Helsinki
2016
Puede que todo hubiese sucedido de otra manera si la hubiera reconocido enseguida y hubiera huido a tiempo, pero no lo hice; ni siquiera giré la cabeza cuando se sentó en el extremo del banco con una dolorosa lentitud de movimientos. Me limité a pasar ruidosamente las páginas del libro que tenía en el regazo para darle a entender que no buscaba conversación, que no había ido al parque en busca de compañía.
El libro provenía de una biblioteca que se encontraba a tiro de piedra del parque y su zona vallada para perros. Siempre procuraba llevar una novela en las manos, de modo que mis visitas al parque parecieran naturales. A los curiosos ocasionales les explicaba que me encantaban los animales, pero que la alergia me impedía tener mascotas, por lo que debía contentarme con observarlos. Noté que la mujer tampoco tenía perro; sin embargo, lo cierto es que toda mi atención se centraba en la calle que bordeaba el parque. Le eché un vistazo al reloj, aunque había llegado puntual: temía haber ido en vano.
• • •
La mujer extendió una pierna y se estiró como suele hacer la gente mientras piensa cómo romper el hielo: bostezan, se acomodan el abrigo o hacen un gesto con las manos como introducción a un comentario sobre el tiempo u otro tema fútil, pero ella no me preguntó nada sobre el libro ni hizo ningún comentario banal sobre el tiempo.
Me deslicé hacia el otro extremo del banco para tomar distancia. Últimamente había empezado a ver con otros ojos a los demás ociosos del parque y sabía, por ejemplo, que desempleados y jubilados, que solían pasear a paso lento, lo utilizaban como un mero pretexto para salir de casa. Quizá yo haría lo mismo algún día, cuando ya no tuviera motivos para visitar reglamentariamente el parque, ni tampoco horarios: a mí también me gustaría que mis vecinos oyeran mi puerta cerrarse tras de mí y supusieran que estaba muy ocupada, que tenía amigos que visitar, y entonces vendría aquí para formar parte del mundo observando la vida de los demás.
Un schnauzer miniatura blanco se acercaba al parque atrayendo miradas de admiración de los transeúntes y la mujer que estaba a mi lado se puso en estado de alerta. Se inclinó ligeramente hacia delante y yo esperé que, finalmente, se armara de valor y dijera algo, que hiciera alguna observación sobre el pelo bien recortado del schnauzer o sobre su comportamiento ejemplar, pero permaneció en silencio.
PRIMERA PARTE
Invisible
Un pueblo, óblast de Mykoláiv
2006
Cuando entré en el dormitorio por primera vez desde mi infancia, me sobresalté ante lo que tenía delante: había fotos mías enmarcadas sobre la mesa, sobre la cómoda y en las paredes. La mayoría eran recortes de revistas: anuncios amarillentos en los que se ofrecía todo lo que pueden vender las curvas de una mujer, desde quitamanchas hasta piezas de coche. Le había enviado las fotos a mi madre como muestra de mi trabajo como modelo y había imaginado que acabarían en un libro de recortes, pero ella las había utilizado para convertir la habitación en un santuario salpicado con colores llamativos y porcentajes de descuento que competían entre sí. En las imágenes no había nada digno de celebración, ni nada que recordar con orgullo. Me hicieron sentir náuseas.
Arranqué los recortes de la paredes, quité las fotos que adornaban la cómoda y lo apilé todo en el armario dejando encima del montón un anuncio en el que se veían unas madejas de hilo que brillaban con el resplandor de un fuego crepitante.
A la hora de la cena, las fotos habían regresado a su sitio; incluso el anuncio de puré de castañas que tanto odiaba. Me asombró la rapidez de mi madre: lo había hecho mientras yo iba a examinar el huerto con mi tía. Mi tía llegó al dormitorio, me puso la mano en la espalda y me susurró que a una madre no se le podía quitar el derecho a estar orgullosa de sus hijos. No pude contarle cómo se había torcido todo. Mi tía me miró y me abrazó con fuerza.
—Estamos ampliando sin prisas el terreno de cultivo. Iván nos está ayudando —dijo—. Es maravilloso tenerte de vuelta en casa, Olenka.
Mi tía había envejecido, igual que mi madre. Había un nuevo perro vigilando en el patio; por lo demás, nada había cambiado desde mi marcha. El nido de cigüeña seguía coronando el poste de la luz, aunque los pájaros ya habían emigrado hacia el sur, y los abrigos de los hombres fallecidos colgaban en su sitio al lado de la puerta de entrada. Uno era de mi padre; el otro, del difunto marido de su hermana, mi tía. Según ella, era bueno que los visitantes creyeran que había hombres allí. Nos habíamos mudado a su casa tras el funeral de mi padre y yo acababa de regresar a esa casa de viudas solitarias donde nos regalábamos flores unas a otras el Día de la Mujer. Ese pensamiento me hizo preguntarle a mi tía si Boris seguía haciendo su horilka. Mientras mi tía iba a buscar la botella, aproveché para quitarme por fin los zapatos y ponerme unas chanclas de goma. Eran nuevas y ligeras, puede que de silicona. Probablemente compradas para mí.
A la mañana siguiente fui a la parada del autobús y procuré comprobar qué se veía por las grietas de la cerca que rodeaba el huerto y por encima de ellas, desde el camino que se alejaba desde allí. Nada llamaba la atención y nadie acabaría metiéndose en esos terrenos por error. Puede que la situación cambiara cuando las flores se encendieran de rojo. Sin embargo, la tía tenía razón: necesitaríamos más amapolas. Mi regreso a casa suponía una boca más que alimentar y la tarde anterior ya había pedido varios bidones de agua potable de treinta litros. En el extranjero me había acostumbrado a beber agua continuamente y me había olvidado por completo del sabor del agua del pozo. Pero no sabía cómo iba a pagar el pedido: tendría que abandonar esa costumbre que teníamos las modelos para mantener nuestro peso a raya. En todo caso, una cintura más gruesa era la menor de mis preocupaciones.
No quería que la tía hiciera caso de las propuestas de Iván —que aceptara un préstamo de él o que aumentara el tamaño de la parcela de cultivo de amapolas—, aunque confiaba en él y en sus deseos de ayudar. Un alto y susurrante sembradío de maíz lograría ocultar incluso un campo de flores más grande, y Boris, que trabajaba para nosotras, podría hacerse cargo de la ampliación. Boris era hermano de Iván, y como un hijo para mi tía. En cualquier caso, no quería que dependiéramos aún más de la gente para la que Iván trabajaba y a la que le entregaba la compota que obtenía de las amapolas. Ése no era el futuro que yo había planeado para nosotras: ni siquiera estaríamos hablando de amapolas si mi cara hubiera logrado ser rentable. Habríamos cerrado la cocina de compota y yo le habría construido a la tía una casa nueva o le habría comprado un piso en la ciudad. Ni mi madre ni ella habrían tenido que volver a preocuparse por los signos de inestabilidad que amenazaban con afectar a sus ya de por sí insuficientes pensiones.
Había alegado que la nostalgia me había llevado de vuelta a casa. No sé quién se creería eso: no había sido capaz de enviar dinero en años. Tenía que arreglar la situación, tenía que encontrar trabajo.
Empecé a ir a la ciudad para ver anuncios de empleo. Con frecuencia, un grupo de chicas llenas de esperanza y rodeadas de una nube de perfume cogían el mismo autobús, que iba al Palace, donde, además de conferencias, se organizaban ferias de novias para solteros extranjeros. A medida que se acercaban a su destino, las de pelo corto se rociaban más laca y las de largos rizos cogían el cepillo y repasaban sus bucles al ritmo del sonido metálico de los pintalabios, polveras y espejos de bolsillo. Yo había pasado años en cuartos traseros llenos de sueños similares con un futuro brillante, con la diferencia de que, en la nube de perfume del autobús, se distinguía el hedor del colorete rancio; la chica sentada detrás de mí se empolvaba las mejillas con una borla que no había lavado en años y los vestidos de muchas de las chicas lucían esos populares diseños de leopardo. Yo escuchaba sus conversaciones pensando si no debería probar suerte del mismo modo, aunque tenía muy claro que ése no era el mejor lugar para encontrar a un príncipe azul. Pero esas chicas aún no lo sabían, y sus voces emocionadas me hacían pensar en mi propia huida a París: yo también había estado nerviosa y temía equivocarme. Yo también había deseado más de lo que mi hogar podía ofrecerme, yo conocía ese camino.
Cuando el autobús llegaba a su destino, el enjambre de chicas echaba a volar dejando atrás el olor a cosméticos viejos y jóvenes cabellos mientras se alejaban taconeando agarradas del brazo en dirección al hotel. No había duda de que aquel negocio florecía, lo cual me llevaba a pensar que quizá ahí tendría algo que aportar.
De camino al cibercafé me detenía a observar los descoloridos carteles pegados a los postes de la luz e intentaba determinar qué empresas podían ser agencias matrimoniales. Si no encontraba los anuncios que me interesaban en los postes del alumbrado, en las cajas eléctricas, en las paredes de las cabinas telefónicas o en internet, tendría que gastar dinero en periódicos y revisar la sección de clasificados.
Tuve suerte enseguida.
Las agencias matrimoniales no sólo buscaban candidatas a esposa, sino también mujeres que supieran idiomas para trabajar como intérpretes. Arranqué todas las tiras con el número de teléfono que ondeaban en la parte inferior del cartel y, tras pensarlo un momento, directamente quité el cartel, seguido de otros dos, para reducir el número de posibles competidoras. Decidí empezar la ronda de llamadas ese mismo día. No podía fracasar: estaba más que cualificada. La esperanza se abrió como una flor y el roce de sus pétalos en mis mejillas me devolvió la confianza en mí misma que creía haber perdido para siempre.
Conseguí una entrevista de trabajo al día siguiente, pero no obtuve el puesto. A pesar de todo, no me desmoralicé; me limité a sacudir el pelo y concerté una nueva cita: me había contagiado del ánimo de las ruidosas chicas del autobús y no faltaban agencias matrimoniales. En Prospekt Lenina había nada menos que tres, igual que en Sovetskaja y en Moskovskaja. Me familiarizaría con el sector, ahorraría todo lo que pudiera y a lo mejor algún día incluso lograba fundar mi propia empresa, quizá dedicada a ofrecer consejos para conquistar el corazón de las ucranianas y a ayudar a los hombres a elegir regalos para sus enamoradas. Les recordaríamos que los caballeros deben regalar flores, ofrecer el brazo, abrir la puerta y tender la mano a la dama para bajar del coche. O quizá podría buscar caras adecuadas para las revistas occidentales y abrir una academia de modelos en alguna de las grandes metrópolis de Siberia, donde las nacionalidades se han mezclado extraordinariamente debido a los campos de trabajo. Yo siempre había salido perdiendo contra ese tipo de chicas que tenían sangre de todos los rincones de la Unión Soviética: de Europa del Este, del Báltico, de Asia y de muchos pueblos indígenas. El problema era que cualquiera de esos planes requería capital, y yo aún no lo tenía. «Pronto lo tendré», pensé.
Me dirigía a la estación de autobús cuando una chica que me resultaba vagamente familiar se me acercó corriendo. Después de saludarme, aseguró que me había visto antes en la cola de las agencias matrimoniales, donde ella también había estado probando suerte. Aquel día había ido a apuntarse como candidata a esposa a la misma agencia matrimonial en la que había solicitado un puesto como secretaria.
—Al menos, no supone ningún gasto —dijo—. Tú podrías hacer lo mismo.
—No lo sé.
Saqué del bolso los anuncios que había juntado para pedirle consejo, pero ella negó con la cabeza sin darme tiempo a preguntar nada.
—No te molestes.
—¿Qué quieres decir?
Enumeré las lenguas en las que al menos me defendía: sabía inglés, francés, alemán, ruso, ucraniano, estonio e incluso un poco de finlandés. Siempre había tenido facilidad para recordar las palabras extranjeras. Puede que fuera la mujer con más habilidades lingüísticas de toda la óblast, donde muy pocas hablaban siquiera inglés.
—Podrías encontrar marido enseguida.
—No quiero casarme. Quiero ser intérprete, o a lo mejor agente de visados.
La chica se rió y se subió de un tirón las botas, que se le habían deslizado piernas abajo. Llevaba minifalda. Comprendí que no había sabido vestirme para ese día: tenía que mostrar también mis otras cualidades.
—Una conocida de mi prima es auxiliar en una empresa que buscaba un intérprete y me ha dicho quién consiguió el trabajo —dijo la chica—. Una enchufada que sale con el hijo del director.
Observé la embrollada red de cables de los tranvías y se me antojó un trago. No había cambiado nada en este país.
—Aun así, fuiste a la entrevista.
—Hay que intentarlo todo. Puede que el hijo del dueño pase por la oficina en ese mismo momento y se enamore de mí. Así consiguió el trabajo esa conocida.
La chica se atusó el pelo y me guiñó un ojo. Saqué del bolso un paquete de cigarrillos y le ofrecí también a ella. Me angustiaba la idea de volver a esa habitación infectada con mis anuncios y sospechaba que tendría que quedarme allí más tiempo del que me había imaginado. Mi tía había estado llamando a sus conocidos y lo mismo habían hecho mi madre e Iván. Todos prometieron informarnos enseguida si se enteraban de algún trabajo adecuado. Nadie había vuelto a decir nada.
—Con los documentos de viaje se gana bien. Podrías fundar tu propia agencia de visados —dijo la chica—, pero para eso necesitas contactos y una cartera bien llena. Tengo una idea mejor.
—¿Qué idea?
—En las manifestaciones hacen falta caras bonitas. Te pagan al contado y toda la que quiera puede hacerlo.
Recordé vagamente que mi madre lo había comentado. Después de la Revolución Naranja, en los postes de la luz habían empezado a aparecer anuncios buscando participantes para las manifestaciones. Los carteles no dejaban clara la naturaleza de los eventos. En cualquier caso, la cuantía del salario era un aliciente fundamental y eso siempre lo mencionaban.
—Mi hermano gana algo de dinero como gritador.
Fruncí las cejas.
—¿No has oído hablar de ello? El trabajo es bastante parecido a marchar en las manifestaciones, pero más ruidoso y hasta hay que ensayar. La verdad es que es más para hombres. ¿No tendrás marido?
Negué con la cabeza.
—Pues vente conmigo a sujetar pancartas. A veces, los trayectos en autobús son largos y estaría bien tener compañía. Llámame si te interesa.
La chica rebuscó en el bolsillo, sacó un anuncio medio roto, escribió detrás su número de teléfono y me lo entregó. Sentí un nudo en la garganta. Me habría gustado invitarla a tomar café y coñac, pero tenía prisa por ir a recoger a sus hijos y el marshrutka que esperaba estaba ya a la vuelta de la esquina. La chica desapareció agitando la mano, con el bolso meciéndose en su hombro, y la soledad me golpeó el corazón como una piedra.
En casa me esperaba un ambiente de angustia. Boris estaba sentado balanceándose en una esquina con las manos en la cabeza. Mi madre y mi tía seguían con la ropa de funeral con la que se habían vestido esa mañana para asistir al entierro de un familiar lejano. Supuse que algo habría pasado en el funeral, hasta que comprendí de qué se trataba. La cocina de compota estaba vacía y también se habían llevado el televisor. Nos habían robado. La casa había quedado sin supervisión durante un momento, cuando nos marchamos antes de que Boris hubiera regresado del trabajo. Eso había sido un error.
No me preocupaban los ladrones. Iván los encontraría y se encargaría de que entendieran que se habían metido con las personas equivocadas y que habían dejado inconsciente al perro de las personas equivocadas. Pero eso no nos devolvería la compota. Recordé el amor con el que Boris había comprobado las oscurecidas vainas de las amapolas y lo bien que había tratado las flores y la cocina. Los salteadores se habían llevado la mejor mercancía de la óblast. No nos habían dejado nada.
El anuncio en el poste de la luz no era el único trozo de papel comido por la intemperie que requería los servicios de chicas bonitas, pero era el primero en el que se indicaba directamente que no se trataba de un servicio de compañía, de un trabajo de bar ni de una agencia matrimonial. También se daba una cálida bienvenida a las madres jóvenes y a las mujeres casadas. Me llamó la atención, aunque me di cuenta de que eso no significaba nada. Puede que sólo fuera un método de conseguir carne fresca para el sector. Sin embargo, ya empezaba a estar desesperada y muy harta de los titulares del tipo «¿Por qué una chica guapa tiene que conformarse con ser pobre?» Las entrevistas de trabajo no habían dado frutos. La tía ya había hablado con Iván sobre la compota perdida y un posible préstamo, pero yo no quería que tuvieran que tomar ese camino. Estaban pasando estrecheces por culpa de mi carrera fallida, por mi culpa, y era yo quien tenía que arreglarlo.
El anuncio insinuaba que el pago sería considerable y en la parte inferior sólo quedaba una tira con el número de teléfono.
La mujer que respondió al teléfono se entusiasmó cuando le hablé de mis años como modelo. Se oía de fondo el golpeteo de las teclas: la mujer estaba buscando mi nombre. Rogué que el buscador la llevara a la página de mi antigua agencia. Mis fotos seguían ahí. Había entrado a verlas en un par de ocasiones desde el ordenador de la cafetería. No sabía por qué. Era como si quisiera torturarme a mí misma o estuviera buscando el valor para presentarme a las entrevistas con más seguridad.
—¿Cuándo puedes pasarte por aquí?
—Voy a comprobar la agenda, un momento.
Me encontraba ante la agencia matrimonial situada en Prospekt Lenina. Se llamaba Relaciones Royal. En Moskovskaja me esperaba El Arco de Cupido; al lado del hotel Metallurgi, Eslavas. Además, el número de teléfono de la chica que iba a las manifestaciones se desintegraba en mi bolso. Por fin tenía una agenda. Eché a andar hacia la parada de taxis y tiré al suelo los datos de contacto de la chica. La agencia se encontraba en Dnipropetrovsk, por lo que me esperaba un largo trayecto. En cualquier caso, estaba lista para subir al tren de inmediato.
—Sería fantástico si pudieras traer fotos tuyas, y tal vez también de tu familia, de tus padres, de tus abuelos, de tus tías y tíos, de tus primos... —dijo la mujer—. Cuantas más, mejor. Queremos conocer a nuestras empleadas como es debido, saber quién eres de verdad y cuáles son tus cualidades.
—¿Qué tipo de fotos?
—Las que sean. Una imagen dice más que mil palabras. —La mujer rió—. La directora viene el próximo lunes en el vuelo nocturno de Kiev y tiene que regresar el miércoles. ¿Podrías venir el martes por la mañana?
Me golpeé los dedos de los pies con un adoquín que estaba levantado. ¿La agencia funcionaba tan bien como para que su directora pudiera viajar en avión entre Kiev y Dnipró? Eso sólo lo hacían los diputados y los hombres de negocios más destacados, las personas que estaban podridas de dinero. ¿Realmente iba a encontrarme cara a cara con una de esas personas? ¿O acaso la mujer estaba tratando de impresionarme con el alto nivel del negocio? Me llevé la mano al pelo de forma instintiva. Las raíces se me empezaban a ver. En casa de mi tía sólo había una ducha en el patio. Lavarse el pelo en esa ducha tras ponerse un tinte casero era complicado; tendría que ir a la peluquería.
—La directora tiene una agenda muy apretada en Kiev la semana siguiente. Aquí los horarios son más relajados. Entonces, ¿nos vemos aquí? Si me envías tu número de cuenta, te transferimos el dinero para el billete de tren. ¿Te sirve un vagón SV?
Conseguí responder de forma afirmativa y esperé que mi respiración entrecortada no llegara al otro extremo del auricular. El olor a carbón de los trenes me producía malestar, así que el billete para el compartimento de dos personas fue una sorpresa especialmente agradable. Pero algo no cuadraba. Había encontrado el anuncio en un poste de la luz, no en un periódico, ni en internet, ni siquiera en el marshrutka ni en ningún lugar donde se anunciaran las empresas de éxito. Lo había encontrado en un sitio por el que no habían tenido que pagar. ¿Cómo era posible que la directora de una empresa así pudiera permitirse volar entre Dnipró y Kiev? ¿Cómo una empresa así podía permitirse comprarle un billete tan caro a una candidata sólo para la entrevista? Tampoco entendía las prisas ni las desmesuradas exigencias fotográficas, ni mucho menos sabía en qué consistía el trabajo. El entusiasmo de la mujer me hizo sospechar que se trataba de donación de órganos, aunque no comprendía para qué querrían entonces mis fotos. Pero ¿qué importancia tenía eso? El dinero era lo importante. La mujer habló de todo un poco, del regalo de la vida, y volvió a las gestiones del viaje. Decidí que podía prescindir de un riñón. Me apañaría con el otro. Y con medio hígado. Por eso me pagarían aún más.
No compartí mis dudas con nadie. Dije que iba a viajar a Dnipró por un puesto de intérprete y eso encendió una chispa en los ojos de mi madre. Empezó a ir de un lado a otro por la cocina dando pequeños pasos, con la espalda recta y las mejillas brillantes como el lateral de un autobús recién bendecido, como si quisiera contarle a todo el mundo las buenas noticias, aunque el único público era mi tía. No quería preocuparla ni le mencioné en qué consistía mi nuevo trabajo hasta que me ascendieron a coordinadora.
Helsinki
2016
Me dio un vuelco el corazón cuando vi al padre de la familia seguir a la madre y al perro hacia el parque. Los dos niños iban con ellos. El niño, que se había quedado un poco rezagado, parecía animado mientras metía la mano en una bolsa de uvas pasas que se iba vaciando a buen ritmo; casi sin darme cuenta, hice un gesto de aprobación con la cabeza cuando reparé en las sanas costumbres de la merienda de la familia. La semana anterior, los niños no habían ido al parque y yo culpé de ello a la gastroenteritis que había circulado por esos días. Ahora toda la familia parecía gozar de buena salud. Nadie habría creído que la mujer había pasado la noche en vela junto a sus hijos enfermos y que incluso le había dado tiempo a ir de compras: esa nueva gabardina de entretiempo color arena me habría servido a mí también y la niña llevaba una bufanda que no le había visto antes. Sonó el teléfono del hombre, que respondió mientras le ofrecía una sonrisa de disculpa a su esposa. La mujer le rozó el brazo y apoyó la frente contra su hombro durante un instante. Hasta el alboroto del schnauzer cuando lo soltaron fue una actuación impecable. Llamaba la atención con su inusitado color blanco y su porte de campeón de exhibiciones caninas. Admiré por un momento las carreras del perro y su postura vigilante, hasta que descubrió algo interesante a lo lejos que lo hizo detenerse. El niño se había quedado rezagado junto a la puerta. Se comió las últimas pasas y, después, no tiró la bolsa al suelo, sino que la llevó hasta la papelera. Bien criado, de buenas costumbres, como las que yo también le habría enseñado.
El sonido de un mechero interrumpió mis observaciones. La mujer que estaba sentada a mi lado había encendido un cigarro. La miré de mal talante y logré reconocer el estampado floral de la caja de cigarrillos antes de volver a concentrarme en la familia que desaparecía detrás de una pequeña colina de rocas. Mi compañera no era finlandesa: los cigarros Glamour no formaban parte de los gustos locales.
—En Estados Unidos nos llamaban ángeles. ¿Allí lo aprendiste?
No estaba segura de si había oído sus palabras correctamente o la cabeza me había jugado una mala pasada. Yo seguía mirando a la familia, con el cuello aún erguido. No me atreví a girar la cabeza para asegurarme. La mujer continuó hablando y, cuanto más hablaba, más segura estaba yo de que no se trataba de una alucinación. La conocía, y ella me conocía a mí, y las dos estábamos sentadas en ese banco de un parque de Helsinki como si no hubieran pasado los años entre nosotras. Palabra a palabra, fue derribando una piedra tras otra de los cimientos de la vida que yo había construido con tanto cuidado. Nunca me habría imaginado que sucedería eso. Que empezaría susurrándome palabras agradables al oído, que las arrojaría al aire como tazas de té de Lomonosov mientras me estudiaba para ver si sabía de qué me estaba hablando. ¿Acaso recordaba que precisamente yo había utilizado ese tipo de palabras años atrás, cuando engatusaba a las chicas para que trabajaran con nosotros, y que también las había utilizado con ella? Por supuesto que sí: reconocía todas las trampas camufladas con adjetivos melosos y cada una de ellas hundía un poco más mis hombros, como si eso me ayudara a desaparecer del banco. Sílaba a sílaba, sentía cómo me iba encogiendo cada vez más.
—Pero siempre sabíais encontrar a las chicas que nunca habían recibido un halago. Ésas eran justo las que tú buscabas.
—Tú no eras de ésas.
—Muchas lo eran.
Chasqueó los labios y extendió las manos como una bailarina.
—¿Cómo era? —Se paró a pensar—. El lago de los cisnes. Mis brazos te recordaban a El lago de los cisnes, ¿no era eso?
—Lo siguen haciendo.
Soltó una risita. La tela de su cazadora susurró, y pude ver el conocido movimiento del ala. Me maravillaba su comedida forma de moverse, daba cada paso como si estuviera observándola el público de un estadio.
Cuando le tomamos las fotos para el book a esta mujer, entonces una niña, se puso el vestido que yo había elegido e hizo un spagat. Aunque sólo estaba calentando para la sesión de fotos, hubo algo inolvidablemente íntimo en el conjunto: el vestido de flores con vuelo, la sala de ensayo, los tobillos flexibles. Como si se hubiera olvidado del fotógrafo. Nadie habría dicho que la maquilladora había pasado dos horas recorriendo la cara de la chica con sus pinceles. Cuando vi el dosier terminado, sabía que Daría se convertiría en mi estrella y que haría de mí una estrella.
Daría se levantó y echó a andar hacia las puertas del cercado para perros. En ese momento conseguí recuperarme de mi consternación lo suficiente para comprender lo que significaba aquello. Metro a metro, se iba a acercando a la familia y, metro a metro, empezaron a aparecer imágenes en mi mente de lo que sucedería cuando el padre la reconociera. Primero, se quedaría conmocionado; acto seguido, echaría mano del teléfono. La madre empezaría a dar gritos, el perro se desbocaría, la niña estallaría en llanto y el niño se nos quedaría mirando fijamente, preguntándose por el origen de aquel caos. Y cuando la madre tirase de los niños para protegerlos, a medida que se acercaran las sirenas de la policía, el chico miraría atrás y la visión de las andrajosas que habían sacado de quicio a sus padres se quedaría grabada en su memoria para toda la eternidad.
La familia se había dispersado durante nuestra conversación y Daría se detuvo por un momento, como si estuviera valorando a quién acercarse primero. El padre había cogido a la niña de la mano y estaban saliendo de mi campo de visión detrás del perro; la madre estaba hablando con la dueña de un golden retriever y toda su atención estaba puesta en el cachorro. El niño deambulaba por la calle. Daría inclinó la cabeza, tomó una decisión y abrió la puerta de la cerca para perros. Tan sólo diez metros de suelo rocoso la separaban de la madre. Me descubrirían en un momento; perdería todo lo que había conseguido construir durante los últimos seis años, perdería toda mi nueva vida en Helsinki. Sólo me quedarían días de vida, quizá horas.
Dirigí la mirada al cielo. Mi madre creía en Dios y en los santos, yo no. A pesar de ello, me cubrí la cabeza con el pañuelo como si estuviera en la iglesia y murmuré algo que habría podido ser una oración; sólo el movimiento con el que me cubrí la cabeza me hizo darme cuenta de que seguía teniendo dos piernas funcionales. Tenía que detener a Daría.
Detrás de la colina, el schnauzer le pisaba los talones a un terrier y la familia estaba pendiente del alocado juego de las mascotas. No habían visto mis pasos titubeantes ni cómo estuve a punto de tropezar con mi bufanda y terminé haciendo eses como si estuviera borracha. Daría se hallaba a unos metros de la mujer y ya se disponía a abrir la boca.
—¿Quieres dinero? ¿De eso se trata?
Después de todo, había llegado a tiempo. Los labios de Daría se curvaron en una sonrisa. La madre se alejó dándonos la espalda. Habían atado a los perros y las correas emitieron un ruido seco al cerrarse sobre los collares.
—¿Cuánto me darías?
Por un momento, pensé que Daría se echaría a reír y haría algún comentario sobre mi ropa, sobre qué poca pinta tenía yo de tener dinero, pero se quedó rígida y no intentó forcejear para soltarse de mí. Seguí su mirada. La familia estaba saliendo del parque: la madre le colocó el abrigo a la niña, que le echó los brazos al cuello, y Daría se sobresaltó como si la hubieran golpeado. Sentí el temblor en su huesudo brazo. ¿Y si no estaba en el parque para chantajearnos a mí o a la familia? Sin embargo, todo en ella respaldaba mi suposición de que necesitaba dinero. Había adelgazado y la ropa le colgaba por todas partes. No eran más que harapos. Sus botas de piel sintética estaban descamadas y el bolso le colgaba del hombro, abierto, con el forro desgarrado y arreglado con cinta adhesiva. Daría había ganado mucho dinero. ¿En qué lo había desperdiciado? ¿Alguien se lo había quitado, o es que se había liado con el hombre equivocado? ¿O lo había usado para ayudar a su familia? ¿Lo había gastado todo en sacarlos del este de Ucrania y alejarlos de la guerra? ¿Acaso el dinero no había sido suficiente para construir una nueva vida? ¿O es que lo había derrochado y ahora tenía que conseguir más para ayudar a sus familiares, que se habían quedado atrás? Según mi madre, la actual República Popular de Donetsk les había quitado el hogar a algunos mientras que a otros les había ofrecido un modo de hacerse ricos gracias a todo lo que habían dejado los refugiados. Algunos se habían unido voluntariamente a grupos separatistas, otros fueron reclutados por la fuerza y los desertores fueron fusilados. Algunos se habían unido porque, de lo contrario, su casa y el resto de sus propiedades habrían sido confiscadas y sus seres queridos habrían quedado en la indigencia. ¿Era eso lo que le había sucedido a Daría? ¿Y si los separatistas habían obligado a alguno de sus hermanos a entrar en sus filas y el muchacho había querido marcharse del frente? ¿Y si habían secuestrado a alguno de sus familiares? Daría siguió con los ojos a la familia que se alejaba hasta que el grupo desapareció de su vista y la mirada se le apagó como una vela. Respiré. Me había concedido una prórroga.
—Si nos reconocen, no te pagaré nada.
—¿Te han reconocido a ti?
Daría dejó asomar una mueca burlona y se lamió una gota de sangre. Tenía la piel de los labios seca y agrietada.
—Pues ya ves —dijo con un bufido—. No te recuerdan a ti más que a mí. Para ellos eres tan extraordinaria como yo lo fui para ti.
Yo había calificado de extraordinaria a Daría. La más extraordinaria. Había elogiado su estructura ósea y sus habilidades lingüísticas, su cociente intelectual y su pasado gimnasta. Su sonrisa había sido clara como el cielo de Texas y su barbilla como una cuchara para caviar de reluciente nácar.
—Estaba segura de que tú tampoco me recordarías, aunque te hubiera dicho mi nombre la primera vez que me senté a tu lado —dijo Daría—. No te imaginabas que te encontraría, ¿verdad? Antes de que nadie lo hiciera.
Recordé cuando, siendo niña, me había soltado de mi padre en un paso subterráneo. Mi padre me encontró en un momento, pero me dio tiempo a pensar que no volvería a verlo nunca más y que, desde debajo de ese muro de abrigos oscuros de la multitud, me atacaría algo que no era capaz de imaginarme. Ahora tenía la misma sensación. Aunque, esta vez, nadie me salvaría. Nadie más que yo misma. Tenía que intentar averiguar qué era lo que pasaba.
—¿Podemos al menos ir a otro sitio a hablar de esto? —pregunté, mirándome las manos. Los dedos se me habían quedado blancos.
Dnipropetrovsk
2006
La directora de la agencia extendió sobre la mesa el montón de fotografías de mi familia. No estaba preparada para ello ni se me había ocurrido que tendría que revisar la pila de fotos durante la propia entrevista. Hacía años que no veía fotos de mi padre.
—¿Estás bien? —preguntó la muj