Volver a conocernos

José Luis Romero

Fragmento

Sombragris
Sombragris

No la quiero, ahora mismo preferiría que no existiera. Es noche cerrada, no corre nada de aire, no se oye un ruido. A lo lejos, gracias al destello de la ciudad, se adivina el bullicio de Madrid. Abro el portón de nuestro adosado, me paro antes de pisar la acera y miro hacia atrás. Puedo estar en la puerta mirando la casa que abandono el tiempo que estime adecuado porque no soy un fugitivo. Un domingo de septiembre, donde el verano no sabe qué hacer, estoy a punto de salir de la casa familiar, de nuestro hogar, donde llevamos viviendo los últimos diez años. El verano duda con su aliado el alquitrán si apretar con su calor. Duda si saber retirarse, dejando que las noches empiecen a refrescar sin buscar excusas; saber marcharse, lento, pero con paso firme. La luz de la cocina sigue encendida. Hemos discutido tan fuerte, con tanta violencia contenida, que me he dado miedo. Todavía me tiemblan los labios, me rechinan los dientes y el pulso no encuentra su compás. Arritmias, cadencias, taquicardias como solo un corazón sabe intentar volver a coger su ritmo. Intento ver si sigue ahí, gritándome, escuchando cómo le gritaba. Cuando me esfuerzo por identificar si la sombra que asoma entre el espacio de las dos cortinas que nos protegen de las miradas es ella cogiendo un vaso de agua, la luz de la cocina se apaga. Y todo lo que era un torbellino hace apenas una hora, donde el viento no sabía a quién arrastrar, a quién empujar para darle fuerza, se ha quedado en nada, en un silencio tan absoluto que nadie sería capaz de imaginar que en esta urbanización de un pueblo de extrarradio las casas están llenas de familias que cenan felices. Duda el verano, siempre en septiembre, si sabrá cómo marcharse. No sale a mirar cómo escapo, cómo me marcho.

Ahora, desde aquí, solo es eso, una casa, igual a los treinta adosados restantes, imposible de identificar en cuanto dé unos pasos y pise la acera. No huyo, así que puedo mirar hacia atrás las veces que quiera, porque aquí, desde la puerta, ya no soy un preso. Sale primero de la casa la maleta, tan pequeña, tan liviana en peso que puedo arrastrarla delante de mí sin mayor esfuerzo. La ropa de verano pesa menos, las culpas después de agosto son ligeras. Cómo vamos a ser felices si ni siquiera sabemos disfrutar de las vacaciones juntos.

Intento que no sea un portazo, pero me temo que el golpe, ayudado por el silencio, ha sonado fortísimo. Lucho por respirar, pero solo jadeo. He empaquetado lo imprescindible en una de esas maletas pequeñas que compramos para nuestro primer viaje a Londres, pues no queríamos tener que facturar nada para no perder ni un minuto de la escapada. Me ha costado mucho decidir qué llevar y qué dejar, sabiendo que al menos en unas semanas no quiero volver a por el resto de las cosas. He repasado una y otra vez lo importante: llaves del coche, cartera y móvil. Dos mudas, tres camisas, dos «chinos». Estoy sudando sin haber hecho ningún esfuerzo. Noto como caen gotas desde la axila. Es un sudor tan frío que hace que tiemble cuando resbala por el costado. Miro la ventana del cuarto de Hugo, nuestro hijo de ocho años. Doy por hecho que, o bien no llegó a dormirse, o lo habremos despertado, ya que llevamos desde la cena discutiendo, y ahora ya es casi medianoche. Nuestras discusiones son siempre iguales. Cautelosas, lentas, desafiantes. Los domingos tarde-noche son para pasar tiempo los tres juntos. Una regla que nos pusimos cuando aún creíamos que había algo que arreglar. Pizzas y película de Netflix elegida en turnos rotativos, aunque, cuando no recordamos a quién le toca, termina eligiendo Hugo. Ocio organizado y premeditado. Ocio mentiroso. Hoy había escogido otra de superhéroes que nos narraba entusiasmado al saber lo que iba a ir pasando, ya que el año pasado fuimos a verla juntos al cine. Cada uno de nosotros estábamos en un extremo del sillón parapetados detrás de nuestros móviles. Hugo, en medio, relataba escenas, nombres de personajes, curiosidades de los superhéroes, y aplaudió entusiasmado cuando en la batalla final ellas y ellos se enfrentaron al villano y sus secuaces. No la veía, no me veía, nos tapaban los móviles. A cada mirada de Hugo indicándome que no me pierda algo, contesto con expresiones manidas, del tipo «qué guapo», «vaya pasada», «increíble»... La chispa salta, nos rodea, nos persigue hasta que nos encuentra.

Algo tan fácil como a quién le toca recoger la cena hace que todo prenda. Hugo, que ya está acostumbrado, nos ha mirado con la parsimonia de alguien que ya no se asusta fácilmente. Seguro que a ambos nos daba igual quién debería recoger, pero nos buscamos y siempre nos encontramos. Recogió la cena él, los tres platos, los tres manteles individuales y los tres vasos. Haciendo varios viajes a la cocina y en silencio. Tan sigiloso que hasta pasados unos minutos no nos dimos cuenta de que nos habíamos quedados solos, nosotros y ellos, los superhéroes, algo que, seguro, hace mucho que dejamos de ser para Hugo. Lo único que nos queda en común.

La voz. Nuestras voces. Cada uno intentando imponer la suya por encima de la del otro.

Hace años, en las primeras discusiones, se acercaba, posaba su pequeña mano casi sin presión en una de nuestras bocas. Otras veces nos chistaba, nos mandaba callar. Otras, solo decía «ven». Con un hilo de voz fácil de romper, pero que aún nos servía para cosernos. A uno de los dos, al que tuviera más cerca. Y nos apaciguaba. Nunca tuvo predilección por uno de nosotros, simplemente elegía a quien más le convenía en cada momento. Nos hacía levantar, tirando sin fuerza de alguna de nuestras manos.

«Ven». Puedo oírlo decir desde la distancia que deja el paso de los años.

Seguíamos discutiendo de pie, no nos dábamos tregua. Nuestras voces no iban al unísono. Ninguno callaba, nadie escuchaba. Solo cuando nos poníamos uno al lado del otro nos aplacábamos. Seguíamos mirándonos con rabia mientras, por dentro, continuábamos la discusión. Tú, mi poco interés en la casa; yo, que no ves todo lo que también hago. Yo, que el problema es que solo hay una manera de hacer las cosas, la tuya; tú, que hay que hacerlo bien, atendiendo a todo lo demás. Tú, que no entiendes qué hago tanto tiempo delante del ordenador; yo, que no sé por qué te pasas las tardes perdiendo el tiempo delante del televisor. Yo, tú. Pero ya no nosotros. No queda nada de lo nuestro.

Hugo. Hugo sí es nuestro.

Cojo el utilitario que tenemos aparcado en la calle, el coche de batalla. Dejo el familiar y el de empresa para poder salir más rápido, por no hacer ruido con la puerta del garaje. Un Seat Ibiza de color gris con roces en ambos lados, golpes tanto delante como detrás, pero de cuyo estado de conservación no tenemos que preocupamos. Lo elegí de ese color porque oficialmente el coche es de color Sombragris, como el caballo de Gandalf. Busco las llaves del coche. Abro el maletero y dejo la maleta. Me palpo los bolsillos para comprobar que llevo la cartera y el móvil. Lo toco, pero no quiero mirarlo. Hay un hotel a la salida de este pueblo que hace las veces de dormitorio de la ca

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