Las huellas del silencio

John Boyne

Fragmento

Capítulo uno. 2001

CAPÍTULO UNO

2001

No sentí vergüenza de ser irlandés hasta bien entrada la mediana edad.

Debería empezar con el día en que me presenté en casa de mi hermana para cenar y ella no recordaba haberme invitado; creo que esa noche comenzó a dar señales de que estaba enloqueciendo.

Unas horas antes George W. Bush había sido investido presidente de Estados Unidos por primera vez y cuando llegué a casa de Hannah, en Grange Road, Rathfarnham, me la encontré pegada al televisor viendo la repetición de los mejores momentos de la ceremonia, que había tenido lugar en Washington cerca del mediodía.

Había pasado casi un año desde la última vez que había estado allí y sentí vergüenza al pensar que después de unas cuantas visitas de rigor, justo tras la muerte de Kristian, todo había vuelto a la normalidad. Me limitaba a llamarla por teléfono de vez en cuando o a quedar con ella para comer —eso sí, en contadas ocasiones— en el Bewley’s Cafée de Grafton Street, un lugar que a los dos nos traía muchos recuerdos de la infancia. Mamá nos llevaba allí para darnos un capricho cuando íbamos a la ciudad a ver el escaparate navideño de Switzer’s. Y también era allí donde comíamos salchichas, alubias y patatas fritas al salir de Clerys, donde nos tomaban las medidas del traje de la primera comunión. Eran tardes llenas de alegría: ella nos dejaba pedir la tarta helada más grande que pudiéramos encontrar y una Fanta de naranja con la comida. Cogíamos el autobús 48A desde la puerta de la iglesia de Dundrum hasta el centro de la ciudad. Hannah y yo subíamos corriendo para ocupar los asientos delanteros del piso superior y nos agarrábamos a la barandilla de delante mientras el autobús avanzaba por Milltown y Ranelagh y luego remontaba la joroba del Charlemont Bridge en dirección al viejo cine Metropole, detrás de la estación de Tara Street. Allí nos llevaron una vez para ver Rebelión a bordo, con Marlon Brando y Trevor Howard, y en el momento en que las mujeres de Otaheite se acercan con sus kayaks a los lujuriosos marineros, con los pechos desnudos y unas guirnaldas de flores en el cuello como única protección a su decoro, nos sacaron a rastras de la sala. Esa misma noche, mamá escribió una carta a The Evening Press exigiendo la prohibición de la película. ¿Acaso no estamos en un país católico?, preguntó.

El Bewley’s no ha cambiado mucho en los treinta y cinco años que han pasado desde entonces y yo siempre le he tenido mucho cariño a este sitio. Soy un hombre nostálgico, lo que a veces puede ser una maldición. Cada vez que veo esos reservados de respaldos altos donde todavía hoy se sientan dublineses de toda clase y condición recuerdo lo cómodos que me parecían de niño. Caballeros jubilados de pelo blanco, bien afeitados, perfumados con Old Spice, amortajados en sus innecesarios trajes y corbatas, leyendo la sección de negocios de The Irish Times, aunque carezca de relevancia en sus vidas. Mujeres casadas que disfrutan del placer de tomarse un café a media mañana con la única compañía de la prosa de la maravillosa Maeve Binchy. Alumnos del Trinity College que holgazanean frente a grandes tazas de café y rollos de salchicha, ruidosos y efusivos, en plena eclosión, sumidos en la excitación de ser jóvenes y estar juntos. Unos pocos desventurados, atravesando por una mala racha, dispuestos a pagar una taza de té a cambio de una o dos horas de calor. La ciudad siempre se ha beneficiado de la indiscriminada hospitalidad del Bewley’s, y, en algunas ocasiones, Hannah y yo también nos aprovechábamos de ella. Un hombre de mediana edad y su hermana viuda, pulcros y atildados, manteniendo una conversación prudente, todavía atraídos por las tartas de crema, pero ya sin estómago para la Fanta.

Hannah me había llamado unos días antes para invitarme a su casa y yo había respondido de inmediato que sí. Me pregunté si se sentiría sola. Su hijo mayor, mi sobrino Aidan, vivía en Londres y casi nunca iba a verla. Sus llamadas eran incluso menos frecuentes que las mías, de eso estaba seguro. Pero, por otra parte, era un hombre difícil. De un día para otro, había dejado de ser un niño extrovertido, una suerte de cómico precoz, y se había convertido en una presencia distante y hosca que minaba la casa de Hannah y Kristian con una furia que parecía haber salido de la nada y le había envenenado la sangre y que pasada la adolescencia, en lugar de disminuir, siguió acumulándose y creciendo y destruyendo todo lo que tocaba. Alto y de buena estampa, con la piel clara y un pelo rubio acorde a su ascendencia nórdica, Aidan hacía estragos entre las chicas sólo con levantar una ceja y además parecía tener un deseo insaciable. Una vez metió en problemas serios a una pobre niña cuando ninguno de los dos tenía siquiera la edad de conducir, lo que desató una guerra interminable. Finalmente, el bebé fue entregado en adopción después de una pelea terrible entre Kristian y el padre de la niña que requirió la intervención de la policía. Hoy en día no tengo contacto con Aidan; acostumbraba a mirarme con desprecio. En una ocasión, durante una reunión familiar, cuando ya iba bastante bebido, se puso de pie a mi lado, apoyó una mano en la pared, se inclinó muy cerca de mí, lanzándome un hedor a cigarrillos y alcohol que me obligó a apartar la cara, se apretó la lengua contra la mejilla y, con un tono extremadamente amable, me dijo: «Oye, tú. ¿Nunca piensas en que has desperdiciado tu vida? ¿Nunca? ¿No desearías poder volver a vivirla? ¿Poder hacerlo todo de manera diferente? ¿Ser un hombre normal, en lugar de lo que eres?» Yo negué con la cabeza y respondí que me sentía muy satisfecho con mi vida y que, a pesar de que había tomado mis decisiones a una edad temprana, seguía ateniéndome a ellas. Me atenía a ellas, insistí, y aunque tal vez él no fuera capaz de comprender la sensatez de esas decisiones, haberlas tomado había dado claridad y sentido a mi vida, cualidades que, por desgracia, parecían faltar en la suya. «En eso tienes razón, Odran —dijo, y se apartó, liberándome de la opresión de su torso y de sus brazos—. Pero, en cualquier caso, yo no podría ser lo que eres tú. Preferiría pegarme un tiro.»

No, Aidan jamás podría haber hecho la elección que yo hice y de la que ahora me siento agradecido. La verdad es que él no compartía mi inocencia ni mi incapacidad para la confrontación. Incluso de niño, Aidan era más hombre de lo que yo sería jamás. Ahora se decía que estaba viviendo en Londres con una chica un poco mayor que él y con dos hijos, lo cual me parecía curioso, considerando que él no había querido saber nada de aquel bebé que podría haber sido suyo.

La única otra persona que estaba ahora en la casa de Hannah era el jovencito, Jonas, que siempre había sido introvertido y parecía incapaz de mantener una conversación normal sin mirarse los zapatos o golpear el aire con los dedos, como un pianista inquieto. Se sonrojaba cuando lo mirabas y prefería recluirse a leer en su habitación, aunque si le preguntaba quiénes eran sus autores favoritos pare

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