Solo en el mundo

Hisham Matar

Fragmento

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2

Durante la noche me despertó un ruido de cristales rotos. Había luz en la cocina. Mamá estaba de rodillas, hablando sola y recogiendo trozos de cristal del suelo. Iba descalza. Al verme, se cubrió la boca con la cara interna de la muñeca, porque tenía la mano llena de vidrios, y soltó una de aquellas risas que tanto tenían de carcajada nerviosa como de llanto. Fui corriendo a buscar unas zapatillas y se las eché, pero ella negó con la cabeza y, tambaleándose, se dirigió al cubo de la basura para tirar lo que llevaba en la mano. Luego se dedicó a barrer el suelo. Cuando la escoba llegó a las zapatillas, dejó de barrer y se las puso.

Vi la botella de su medicina, medio vacía, sobre la mesa del desayuno. No había ningún vaso al lado, sólo un cigarrillo consumiéndose en un cenicero repleto de colillas y cerillas usadas. Debía de haberse roto el vaso. Mamá volvía a estar enferma. Sentí que la cara me ardía de rabia. «¿Dónde está baba? —pensé—. Tendría que estar aquí, porque cuando se encuentra en casa todo es normal, mamá nunca se pone enferma ni yo me despierto por la noche para encontrarme con que todo ha cambiado.»

Mamá se sentó, pero a continuación se levantó, sacó otro vaso y lo llenó de medicina. La cocina olía a eso, y era un olor que me daba dolor de cabeza. Me miró. Yo seguía en el umbral. Volvió a reír y preguntó:

—¿Qué? —Y desvió la mirada—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? ¿Es que no tienes nada mejor que hacer? —Meneó la cabeza—. No sé por qué me miras con esa cara. No he hecho nada. —Y con una seriedad exagerada, añadió—: Vuelve a la cama, es tarde.

Me acosté, pero no podía dormir. La oí entrar en el baño. Estuvo largo rato allí. No se oía correr el agua. Empecé a inquietarme. Entonces, de repente, salió y se fue a su cuarto. Me acerqué a la puerta de su habitación y me quedé allí de pie, sin saber qué hacer.

—Hola, habibi —me dijo—. ¿Qué te pasa? ¿No puedes dormir?

Negué con la cabeza, contento de entrar en su juego, fingiendo que me había despertado una pesadilla. Ella dio un golpecito en el colchón y me eché a su lado. Cuando ya iba a envolverme el sueño, empezó su relato. Sus labios casi me rozaban el oído. En el aire flotaba el olor de su medicina.

Las únicas cosas que importaban estaban en el pasado. Y lo que más importaba del pasado era por qué se habían casado mamá y baba, aquel «día negro», como lo llamaba ella. Nunca empezaba el relato por el principio; en lugar de proceder con orden, saltaba de un episodio a otro, lo mismo que Sherezade, dejando preguntas sin respuesta, preguntas que no me atrevía a formular, para no interrumpirla. Me contenía y procuraba recordar todos los fragmentos, con la esperanza de enlazarlos después en una historia fluida, clara y simple. Porque temía esas noches en que estábamos solos y se ponía enferma, pero no quería que dejara de hablar. Su historia era también mi historia, nos unía, nos hacía uno. «Dos mitades de la misma alma, dos páginas abiertas de un mismo libro», como ella decía.

Una noche empezó así:

—Tú eres mi príncipe. Un día, cuando seas hombre, me llevarás contigo en tu caballo blanco. —Me puso las manos en las mejillas. Tenía los ojos humedecidos—. Y pensar que estuve a punto de... Tú eres mi milagro. Las píldoras, todos los medios por los que traté de resistirme... No sabía que serías tan hermoso, que colmarías mi corazón...

Por eso, muchas veces, a oscuras en mi cuarto, soñaba con salvarla.

Cuando mamá se enteró de que su padre le había encontrado esposo, se tragó un puñado de «píldoras mágicas».

—Las llamaban así porque dejaban inútil a la mujer, pues ¿quién querría seguir casado con una mujer que no pudiera tener hijos? “Al cabo de unos meses, a lo sumo un año, estaré libre y podré volver a estudiar”, pensaba. Era un plan perfecto, o eso creía.

»Precipitaron la boda, como si fuera una perdida, como si estuviera embarazada y tuviera que casarme antes de que se me notara. Parte del castigo fue no permitirme ver ni una foto de mi futuro esposo. Pero la criada vino a decirme a escondidas que había visto al novio. “Es feo, tiene la nariz grande”, dijo, y escupió en el suelo.

Yo estaba tan asustada que tuve que ir al baño diez veces por lo menos. Mi padre y mis hermanos, el Alto Consejo, sentados frente a la puerta de mi habitación, se pusieron muy nerviosos, pues veían en la debilidad de mi estómago la prueba de mi culpa. No podían imaginar cómo me sentía, esperando en aquella habitación al desconocido que ahora era mi marido y que, cuando entrara, me desnudaría sin más y me haría cosas sucias y repugnantes.

»Era una habitación horrible, en la que sólo había una cama enorme, con un pañuelo sobre la almohada, blanco y bien planchado. Ignoraba para qué servía aquel pañuelo.

»Me paseaba por la habitación con mi vestido de novia, preguntándome qué cara tendría mi verdugo. Porque así lo veía: ellos me habían juzgado y él, el desconocido, armado con el contrato de matrimonio firmado por mi padre, ejecutaría la sentencia. Cuando me toque, pensaba, porque estaba segura de que eso haría, de nada me servirá gritar; era suya, su esposa a los ojos de Dios. Tenía sólo catorce años, pero sabía lo que el hombre ha de hacer a su esposa. Mi prima Jadiya, que siempre fue muy charlatana y después de su noche de bodas se quedó más muda que una pared, me contó a solas que su marido había perdido la paciencia, así que le había perforado el himen con los dedos y la había hecho sangrar. Era deber del hombre comprobar que su esposa era virgen.

No sabía a qué se refería mamá, pero temí que, cuando llegara el momento, no tuviera lo que se necesita para «perforar» a una mujer.

—Esa revelación era como una mano que me oprimía la garganta —prosiguió—. Aquellas horas me parecieron eternas. Me ardía el estómago, tenía los dedos helados y mis manos luchaban una contra otra.

»En una de mis visitas al baño, que hice recogiéndome el vestido de boda y corriendo como una idiota, vi que mi padre se metía una pistola en el bolsillo. “En cualquier caso, tiene que haber sangre”, le dijo a tu abuela, que me lo contó después casi riendo, aliviada y aturdida, y como con una ridícula satisfacción. “Si no hubieras sido virgen, Dios nos libre, tu padre estaba decidido a quitarte la vida”, me dijo.

»Tu padre, el novio misterioso, tenía veintitrés años. A ojos de una muchacha de catorce era un viejo. Cuando por fin entró en la habitación, me desmayé. Al recobrar el conocimiento, se había marchado. A mi lado vi a tu a

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