Terapia de groupie

Laetitia Loreni

Fragmento

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1

 

 

 

El cartel del restaurante que colgaba encima de la puerta de entrada no tenía muy buena pinta. Los años y la herrumbre habían acabado con el Don Quijote de metal que supuestamente llevaba el nombre del establecimiento. Sin embargo, El Moulin d’Aix estaba calificado con cinco tenedores en la Guía Michelin y las marcas de la mayoría de los coches aparcados en el parking privado daban testimonio, si no de la calidad de la cocina, sí al menos del precio de la carta. ¡Era perfecto!

Émilie condujo el Clio, que ya había cumplido diez años, por el camino flanqueado de cedros y madroños y lo aparcó entre un Jaguar y un Mercedes descapotable.

Aun así, antes de cerrar la puerta de un portazo, Émilie se preguntó, por un instante, si aquello era una buena idea. ¿Quizá un lugar más discreto? Claro que no. La casona que cobijaba el restaurante tenía ese aspecto anticuado que se adecuaba a su estado de ánimo. Además, Émilie, como buena profesora de música clásica, tenía una ligera inclinación por los crescendos seguidos de las apoteosis. Tras su golpe de efecto, ya no la recordarían como a una tía insípida, por no decir desgraciada, sino todo lo contrario, como a una joven contestataria capaz de mostrar cierto estilo.

Seguro que el champán la ayudaría. Y al parecer dar un gran paso se lleva mejor con el estómago lleno, principalmente cuando uno no tiene ni idea de cómo actuar.

Así que se plantó delante de la recepcionista, una chica bastante guapa con un acento provenzal tan cantarín como cálido, y le dijo que tenía una mesa reservada, a poder ser cerca del piano.

—Ah, con la mesa no hay problema, señorita Duchalant. Pero si ha venido a nuestra casa por el ambiente musical, me temo que saldrá decepcionada. Desde hace unos meses, no tenemos pianista. Demasiado caro, ¡qué quiere que le diga! El piano solo está ahí de decoración.

«Todavía mejor», pensó Émilie. Y luego preguntó:

—Pero ¿el piano es un Érard de cola de 1876, que restauró Balleron, tal y como indica la Michelin?

La recepcionista, que acababa de darse cuenta de que aquella extraña comensal solitaria y desconocida no vestía como los que frecuentaban el restaurante, a los que les gustaba la elegancia completamente provinciana de la casa, no pudo más que encogerse de hombros mientras meneaba la cabeza sin saber muy bien qué responder.

—Pues qué quiere que le diga, señorita, está más informada que yo. —Y, casi en un susurro, antes de invitarla a seguirla, la recepcionista añadió—: Perdone, pero ¿no tendría usted algún otro conjunto que no fuera un pantalón vaquero agujereado y unas deportivas?

—¿Se exige vestir de manera formal para cenar aquí?

—Exigir, no…, pero…

—Si se empeña, puedo ponerme unos zapatos de tacón —respondió Émilie, compadeciéndose ante la expresión incómoda de la recepcionista. Entonces, abrió el enorme bolso que llevaba en bandolera y sacó un par de zapatos con los bordes tan gastados que ninguna asociación benéfica los habría querido.

—Ehhhhhh, pues vale…

—¡Y por el vaquero no se preocupe! —siguió Émilie, mientras también sacaba del bolso una túnica arrugada que le llegaba a las rodillas.

Sin esperar ninguna reacción, Émilie se cambió rápidamente de zapatos y luego se puso la túnica que, efectivamente, tenía la ventaja de tapar el agujero más grande del vaquero. Vestida de aquella ridícula manera, siguió a la recepcionista que estaba pensando si llamar al maître para que acudiera en su ayuda o guiar a la joven hasta su mesa. Entonces se acordó de un incidente que casi le costó el puesto, porque no reconoció a una famosa actriz que también vestía de un modo curioso, y optó por la segunda solución.

A la dirección del restaurante Moulin d’Aix no le gustaban los escándalos. Sobre todo cuando el negocio estaba tirando a mustio, en aquella época de recesión.

El pasillo revestido de madera y con retratos del siglo XIX conducía hasta un comedor enorme y elegante, iluminado por unas inmensas arañas, en el que había un patio que se abría al jardín. En un ambiente muy de finales de siglo, solo estaban ocupadas la mitad de las mesas, cubiertas con manteles blancos y con unos candelabros de plata de tres brazos encima. La mayoría eran parejas que charlaban en voz baja. Había además una familia completa, incluidos dos niños de corta edad, para nada revoltosos, cerca de la pared de agua que ocultaba el acceso a las cocinas y un grupo de hombres envarados, algo altivos, luciendo todos ellos una corbata con un nudo apretado, cerca del piano de cola.

El instrumento de color ébano se exhibía con el teclado al descubierto y la tapa apoyada en su soporte como si, en cualquier momento, un virtuoso fuera a sentarse en la banqueta, vestido con un chaqué que le cayera hasta el suelo. Pero la música, discreta, que salía de los altavoces repartidos por las cuatro esquinas del comedor se correspondía más con un hilo musical para supermercado que con Mozart.

Todas las miradas se volvieron hacia Émilie.

—Esta es —dijo la recepcionista, mientras señalaba la mesa que había reservado—. El maître estará con usted en un momento.

Las conversaciones, que se habían interrumpido con su llegada, se reanudaron con la justa animación necesaria para que Émilie se diera cuenta de que era el centro de ellas. Miradas de reojo. Murmullos. Risitas ahogadas.

«Pero ¿qué les pasa a todos estos para que me miren así? ¿Les molesta el color de la túnica?».

Hay que reconocer que el color rosa fluorescente era cuando menos más apropiado para asistir a un concierto de Julio Ross que para cenar en semejante lugar. Émilie, indiferente, se centró en la carta, casi tan grande como un póster, que tenía la ventaja de ocultarla del resto del comedor. Desde las primeras líneas de aquel poema culinario, sus glándulas salivares entraron en acción, hasta el punto de que tuvo que secarse la comisura de los labios.

Llevaba dos días sin comer.

Unos minutos más tarde, mientras Émilie acariciaba con los ojos el piano, el maître, un hombre con un bigote grisáceo, calvo y de mirada mustia, se presentó ante ella para sugerirle las especialidades del día. Émilie lo escuchó atentamente y luego eligió.

De entrada:

Foie de pato en terrina, realzado con pimienta del paraíso, alcachofas blancas y violetas y zumo de granada acidulado, setenta y cinco euros.

Como plato principal:

Bogavante azul a la plancha, con guisantes y espárragos blancos, polenta al estragón y el jugo de los caparazones, ochenta y cinco eur

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