Celama (un recuento)

Luis Mateo Díez

Fragmento

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1

Había una niebla que emboscaba lo que parecía el paisaje de un sueño, en la indeterminación de lo que podía pertenecer a otra geografía si esa niebla se despejase y el paisaje emergiera en su plenitud.

Lo que el viajero podría corroborar era una idea que tuvo muy tempranamente, la que consideraba que la irrealidad era la condición del arte, y que entre los auspicios de su viaje a Celama, en la percepción primera que alentaba un presagio en la frontera de dos ríos, más allá de la niebla y la envoltura del emboscamiento, lo irreal daría sentido a lo que viera y descubriese.

Todo lo cual formaba parte de las sensaciones con que el viajero había ideado su viaje a Celama y cuando ya, entre el acopio de las previsiones, la niebla y la indeterminación resultaban casi sustancias de la imaginación anotada en sus cuadernos sin especiales atisbos de fidelidad, como mera constatación de lo que en sus más íntimas expectativas significaba ya el Territorio que, al tiempo en los esquemas de la ficción, era conocido además como el Páramo o la Llanura, y también como el Reino de Celama en la perspectiva histórica que dotaba la compilación de su totalidad, en la geografía y el tiempo.

2

El viajero nunca tuvo claro el sentido de lo que llegaría a significar, en esa dimensión de geografía y tiempo, la denominación de Reino de Celama.

Ni siquiera aunque la ajustase en la indagación, si como tal metáfora sugiriera el dominio de una suerte de impropia monarquía que hubiese ejercido algún poder innominado en el decurso de los siglos y los acontecimientos, necesitado el Territorio de una vacua autoridad en el devenir de tales siglos y transformaciones, lo que podría llegar a considerar tan innecesario como inapropiado.

Sería, sin embargo, algo parecido a la denominación de un destino y, a la vez, el emblema que enalteciera su materia: la gleba solidificada en la totalidad de su demarcación, las cantidades de superficie medidas con las heminas, los pagos, las lindes y las heredades, con títulos de propiedad o antiguas posesiones, como un trasunto de lo que se adquiere y lega, o como la constatación de lo que comparativamente se asemeja a la idea del reinado en el predominio en que puede sucederse el tiempo con la misma virtualidad que las cosechas.

3

Lo que el viajero recabó finalmente, al acercarse a Celama tras revisar sus apuntes y notas para orientar su viaje, le produjo no sólo una suerte de confusión y desánimo, también la sensación de que entre lo imaginario y lo real, el trasunto de la niebla y la indeterminación del paisaje, no había un rastro que le ayudara a superar la incertidumbre de aquella pretensión que se había convertido en un proyecto reiteradamente aplazado y, a la vez, en una divagación llena de inciertos atisbos sobre lo que Celama podría ser sin haberla conocido.

De esa indecisión llegó a sacarle, después de que las dudas fuesen reconvirtiendo la propia incertidumbre en pesadumbre, y el ánimo decayera en una última desolación que dañó su espíritu hasta confundirle en la duermevela sin reposo y holgura, lo que comenzó a vislumbrar como el auténtico recurso que merecía la pena del viaje, el que correspondía a las ficciones que el viajero había leído o escuchado.

Celama era versátil en sus cuentos, en sus historias, y no tenía mucha importancia quién las hubiera escrito o sencillamente las hubiera contado, con la referencia de lo sucedido en las historias y de lo rememorado en los cuentos.

Habría una sutil línea de identidad narrativa que en los cuentos mostraba su legitimidad en la oralidad y en las historias ni siquiera resultaba necesaria, sabiendo que los cuentos pertenecían a una sabiduría ancestral y simbólica, y las historias podían desaparecer en su diversidad o incluso no haber sucedido, si constataban hechos mentirosos sin más razón y certeza que las avaladas por su verosimilitud.

El viajero vislumbró Celama, atisbó el Reino en su imaginación, sin que la niebla y la incertidumbre desdibujaran por completo la vista y la visión que el Territorio atesoraba, de eso no cabía duda.

Y estuvo al pie de Celama menos comprometido en el recorrido, que hubiera sido lo propio de un viajero al uso, de alguien que vive y relata el viaje en el decurso de sus jornadas, y cuando regresa y se dispone a dar forma a cuanto ha anotado, valiéndose también del acopio de las sensaciones que persisten en el recuento, tiene la desolada impresión de un vacío que todavía no es capaz de relacionar con el olvido que se respira en las Hectáreas del Territorio como una secreción del abandono.

Ese vacío, muy al contrario, reducía los recuerdos del viajero a una evocación imperceptible, nada ajena a la que las hectáreas hubieran deparado en su soledad e inexistencia, como si fuese verdad aquella repetida referencia de Celama como reino de la nada, una idea que había escuchado hacía mucho y que al recordarla justificaba la impresión de desaliento y desánimo que persistió en el viajero durante el tiempo en que la ensoñación hizo fructificar la confusión reduciendo el viaje a la inocuidad de una ocurrencia.

4

Persistieron las historias y los cuentos, y fueron finalmente esas razones de la ficción, legitimadas en la simbología y la verosimilitud, las que no sólo avalaron la renovada confianza del viaje, que acabó desterrando el desaliento del viajero, también la convicción de que la inocua aventura que supuso no era, a la postre, inútil ni descabellada.

Y no lo sería si el viajero iba a ser capaz de rehacer lo que en su mirada y sus visiones quedase de la experiencia de las jornadas del viaje, ya convencido de que Celama pertenecía al patrimonio de lo imaginario, a la irrealidad que es la condición del arte.

Y fuese o no fuese un reino de la nada, tuviera o no la demarcación de lo que sólo existe entre los cauces de los ríos Sela y Urgo, sabiendo que ambas fronteras fluviales no constan en los censos hidrográficos pertinentes y que los numerosos ahogados en sus aguas, mayoritariamente nacidos en el Territorio, desaparecieron en lo más ajeno de sus riberas, cuando los citados ríos desembocaban como afluentes de otros caudales mayores.

5

El viajero estuvo indeciso de cruzar el Urgo por el puente de la carretera comarcal que mejor lo encaminaba a Santa Ula, capital de Celama, o hacerlo posibilitando el recorrido de Norte a Sur por alguno de los más precarios pasos en la cabecera de la propia comarca hasta llegar a Los Confines, en los alrededores del Oasis de Broza y por las alquerías de Lepro, Murada y Las Gardas.

Eso lo llevaría a ese Norte de lo que tradicionalmente asumió la aciaga pobreza del Territorio y desde donde mejor idea podría hacerse de un pasado tan irremisible como irredento, de la pervivencia de los siglos solidificados en los estertores del secano y la propia ruina de un cielo que apenas amparaba el desconcierto de las hectáreas yermas, la misma ruina del alma que latía en comparable proporción en quienes las trabajaban con mayor ahínco que resultado.

La decisión de ir lo más directo a Santa Ula no la tomó de inmediato, tampoco acabó de ser la que más le satisficiera, ya que tampoco había desechado encaminarse del Sur al Norte, subir del Yuso al Suso, cruzando con menos

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