Caraculo

Pedro J. Domínguez

Fragmento

car-5.xhtml

Estoy en la azotea de un edificio inteligente, me barre el viento y mi capa se agita roja como una ola roja (¡qué idiotez de metáfora me ha salido, pero es que estoy nervioso!). Me duele la cabeza y acabo de vomitar por segunda vez en la escalera. Es lunes y debería estar en mi despacho de la novena planta de la empresa de servicios de investigación de mercados Supraresearch, S. A. Sin embargo, me encuentro aquí, vestido de Superman, en el último piso de un edificio de quince plantas. Veo la autopista debajo de mí y los vehículos, como si fueran imágenes de un videojuego. Me dispongo a saltar al vacío y estrellarme contra el suelo.

Razón: la vida es una mierda.

¿Todas las vidas? No, la mía.

Hay hombres que tienen una vida estupenda. Por ejemplo: empresarios retirados que se pasan el día navegando por mares llenos de luz y playas con cocoteros…, o la de algunos actores de Hollywood, que gozan de su tiempo conduciendo su deportivo descapotable y fornicando con actrices de pechos turgentes y… Me estoy liando.

Yo he venido a suicidarme.

Estoy pensando que tengo cuarenta años y nunca he ido a una playa con cocoteros. Y lo del fornicio…, bueno, eso me lo he imaginado, si es que vale como sustituto.

Alguien se puede preguntar por qué me quiero suicidar, y además vestido de azul chorra y con una capa estúpida. Cuando caiga en el asfalto quien me vea espachurrado supondrá que quería volar y se compadecerá de mí diciendo:

—¡Pobrecito, tan mayor y quería volar! ¡Debía de estar mal de la cabeza!

Y yo les diría:

—Pero ¡qué cojo…! ¡Yo sé que no se puede volar!

Aunque no podré. Solo se puede volar si uno es supercalifragilisticoespialidoso como lo era Mary Poppins en su película.

Está claro que estoy perdiendo la razón.

El caso es que acabo de salir de una reunión con tres japoneses, mi jefe supremo y chamán de la tribu del management, la directora de Producción y el jefe del departamento estadístico. La reunión no ha ido del todo bien, ya que llevaban cinco minutos reunidos, tomando café, esperando al jefe de proyecto para que realizara la presentación, y estaban ya un poco nerviosos, y mi jefe cabreado, y la directora de Producción sacándose las bragas del culo, pues siempre se le meten por ahí y debe de ser superincómodo porque es constante el gesto, y los japoneses mirando con cara de sapo al jefe y también al trasero de la de producción, y de repente aparece el jefe de proyecto, mamado como un becerro con los ojos saltones y vestido de…, ¡efectivamente!, yo soy el jefe de proyecto, de ese proyecto que puede aportar un contrato enorme, pero que le importa un bledo ya que su vida se ha ido al garete…

Voy a tirarme.

Es la tercera vez que intento suicidarme. Las otras tuve mala suerte pero esta vez lo conseguiré.

A pesar de que me duele la cabeza, todavía puedo acordarme de la expresión de todos los allí reunidos: la boca abierta, y de cómo el café del señor mayor japonés, un tal Mizuno-San, se vertió sobre su camisa debido al sobresalto.

El ordenador portátil estaba conectado de modo que se proyectara en la pantalla de veintiséis pulgadas un salvapantallas mostrando el logotipo corporativo; tomé mi palito de memoria (es un palito aunque todo el mundo lo llama USB); a continuación abrí el fichero que este contenía y sin mediar palabra, ante el estupor general, las fotografías de mi mujer desnuda, las que conseguí a través de las rendijas metido en el armario de nuestra habitación, y de su amante, en pelotas, se pudieron ver en el rectángulo de plasma.

Mi jefe abrió la boca y casi se cayó de la silla. Reconoció sus nalgas peludas al instante.

Y en ese momento, para redondear la escena, vomité el vodka y el sándwich de salmón, convertido en una pasta rosa realmente artística. Salí trastabillando mientras Marcos, mi jefe, Amalia, la de producción, y Ruggero, el estadístico, intentaban por todos los medios:

a) apagar el ordenador;

b) explicar en su atropellado inglés que eso era un error (como si la raza oriental fuera tan estúpida como para no entender que eso no era normal);

c) limpiar el café de Mizuno-San con unas servilletas de papel extendiendo así un poco más la mancha;

d) llamar a Seguridad para echarme del edificio;

e) llamar a la de la limpieza para que eliminase la vomitona;

f) conservar la cordura.

Yo, mientras, me marché por la escalera de emergencia y subí hasta aquí para poner fin definitivamente a mi vida.

Veo la ciudad llena del moco de contaminación que se pega a los edificios y creo que este mundo no me gusta. No he tenido suerte y eso ha sido clave para estar donde estoy. No sé por qué estoy pensando todo esto si no sirve de nada. Parece que estoy escribiendo una novela dentro de mi cabeza, pero la realidad es que necesito hacer balance para poder tirarme al vacío. Nunca lo he hecho hasta ahora y quizá por eso sea esta la vez que consiga matarme.

Voy a contar mi historia.

La mía.

La de un caraculo.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos