El cordero que conquistó París

Catherine Siguret

Fragmento

cordero-3

Todas las noches, decenas de corderos titilaban en la bóveda negra del techo de mi dormitorio, una obsesión que me tenía el corazón abierto, como un nenúfar sobre un estanque una mañana de primavera, los ojos abiertos, la boca abierta; y valoraba cómo la gente se pasa un poco cuando recomienda contar ovejas para dormir, porque las ovejas también se mantienen muy despiertas, lo podéis comprobar. El motivo es que todo el mundo, en su fuero interno, sueña con tener un cordero, fundamentalmente porque se tiene en pie y su mirada es noble, y eso es algo importante en los tiempos que corren. Por otro lado, la calle está llena de corderos, y no lo digo en broma, auténticos corderos de lana: unos tan altos como un cachorro humano, colocados junto a un canapé, otros como decoración sobre las estanterías, y ayer, sin ir más lejos, vi trece en el escaparate de una óptica haciendo de portagafas, y eso que no tiene nada que ver lo uno con lo otro; lo juro, los conté. Hasta les hice una foto, como siempre hago, por eso tengo un montón de fotos de corderos en la vida diaria, lo que demuestra que todos, más o menos, soñamos con una cosita lanuda inocente e ingenua. Que no me vengan con que esos corderos están muertos, nadie prefiere una cosa muerta a una viva, realmente habría que estar loco. En resumen, una buena mañana en que los corderos habían brillado demasiado en mi cabeza durante toda la noche me desperté iluminada y pensé: «Está bien, si no quieres convertirte en un cordero, es decir, que te corroa renunciar a él, con la triste excusa de que vives en una ciudad, te llevas un cordero a tu casa, sin sopesar lo imposible que resulta o las dificultades, y tendrás un faro en tu vida, en lugar de tenerlo en tu insomnio». A veces hay que saber hablar claro con uno mismo, ser un poco duro para no pasarse la noche con los ojos como platos, igual que un conejo deslumbrado ante unos faros, menos aún como un conejo frente a seiscientos setenta y cinco corderos. Es por completo ridículo. Y desde que lo decidí, casualmente, duermo como un cordero. Aunque, eso sí, mis vecinos, presos de la angustia, han dejado de dormir. Por un corderito. Pero como el mundo está en amplia armonía, si exceptuamos algunas notas discordantes de vez en cuando, estoy convencida de que esto se arreglará y de que todos vamos a afinar en el mismo tono, el tono del cordero.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos