Las rosas de Orwell

Rebecca Solnit

Fragmento

cap-1

1

El día de los Muertos

En la primavera de 1936, un escritor plantó rosales. Yo lo sabía desde hacía más de tres décadas y nunca había reflexionado lo suficiente acerca de lo que eso significaba hasta un día de noviembre de hace unos años, en que tendría que haber estado restableciéndome en mi casa de San Francisco por prescripción facultativa, pero me encontraba en un tren de Londres a Cambridge para hablar con otro escritor sobre un libro mío. Era el 2 de noviembre, fecha en que se celebra el día de los Muertos en el lugar donde vivo. Mis vecinos habían erigido altares a los fallecidos el año anterior y los habían adornado con velas, comida, cempasúchiles, fotografías de los difuntos y cartas dirigidas a ellos, y por la noche la gente saldría a pasear y abarrotaría las calles para presentar sus respetos a los altares levantados al aire libre y comer pan de muerto, algunas personas con la cara pintada de modo que semejara una calavera ornada con flores, en esa tradición mexicana que encuentra vida en la muerte y muerte en la vida. En muchas regiones católicas es un día dedicado a visitar los cementerios, limpiar las tumbas de los familiares y ponerles flores. Al igual que las versiones más antiguas de Halloween, se trata de una jornada en que los límites entre la vida y la muerte se vuelven porosos.

Sin embargo, yo me hallaba en un tren matinal que había salido de la estación londinense de King’s Cross en dirección al norte y contemplaba por la ventanilla cómo la densidad de la capital se disipaba para dar paso a edificios cada vez más bajos y más dispersos. Luego el tren avanzó entre tierras de labor con ovejas y vacas que pacían, trigales y grupos de árboles desnudos, campos hermosos incluso bajo el blanco cielo invernal. Tenía un encargo que cumplir, o quizá una misión. Buscaba árboles —tal vez un manzano de la variedad Cox’s Orange y otros frutales— para Sam Green, director de documentales y uno de mis mejores amigos. Llevábamos varios años hablando de árboles y, más que nada, enviándonos correos electrónicos sobre el tema. Ambos los amábamos y presentíamos que algún día él les dedicaría un documental o que realizaríamos al alimón alguna obra artística sobre ellos.

A Sam le habían proporcionado consuelo y alegría en el difícil año que siguió a la muerte de su hermano menor, en 2009, y creo que a ambos nos gustaba la sensación de tenaz continuidad que simbolizan. Yo crecí en un ondulante paisaje californiano salpicado de laureles, castaños de Indias y diversas especies de robles. Cuando regreso, todavía reconozco muchos ejemplares que vi de niña, pues han cambiado muy poco, en tanto que yo he cambiado mucho. En el otro extremo del condado se alzaba Muir Woods, el famoso bosque de las longevas secuoyas que se dejaron en pie cuando se taló el resto del área, árboles de unos sesenta metros de altura; en los días de niebla, la humedad del aire se condensa en sus agujas y cae al suelo en forma de gotas en una especie de lluvia estival que solo se produce bajo el dosel arbóreo y no a cielo abierto.

En mi juventud eran muy populares los cortes transversales de secuoya de tres metros de ancho o más, cuyos anillos de crecimiento anual servían de diagramas históricos, y en los museos y los parques se señalaban en esos enormes discos la llegada de Colón a las Américas, la firma de la Carta Magna de las Libertades y, en ocasiones, el nacimiento y la muerte de Jesucristo. La secuoya más longeva de Muir Woods tiene mil doscientos años, de modo que ya llevaba más de la mitad de su vida en la Tierra cuando los primeros europeos se presentaron en el lugar al que llamarían California. Un árbol plantado mañana que viviera tanto tiempo seguiría en pie en el siglo XXXIII, y sería efímero comparado con los Pinus aristata que crecen a unos cientos de kilómetros al este, ya que estos pueden vivir cinco mil años. Los árboles nos invitan a reflexionar sobre el tiempo y a viajar por él tal como lo hacen ellos: quedándose quietos mientras se extienden hacia fuera y hacia abajo.

Si «guerra» tiene un antónimo, quizá sea «jardines». La gente ha encontrado una clase determinada de paz en los bosques, las praderas, los parques y los jardines. El artista del surrealismo Man Ray huyó de Europa y de los nazis en 1940 y pasó en California los diez años siguientes. Durante la Segunda Guerra Mundial visitó los bosques de velintonias, o secuoyas gigantes, de Sierra Nevada, y de esos árboles, que son más anchos que las secuoyas pero no tan altos, escribió: «Su silencio es más elocuente que el rugido de los torrentes y de las cataratas, más que la reverberación del trueno en el Gran Cañón, más que la explosión de una bomba, y está exento de amenaza. Las chismosas hojas de las secuoyas, a cien metros por encima de cualquier cabeza, están demasiado lejos para ser oídas. Recuerdo un paseo por los Jardines de Luxemburgo en los primeros meses de la guerra, cuando me detuve bajo un viejo castaño que probablemente había sobrevivido a la Revolución francesa, aunque no era más que un pigmeo, y sentí que me gustaría transformarme en árbol hasta que volviera la paz».[1]

El verano anterior al viaje a Inglaterra, aprovechando que Sam estaba en la ciudad, habíamos ido a San Francisco a admirar los árboles plantados por Mary Ellen Pleasant, una negra nacida en la esclavitud alrededor de 1812 que se convirtió en una heroína del Ferrocarril Clandestino(1) y en una activista por los derechos civiles, con peso específico entre las élites políticas de San Francisco. Había fallecido más de cien años antes del día en que nos detuvimos bajo sus eucaliptos, que se nos antojaron los testigos vivos de un pasado por lo demás inalcanzable. Habían sobrevivido a la mansión de madera en que se desarrollaron algunos de los episodios de la vida de Pleasant. Eran tan anchos que habían combado la acera, y tan altos que superaban a la mayor parte de los edificios de alrededor. El gris de la cáscara desprendida y el color canela de la corteza dibujaban espirales en sus troncos, sus hojas falciformes se diseminaban sobre la acera y el viento murmuraba entre sus copas. Lograban que el pasado pareciera al alcance de la mano como ninguna otra cosa podría hacerlo: en ese lugar había unos seres vivos que habían sido plantados y cuidados por un ser vivo ya fallecido, pero los árboles que estaban vivos en vida de Pleasant seguían estándolo en la nuestra y tal vez continuaran tras nuestra muerte. Cambiaban la estructura del tiempo.

La palabra etrusca saeculum describe el periodo vivido por la persona más anciana del presente; se calcula que ronda los cien años. En un sentido más lato, se refiere al espacio de tiempo en que algo permanece en la memoria viva. Todos los acontecimientos tienen su saeculum, al que sigue su ocaso cuando muere la última persona que combatió en la Guerra Civil española o que vio la última paloma migratoria. A nosotros, los árboles parecían brindarnos otro tipo de saeculum, una escala temporal más larga y una continuidad más profunda, y así nos cobijaban de nuestra fugacidad al modo en que un árbol brinda literalmente cobijo bajo sus ramas.

En Moscú hay árboles que se plantaron en los tiempos de los zares, que crecieron, perdieron las hojas en otoño, soportaron con firmeza los inviernos, florecieron en las primaveras de la Revolución rusa, dieron sombra a los visitantes en los veranos de la época estalinista, d

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