Todos deberíamos romper

Marta Gordo

Fragmento

Ocurrió así:

Juan y yo acabábamos de sentarnos a la mesa en la cocina. Frente a frente, nosotros y los dos platos con dos rodajas de salmón iguales —iguales no, no hay nada igual, la que era un poco más grande para él, si servía yo; para mí, si servía él. Iba a contarle que mi nuevo jefe me había intentado convencer de las ventajas del puesto libre en el distrito centro y que en el transcurso de la conversación me había llamado con dos nombres diferentes y ninguno era el mío. Y yo le había contestado que me pensaría su propuesta, a sabiendas de que no iba a hacerlo, solo por tenerle en vilo. Me resultaba odioso.

Entonces miré a Juan y vi su cara. Me asusté.

—¿Qué te pasa, Juan?

Se puso de pie. Dejó de mirarme. Dio unos pasos por la cocina. Se llevaba las manos a la frente, al pelo. Se quedó quieto dándome la espalda, con la mano en la cadera.

—¿Qué te pasa?

Algo invisible atravesó la cocina. Pasó entre él y yo.

—Estoy triste.

No parecía su voz.

Siguió ahí de pie, de espaldas a mí y nuestra cena.

Entonces noté que algo se detenía.

Me levanté, muy despacio. Sentí mucho frío. Quería tocarle y girarle hacia mí, pero me detuve: no era él. Si volvía su rostro, vería que no era él.

Extendí mi brazo y le puse la mano en la espalda. Mi mano estaba fría y su espalda ardía; la retiré.

Aquella figura silenciosa, sin cara, obstinada en no mirarme, parecía estar acumulando algo. Le abracé por detrás. Él permaneció rígido, hasta que sollozó y salió de la cocina.

Fue un sollozo de animal grande, de caballo.

Volví a la mesa y me senté.

Así llega la desgracia, pensé.

Las superficies brillantes de los armarios y de la encimera me parecieron hostiles —como si ya no tuvieran que disimular su animadversión hacia mí.

Juan volvió y se sentó a la mesa.

—No quiero hacerte daño.

Entonces el cuerpo me empezó a doler.

—Estoy con otra persona.

No logré entender lo que acababa de decir.

—Te tengo que dejar.

Seguía sin entender. Se quedó callado. Yo también.

Pasó un rato.

Me quedé mirando el salmón a la plancha. Acababa de hacerlo. El salmón era tan normal, nuestra cena de los jueves, pero Juan, en cambio, no parecía Juan. ¿Qué es verdad, el salmón o Juan? Le miré y me reí.

—¿Qué dices? —le pregunté sin poder contener la risa.

Para que no se enfadara por reírme me tapé la cara con las manos.

—Te voy a dejar. Estoy enamorado de otra persona. Ya llevamos un tiempo. No quiero hacerte daño.

Continué con la cara tapada porque seguía dándome la risa. «¡No te rías, escucha lo que te está diciendo!», me decía a mí misma.

—No quiero hacerte daño. Nadia...

Era urgente que entendiera lo que me decía. Cerré con mucha fuerza los ojos para concentrarme, pero las palabras se separaban unas de otras y se me escapaban.

—Nadia, por favor, quítate las manos de la cara. No puedo...

—¡Chsss...! —le dije.

Estaba a punto de entender lo que me había dicho.

—Lo siento.

Pasó un rato y permanecí con la cara tapada. La puerta de la calle se abrió y se cerró. Bajé las manos, abrí los ojos. Juan ya no estaba en la casa.

Entendí una vez más: ningún instante está unido a otro.

*

Pasé esa noche en duermevela, muriéndome.

Temblaba, estaba helada, y aunque me tapaba, el frío se quedaba conmigo bajo la manta porque venía del centro de los huesos. La muerte era un hilo de frío; se había despertado e irradiaba. Me iba hundiendo en el sueño, negro y denso, pero cuando estaba a punto de tocar fondo, el hilo incandescente comenzaba a irradiar.

La noche fue muy larga.

No fue noche; fue otra cosa.

Me desperté con una sensación de peligro que contrastaba con el silencio de la habitación y la tímida luz de la mañana.

Ha pasado algo.

Fui al baño; después, al salón para subir las persianas. Hacía los movimientos de cada día, pero miraba mi casa con recelo. Antes de salir del salón me di la vuelta y me quedé observándolo como si hubiera oído algo: ¿qué pasa aquí? La manera en que las cortinas descansaban sobre el parqué, los colores de la alfombra que empezaban a revivir al tocarles la luz, las plantas: todo estaba tranquilo.

Fui a la cocina. Me había dejado la luz encendida desde la noche anterior. El frío irradió dentro de mis huesos. Me pareció estar en el escenario del crimen. La encimera, las puertas cerradas de los armarios. Entonces supe qué pasaba. Todos los objetos me daban la espalda. La casa estaba como si yo no me encontrara ya allí.

*

Me sentía enferma, pero fui a trabajar. Mi dolencia era indeterminada, oscilaba entre la gripe y una resaca; además, sentía una efervescencia en la cabeza ligeramente mareante, con ciertos toques de euforia.

En la calle, había una alteración en la dimensión y tonalidad de las cosas.

Fui directa al despacho de Orestes. Mi jefa se había jubilado hacía dos meses y la había sustituido un director inesperado, un pijo cuyos pómulos tirantes brillaban en un rostro desdibujado por difusos tratamientos estéticos.

Orestes quería cambios. Uno de los primeros: volver a pintar las rayas del parking para hacer las plazas más amplias. Él tenía un todoterreno negro grande como un elefante.

Al entrar me dijo que me sentara. Le contesté que no hacía falta. La ventana que había detrás de él lo dejaba en contraluz y me cegaba. Cuando pronuncié las palabras «Quiero el traslado» algo se rompió; tuve que sentarme, vi los dientes sonrientes de Orestes en la luminosidad, dejé de saber dónde estaba. Pero qué haces, qué haces, qué haces... «Necesito ahora los tres días de vacaciones que tenía reservados», seguí diciendo.

La luz me deslumbraba y hablaba sin ver. Me lanzaba al vacío, saltaba de mi mundo en marcha.

—Claro. Pero ¿te encuentras bien?

—No.

Cuando salí del edificio donde había trabajado durante más de diez años no miré atrás. Simplemente no se me ocurrió hacerlo. Poco más tarde, al pasar por delante de la biblioteca en el autobús, castañeteándome los dientes, la miré: más pequeña, más marchita. Tuve la extraña sensación de que la biblioteca no me vio pasar a mí. Ninguna emoción.

*

El chico de la agencia de alquiler llegó con unos diez minutos de retraso, jadeando y con varios manojos de llaves en la mano. Vestía un traje que le quedaba grande y estaba sudado. La carpeta que traía tenía las gomas rotas. Su primera mirada fue a la vez huidiza y valorativa; me tendió la mano y yo se la apreté mecánicamente. Preparados para salir ganando. Estaba en el mundo hostil —indiferencia y sálvese quien pueda—, pero me daba igual.

L

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