Primera clase

Miguel Ángel Furones

Fragmento

pri-3.xhtml

IB 725

Salió con el pijama puesto y miró por la ventanilla del avión. Al fondo se divisaban los grandes rascacielos de la Ciudad del Viento tamizados por la luz del atardecer. Los contempló desde la distancia preguntándose si algún día sentiría nostalgia de todo aquello: los largos días de ensayo, las cenas en Kevin, su apartamento en Lincoln Park. De momento, su única preocupación era la incertidumbre. Le alegraba alejarse, pero tras quince años en esa ciudad deseaba saber lo antes posible cómo sería su próxima vida ahora, a partir de mañana, al otro lado del Atlántico.

Es cierto que muchos de aquellos años los había pasado viajando de un lugar a otro. Conciertos en Tokio, São Paulo, Sídney, París… Y en todas esas ciudades cultivó nuevos amigos. Muchos de ellos eran ahora poco más que una tarjeta de felicitación navideña. Con otros mantenía una relación epistolar muy fluida gracias al correo electrónico. Pero siempre a sabiendas de que las letras en la pantalla del ordenador jamás podrían sustituir la carnosa realidad de la palabra dicha, o callada, o fingida, o culpable.

Le ofrecieron varias revistas y eligió una al azar. Recordaba haber metido en la cartera la última novela de Henning Mankell, con lo que tendría más que suficiente para las casi ocho horas de vuelo a España. Rechazó la copa de antes del despegue y preguntó a la azafata si esperaban más pasajeros en primera clase.

—Pues sí, hoy vamos llenos.

Y tras el comentario, una sonrisa cómplice de resignación compartida. Las cinco butacas estarían ocupadas, lo cual le incomodó sobremanera. A diferencia de British Airways, en Iberia no existían las mamparas de separación entre pasajeros, lo que en ocasiones suponía tener que soportar a algún pelmazo dispuesto a aliviar el aburrimiento del viaje a su costa.

Mientras hojeaba la revista entraron dos personas ya maduras. Seguramente un matrimonio, pues nada más llegar comenzaron a colocar sus cosas con esa sincronía de movimientos que delatan las relaciones largas. Cuando ocuparon sus plazas en el lado de babor del aparato, Alberto se preguntó por qué no había reservado el asiento J. Ese que va solo en el centro del avión. Le habían asignado una ventanilla, para su gusto el peor lugar de todos. Si al menos contara con el pasillo, no tendría que pedir disculpas a su vecino para ir al baño. Ese era siempre el momento que el pelmazo de turno aprovechaba para iniciar una conversación que después uno ya nunca sabía cómo evitar sin recurrir a la grosería.

Los otros dos pasajeros llegaron también a la vez, pero evidentemente no venían juntos. El primero, un perfecto estereotipo de alto ejecutivo, ignoró a todos los presentes por igual, concentrado en ensayar esa cara de asco que algunas personas consideran protocolario mantener cuando viajan en primera clase. Y encima tenía en la mano la tarjeta de embarque que le identificaba como el envidiado poseedor del asiento J.

El último pasajero, su inevitable vecino, era un muchacho joven, de no más de veinte años. Eso le pareció una buena noticia. Por experiencia sabía que era una edad poco proclive a entablar conversación con un vejestorio como él. Desafortunadamente, esa generación abundaba poco en la tarifa alta de los vuelos intercontinentales, pero era obvio que esta vez había habido suerte. Escuchó el «Cierren puertas y rampas» con la distancia del déjà vu y, con una última mirada a través de la ventanilla del avión, se despidió de la ciudad de Chicago. Mientras, la azafata gesticulaba, con evidente desinterés, las instrucciones de seguridad.

Para terminar con el ritual tantas veces repetido, abrió el neceser que le habían entregado minutos antes y extrajo los gruesos calcetines de lana. También dejó fuera el espray de agua pulverizada con el fin de refrescar su rostro cuando el bajo nivel de humedad en la cabina lo resecara en exceso.

El vuelo IB 725 continuó su rodadura hasta situarse en la cabeza de pista. Por el altavoz, se escuchó la voz del comandante. «Tripulación, despegue inmediato, buen vuelo».

pri-4.xhtml

MADRID

Mira esta noticia: «El avión no llegó a su destino». Qué tontería… ¡Ya lo creo que llegó a su destino! Adonde no llegó fue al aeropuerto.

Alicia levantó la vista del libro y celebró con una sonrisa condescendiente la ocurrencia de su hija Belén. Asimismo, se vio en la obligación de abandonar la lectura de la última novela de Henning Mankell y decir algo a propósito de aquel comentario.

—Alguien me dijo una vez que no tenerle miedo al avión es de horteras. Aterrizar a doscientos cincuenta kilómetros por hora dentro de un tubo de aluminio despresurizado y sentirse seguro es algo que solo puede suceder en la mente enferma de un ejecutivo triunfador. Uno de esos que algún día serán enterrados con una agenda en el bolsillo llena de citas ineludibles para el mes siguiente.

—Una vez volé al lado de uno de ellos —respondió Belén—, aunque este no debía de ser muy triunfador, porque viajaba en turista. Examinaba una página de Excel en su ordenador como si se tratara del trasero de Angelina Jolie. Pero en realidad se parecía más a la contabilidad de alguna fábrica de aluminio. De vez en cuando presionaba una tecla y los números cambiaban automáticamente en varias casillas. A mi mente venía entonces la imagen de unos cuantos obreros arrojados desde un puente. El ejecutivo se lo pensaba mejor y deshacía la operación. Inmediatamente los obreros regresaban desde el fondo del río a lo alto de ese puente como si se tratara de una película proyectada marcha atrás. Todo era bastante gracioso, hasta que de pronto caí en la cuenta de que probablemente eso era lo que el ejecutivo estaba decidiendo en su pantalla. Suerte tuvo de que ya me había bebido mi café y no tenía nada que poder verter accidentalmente en sus pantalones.

Nada le gustaba más a Alicia que esas tardes de los sábados cuando las dos se quedaban en casa. Desde que su marido las había abandonado (¿por qué siempre utilizaba el plural?), su existencia se había alterado de tal manera que aquellas conversaciones breves, intermitentes y llenas de complicidades eran su único r

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos