La extraña

Sándor Márai

Fragmento

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¿El señor Askenasi? ¿De Ostrava?

—Warten Sie mal! Askenasi... —murmuró el fabricante de porcelana en tono confidencial, colocando una mano sobre el brazo del conserje—. Askenasi, Askenasi. Mir scheint, er ist aus Ostrau.

Pero, antes de que el conserje pudiera responder, se abrió la puerta de la cabina telefónica y salió el caballero desconocido de las gafas, tosiendo sofocado. Se enjugó la frente, pálida y cuadrada, con un pañuelo estrujado; debía de haberlo tenido arrugado y empapado en la mano durante los seis minutos que había durado la conferencia. Se encaminó hacia el mostrador de recepción, pero de pronto se detuvo y se metió cuatro dedos de la mano izquierda bajo el cuello de la camisa; luego se secó distraídamente la mano en el pantalón.

—Esta noche debo salir de viaje —le dijo al conserje con voz ronca—, si es que consigo plaza en el coche-cama —añadió.

El fabricante se colocó junto a la puerta giratoria y, con el gesto inocente y astuto de un detective privado que teme ser descubierto en el curso de una investigación, se puso a estudiar el anuncio de la compañía naviera local.

—¿Alguna noticia desagradable, señor? —preguntó el conserje en alemán y se dispuso a consultar el horario. Al no obtener respuesta, informó con tono formal—: El coche-cama sólo lo acoplan al tren en Split. A las siete de la mañana sale un barco. ¿Prefiere viajar por Zagreb o por Venecia?

Estaban inclinados uno hacia el otro, los codos apoyados en el mostrador, con las cabezas a punto de tocarse. El desconocido, con aire casi emocionado, se sonó largamente la nariz en el pañuelo, ya más que arrugado.

En ese instante pasó por el vestíbulo la dama de pelo rubio ceniza, aquella mujer de piel muy pálida que soportaba las inclemencias del tiempo con absoluta desenvoltura; se detuvo también junto a la puerta giratoria y por un momento escudriñó con perplejidad la carretera, en la que el viento ardiente arrastraba nubes de polvo. El desconocido y el conserje hojeaban horarios y folletos con gestos afectados, sin naturalidad alguna; el forastero, quizá inspirándose en algún recuerdo cinematográfico, había adoptado una típica pose de hombre de mundo, muy apropiada para un vestíbulo de hotel.

—Pues hay un barco —susurró el conserje de repente con aire confidencial, y como si de arreglar una cita frívola se tratase, esbozó una amplia sonrisa, enseñando unos grandes dientes grisáceos, aunque la frente siguió pesarosa y arrugada—. Un barco que es, en cierto sentido, propiedad de la casa. El Kumanovo. Una embarcación de lujo… el barco más bello de estas aguas —añadió con repentina efusividad, como si se hubiera decidido a hacer una declaración. Su voz delataba una especie de pasión.

Con la mirada clavada en el mostrador, el desconocido frunció el ceño e hizo una mueca.

—¿El Kumanovo? —repitió—. Ya, ese barco estrecho… —Hizo una pausa, nervioso, y con un gesto vacilante, casi infantil, se llevó la mano a los labios. ¿Qué se traerían entre manos con ese Kumanovo? El steward, el criado, el barman, las camareras, todos habían mencionado el Kumanovo, el barco por excelencia, cuando el primer día había preguntado por embarcaciones para ir a Kotor, y todos protestaron airados cuando había solicitado información sobre otros barcos. El Kumanovo era una embarcación estrecha, inestable y, como ya había experimentado, en nada se diferenciaba de los barcos de vapor que circulaban por la costa; el único indicio de su supuesto lujo eran las dos palmeras que decoraban el salón. Cediendo a la insistencia del personal, había optado por dicho barco para la excursión a Kotor, pero luego se arrepintió amargamente de su ligereza, porque en el trayecto de regreso, por la noche, había sufrido mareos a bordo de aquella insegura embarcación. El Kumanovo parecía una extravagancia local: veinte años después de su botadura, lo que fuera el yate de placer del propietario del Argentina, a ojos del personal del hotel y los lugareños seguía siendo el colmo del lujo, de la navegación y de toda belleza terrenal. Askenasi parpadeó turbado—. Lo siento, pero... —dijo con un gesto vago para no herir la sensibilidad del conserje, quien, al igual que el resto del personal, no hubiera consentido críticas al esbelto ídolo—. Es que… bueno, debo estar en Split mañana por la noche —arguyó por fin.

Continuaron hablando en voz baja. La mujer de cabello rubio ceniza recorrió dos veces el vestíbulo con aire apático. Caminaba como una libélula anémica, con su cuerpo frágil y descarnado, sin pretensiones pero al mismo tiempo con una suerte de injerencia pasiva. En la primera planta se oía un rumor de puertas que se abrían y se cerraban. A la hora de la siesta, como en todo lugar donde personas de vacaciones se entregan a la digestión de abundantes platos y a la intimidad de la unión conyugal, reinaba una atmósfera de sensualidad casi palpable e impúdica.

—Bien, Kumanovo o no Kumanovo —dijo por fin el desconocido y se encogió de hombros—, deme la llave, por favor. A las siete de la mañana, pues. Yo mismo iré por el billete del coche-cama cuando esté en la ciudad.

Cogió la llave y se encaminó hacia la escalera.

—Zwoundvierzig —dijo entonces la mujer de cabello rubio ceniza, en voz demasiado alta y acercándose al mostrador.

El conserje se quitó la gorra y le tendió la llave de la habitación cuarenta y dos. La mujer, con aire de haber tomado una decisión y abandonando su impaciente mutismo, había pronunciado el número de su habitación como quien hace una importante declaración. Sorprendido, el desconocido se detuvo al pie de la escalera y el fabricante de porcelana también se volvió hacia ella. A todas luces había sucedido algo. El conserje, con discreción profesional, miró el techo. La mujer, sin prestar atención a ninguno, pasó por delante del desconocido con paso sereno y firme, estirada, la cabeza altiva y sin mirarlo, y sus delgadas pantorrillas empezaron a subir los peldaños con la liviandad con que un insecto de finas patas trepa por una rama. El desconocido la siguió con la mirada. El fabricante, descarado y vulgar conforme a su naturaleza, se acercó presuroso a la escalera para contemplar un poco más la figura que se alejaba. «No es mujer para ti», pensó Askenasi con malicia. Sonrió y se encogió de hombros. El fabricante malinterpretó la sonrisa tomándola por señal de complicidad masculina; pero el desconocido, adelantándose a su pregunta, subió tras los pasos de la mujer. «En realidad, no me gusta», pensó entonces; más tarde, incluso años después, al acordarse de esa observación sentiría un desconcierto agobiante: ¿por qué había introducido ese «en realidad»? Al llegar al rellano volvió la cabeza: el conserje seguía tras el mostrador, con la

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