asistido a todas, básicamente, porque su madre sospecharía de algo, se enteraría, llamaría a los padres de Howard y el hermano mayor de este, Christian, le retorcería el cuello por chivato. Sabía que ese bruto lo haría porque lo conocía y porque no era la primera vez que se había visto envuelto en alguna pelea.

A la fiesta de fin de año sí que había asistido, y había sido un desfase. Había muchísimas personas y no conocía ni a la mitad de ellas. Hasta que apareció Nora.

La verdad era que no había esperado encontrársela allí después de saber que ella y el hermano de Howard habían terminado muy mal, pero ambos se habían ignorado durante toda la noche, hasta que Christian se había emborrachado demasiado y comenzado a decir estupideces, a las cuales nadie hizo caso.

No recordaba muy bien qué había dicho, pero seguro que no merecía la pena. Lo único que recordaba era que se había despertado en la habitación de invitados de la casa con Nora a su lado. Pensar que podría haber pasado algo y que no se acordase provocó que le diera una arcada que lo obligó a salir corriendo y meter la cabeza en el inodoro y no querer sacarla hasta el año siguiente.

—¿Estás bien?

Derek escuchó la voz de Nora desde la habitación. Había terminado de vomitar y se sentía fatal. Además, tenía que enfrentarse a una mujer que bien podía ser su madre y que tenía un trillón de años luz de experiencia más que él. Sin duda, había hecho el ridículo más absoluto de toda la historia de la humanidad.

Él no iba a engañar a nadie; era virgen y nunca había imaginado estrenarse así.

—¿Derek?

Derek cerró los ojos. Sabía que así no iba a hacer que la mujer desapareciera, pero al menos lo ayudó a centrar un poco la mente. Respiró hondo y regresó al cuarto.

—Estoy bien —anunció con la mano en el estómago. La muerte y ese dolor que sentía por todo el cuerpo tenían que ser primas hermanas, porque no podía imaginarse nada peor a eso—. Creo que bebí demasiado.

Ella sonrió. Estaba apoyada en el cabecero de la cama, medio sentada y fumándose un cigarrillo. Se había quitado los zapatos y, al parecer, eso era lo único que faltaba de su vestimenta.

Lo sensato habría sido adecentarse la ropa y salir de allí, pero Derek no se caracterizaba por tener momentos como esos, sino todo lo contrario.

—No... —comenzó, intentando formar el resto de la frase en su cabeza antes de decirla—. No recuerdo gran cosa. ¿Pasó algo... entre nosotros?

Nora no pudo evitar esbozar una tierna sonrisa, viendo cómo el joven se sentaba en el borde de la cama y se llevaba las manos a la cara para taparse con ellas.

Derek era un muchacho encantador. Con dieciséis años, aparentaba algunos menos. Llevaba meses acomplejado porque su padre, que era dentista, le había puesto un aparato para corregirle una pequeña desviación en los dientes. Eso, unido a que parecía ser el único de su clase que aún no había pegado el estirón, lo hacía sentirse inferior a los demás. Siempre había sido un joven seguro de sí mismo que pasaba de ese tipo de cosas, pero llegar a la pubertad y descubrir que no tenía claro si le gustaban los chicos o las chicas era demasiado confuso incluso para él.

Nora lo miró con cariño. Le recordaba un poco a su hijo cuando tenía esa edad. A sus cuarenta y tantos años, ya venía de vuelta de muchas cosas: de ver crecer a sus hijos, de un matrimonio fallido y de las habladurías de la gente. Le gustaban los veinteañeros, sí, pero no tenía por qué tener una connotación sexual. Ella los veía como un diamante en bruto que, bien pulidos, podían llegar a brillar con luz propia. Los hombres de su misma edad ya no querían cambiar. La mayoría no quería mejorar, hastiados ya de la vida. Por eso se sentía tan fascinada por hombres más jóvenes: porque solían tener una mentalidad mucho más abierta y sin obstáculos. No era una asalta cunas. No tenía absolutamente nada que ver.

—¿De verdad que no te acuerdas de nada? —En lugar de responderle, ella le formuló otra pregunta, lo que se ganó una mirada furibunda del joven.

—Me voy a casa —anunció y buscó alrededor buscando las pocas prendas que le faltaban de su indumentaria. Le dolía la cabeza y apestaba a alcohol y a vómito.

—Te llevo. —Ella se levantó, pero se quedó clavada en el sitio cuando vio el gesto de Derek, que negaba con la cabeza.

—No hace falta, de verdad. Vivo muy cerca. —Se agachó para buscar los zapatos debajo de la cama. Cuando los encontró, se los puso y suspiró—. Gracias. Siento... bueno, siento todo esto.

Nora fue a decir algo, pero Derek no le dio la oportunidad porque salió de la habitación y cerró tras él. Tuvo la impresión de que el joven había tergiversado toda esa situación. Tenía que sacarlo de su error, pero iba a tener que dejarlo para otro día porque ese no era el mejor momento.

Derek solo tenía que caminar unos trescientos metros o menos para llegar a su casa. Entró por la puerta de atrás porque sabía que, si su madre lo pillaba en ese estado, iba a echarle la bronca del siglo.

Subió los escalones hacia su habitación de tres en tres y llegó a su cuarto. Cogió algo de ropa limpia y se metió en el baño para quitarse ese hedor de encima.

Se lavó tres veces los dientes, pero ese aliento nauseabundo seguía ahí. Se metió un caramelo de menta en la boca y se deslizó entre las sábanas. Cuando se despertara ya analizaría lo que había pasado, a ver si con suerte recordaba parte de la fiesta de fin de año para poder lamentarse y quejarse a gusto.

Kate llegó a la cabaña a primera hora de la mañana. Todos sus compañeros habían quedado para pasar el fin de año juntos en una fiesta privada en casa de uno de ellos, pero ella no había asistido. En un principio pensó hacerlo, sobre todo sabiendo que su hermano no tenía intención de hacer nada salvo tirarse en la cama con el gato y ver películas antiguas, pero entonces la veterinaria con la que estaba haciendo las prácticas le preguntó si no le importaba echarle una mano esa noche. Tenía guardia y se le habían juntado varios casos complicados.

No tenía por qué ofrecerse, de hecho, no iba a cobrar nada, pero asintió de buen grado. Ella era veterinaria por vocación, no por el dinero que podía ganar, y en casos como ese no le importaba sacrificar una noche por ayudar a los animales. Además, tampoco le parecía tan buen plan ir a una fiesta con gente a la que apenas conocía.

Sus compañeros eran buena gente, aunque ella no encajaba del todo entre ellos; ni en el grupo de las chicas ni en el de los chicos. Ellas estaban en su mayoría más pendientes de estar monas que de otra cosa. Parecía que iban a desfilar en una pasarela en lugar de ir a hacer las prácticas a un centro de animales. Ella, con su

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