El parque de los perros

Sofi Oksanen

Fragmento

Helsinki 2016

Helsinki

2016

Puede que todo hubiese sucedido de otra manera si la hubiera reconocido enseguida y hubiera huido a tiempo, pero no lo hice; ni siquiera giré la cabeza cuando se sentó en el extremo del banco con una dolorosa lentitud de movimientos. Me limité a pasar ruidosamente las páginas del libro que tenía en el regazo para darle a entender que no buscaba conversación, que no había ido al parque en busca de compañía.

El libro provenía de una biblioteca que se encontraba a tiro de piedra del parque y su zona vallada para perros. Siempre procuraba llevar una novela en las manos, de modo que mis visitas al parque parecieran naturales. A los curiosos ocasionales les explicaba que me encantaban los animales, pero que la alergia me impedía tener mascotas, por lo que debía contentarme con observarlos. Noté que la mujer tampoco tenía perro; sin embargo, lo cierto es que toda mi atención se centraba en la calle que bordeaba el parque. Le eché un vistazo al reloj, aunque había llegado puntual: temía haber ido en vano.

• • •

La mujer extendió una pierna y se estiró como suele hacer la gente mientras piensa cómo romper el hielo: bostezan, se acomodan el abrigo o hacen un gesto con las manos como introducción a un comentario sobre el tiempo u otro tema fútil, pero ella no me preguntó nada sobre el libro ni hizo ningún comentario banal sobre el tiempo.

Me deslicé hacia el otro extremo del banco para tomar distancia. Últimamente había empezado a ver con otros ojos a los demás ociosos del parque y sabía, por ejemplo, que desempleados y jubilados, que solían pasear a paso lento, lo utilizaban como un mero pretexto para salir de casa. Quizá yo haría lo mismo algún día, cuando ya no tuviera motivos para visitar reglamentariamente el parque, ni tampoco horarios: a mí también me gustaría que mis vecinos oyeran mi puerta cerrarse tras de mí y supusieran que estaba muy ocupada, que tenía amigos que visitar, y entonces vendría aquí para formar parte del mundo observando la vida de los demás.

Un schnauzer miniatura blanco se acercaba al parque atrayendo miradas de admiración de los transeúntes y la mujer que estaba a mi lado se puso en estado de alerta. Se inclinó ligeramente hacia delante y yo esperé que, finalmente, se armara de valor y dijera algo, que hiciera alguna observación sobre el pelo bien recortado del schnauzer o sobre su comportamiento ejemplar, pero permaneció en silencio.

Primera parte. Invisible

PRIMERA PARTE

Invisible

Un pueblo, óblast de Mykoláiv 2006

Un pueblo, óblast de Mykoláiv

2006

Cuando entré en el dormitorio por primera vez desde mi infancia, me sobresalté ante lo que tenía delante: había fotos mías enmarcadas sobre la mesa, sobre la cómoda y en las paredes. La mayoría eran recortes de revistas: anuncios amarillentos en los que se ofrecía todo lo que pueden vender las curvas de una mujer, desde quitamanchas hasta piezas de coche. Le había enviado las fotos a mi madre como muestra de mi trabajo como modelo y había imaginado que acabarían en un libro de recortes, pero ella las había utilizado para convertir la habitación en un santuario salpicado con colores llamativos y porcentajes de descuento que competían entre sí. En las imágenes no había nada digno de celebración, ni nada que recordar con orgullo. Me hicieron sentir náuseas.

Arranqué los recortes de la paredes, quité las fotos que adornaban la cómoda y lo apilé todo en el armario dejando encima del montón un anuncio en el que se veían unas madejas de hilo que brillaban con el resplandor de un fuego crepitante.

A la hora de la cena, las fotos habían regresado a su sitio; incluso el anuncio de puré de castañas que tanto odiaba. Me asombró la rapidez de mi madre: lo había hecho mientras yo iba a examinar el huerto con mi tía. Mi tía llegó al dormitorio, me puso la mano en la espalda y me susurró que a una madre no se le podía quitar el derecho a estar orgullosa de sus hijos. No pude contarle cómo se había torcido todo. Mi tía me miró y me abrazó con fuerza.

—Estamos ampliando sin prisas el terreno de cultivo. Iván nos está ayudando —dijo—. Es maravilloso tenerte de vuelta en casa, Olenka.

Mi tía había envejecido, igual que mi madre. Había un nuevo perro vigilando en el patio; por lo demás, nada había cambiado desde mi marcha. El nido de cigüeña seguía coronando el poste de la luz, aunque los pájaros ya habían emigrado hacia el sur, y los abrigos de los hombres fallecidos colgaban en su sitio al lado de la puerta de entrada. Uno era de mi padre; el otro, del difunto marido de su hermana, mi tía. Según ella, era bueno que los visitantes creyeran que había hombres allí. Nos habíamos mudado a su casa tras el funeral de mi padre y yo acababa de regresar a esa casa de viudas solitarias donde nos regalábamos flores unas a otras el Día de la Mujer. Ese pensamiento me hizo preguntarle a mi tía si Boris seguía haciendo su horilka. Mientras mi tía iba a buscar la botella, aproveché para quitarme por fin los zapatos y ponerme unas chanclas de goma. Eran nuevas y ligeras, puede que de silicona. Probablemente compradas para mí.

A la mañana siguiente fui a la parada del autobús y procuré comprobar qué se veía por las grietas de la cerca que rodeaba el huerto y por encima de ellas, desde el camino que se alejaba desde allí. Nada llamaba la atención y nadie acabaría metiéndose en esos terrenos por error. Puede que la situación cambiara cuando las flores se encendieran de rojo. Sin embargo, la tía tenía razón: necesitaríamos más amapolas. Mi regreso a casa suponía una boca más que alimentar y la tarde anterior ya había pedido varios bidones de agua potable de treinta litros. En el extranjero me había acostumbrado a beber agua continuamente y me había olvidado por completo del sabor del agua del pozo.

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