La Linterna de Papel

Will Burns

Fragmento

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PRIMERA PARTE

PARADOJA, CIMIENTOS

La única forma razonable de empezar, supongo, es hacer una somera descripción física. El sitio que nos incumbe era una pe­queña población con mercado que, por alguna razón que nadie me ha podido explicar nunca de forma adecuada, insistía en hacerse llamar aldea. Es pertinente preguntar cómo puede un lugar insistir en algo así; o, ciertamente, de dónde saca la voz para articular esa insistencia. Así pues, ya hemos encontrado un punto de interés; ¿tenía el pueblo una noción innata del yo? ¿Planteaba demandas a quienes vivían dentro de sus límites? ¿Les imponía su voluntad a los lugareños? ¿Se las había apañado para grabar su condición esencial de aldea en su imaginación colectiva? Quizá lo averiguaremos. De momento basta con saber que los habitantes del lugar lo llamaban aldea, y que así pues, en aras de la conciliación, yo también lo llamaré así. Pero volvamos a los hechos físicos. Al diseño topográfico. A la superficie de las cosas. La calle mayor iba de este a oeste, subiendo por una pequeña cuesta que llevaba a las colinas que rodeaban la aldea. Era una calle mayor sin nada especial, idéntica a tantas otras calles parecidas de tantos otros pueblos y aldeas del país. La posada de gran tamaño que había en mitad de la calle ya se había convertido en un hotel avejentado pero caro. Había tres tiendas benéficas, una floristería, un pequeño restaurante italiano, un par de locales de curry (que eran excelentes o terribles, dependiendo de a quién preguntaras), cuatro o cinco peluquerías, una de las cuales era un establecimiento grande tipo salón de belleza que ofrecía todos los cuidados suplementarios de costumbre: eliminación de vello corporal, alargamiento de uñas de manos y pies, tratamientos faciales… Si cruzabas la cima de Coombe Hill, que se elevaba en el extremo oriental de la aldea y tenía uno de esos toponímicos agradablemente tautológicos que se adscriben a los accidentes naturales del paisaje, y llegabas al fondo del siguiente valle, te encontrabas en Chequers, que ha sido durante mucho tiempo la residencia campestre del primer ministro de turno. Por favor, no crean que estoy mencionando este dato para jactarme ni nada parecido. Quizá llegarán a darse cuenta de que no es la clase de dato al que yo otorgaría ninguna importancia real, mucho menos del que alardearía. Aun así, mucha gente en la aldea sí que presumiría de ello. Por mi parte, lo menciono solo para añadirlo a nuestra comprensión de la conciencia que el lugar tenía de sí mismo. De su estatus y su especificidad dentro del esquema de todos los demás lugares posibles. Porque aquí, o al menos eso parecía sugerir la proximidad de tan notable residencia, había cierta eminencia, cierta grandeza, por mucho que la aldea, es cierto, se tomara ese estatus a la ligera, lo llevara con modestia suburbana. Estaba lo bastante cerca de Londres como para que los ricachones de la ciudad se escaparan hasta allí, pero tenía todo el aspecto de lo que se conocía como «el campo». Lo cual significaba, más o menos, agricultura de monocultivos arables, atribución de cierto interés científico a la topografía, montones de paseantes y ciclistas con sus fibras sintéticas de rigor, perros de todos los tamaños y formas, pubs malos, pubs buenos, pubs mediocres y, algo importante en este caso en particular, un sistema educativo que llevaba décadas atrayendo a una clase media gris y rapaz que me daba la impresión de propagarse mediante una modalidad muy concreta de autocomplacencia y felicitaciones mutuas. Y sin embargo, por otro lado, también reinaba cierta sensación de que aquella gente se había conformado con algo ligeramente inferior a sus expectativas. A veces hablaban como si estuvieran disculpándose por haberse encontrado viviendo en un lugar soso y nada espectacular. Hablaban de sus vidas pasadas y de sus aventuras de juventud. De su hedonismo perdido. Lo que hacían ahora, después de haberse reproducido, por supuesto, era comer, beber y viajar, y después hablar, de forma aparentemente incansable, de los sitios donde habían comido, de lo que habían bebido y de adónde habían viajado. Pues muy bien, quizá hubiera tenido el valor de decirle a aquella gente cuando la viera. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa deberían hacer con su tiempo?

En mi caso, la vida tendía a organizarse bastante a menudo en torno al aspecto alcohólico de las cosas, concretamente en un pub llamado La Linterna de Papel, que, por suerte, llevaban mis padres. O para ser más exactos, debería decir que lo habían llevado mis padres hasta aquellas primeras largas semanas alucinantes y solitarias en las que el pub, junto con el resto del país, había sido obligado a cerrar sus puertas mientras se intentaba luchar contra el virus que había conquistado el mundo. Debo admitir que, después de que el país bajara la persiana, tuve ciertas indulgencias para conmigo mismo. En aquellos primeros días de lo que se ha denominado «el confinamiento» empecé a dar paseos más largos de lo estrictamente permitido, y me encontré viviendo una especie de vida de ensueño. Por supuesto, dice mucho del lugar donde yo vivía que, durante el primer mes aproximadamente, cuando las grandes ciudades sufrían privaciones, ansiedades y traumas difícilmente imaginables poco tiempo atrás, apenas hubo noticias de muertes locales, ni se vivió un enfrentamiento duro con el impacto real y terrible de la enfermedad. En aquellos primeros días nos enteramos de que había fallecido un hombre que hasta el año anterior había sido dueño de uno de los locales de curry. Después de venderse el negocio, se contaba que había vuelto a una gran ciudad del condado vecino. Aparte de eso, nuestra rumorología provinciana había sido benigna. Y por aquí las noticias siempre parecían propagarse en forma de anécdotas, en vez de con el rigor de algo tan sensato o inteligente como la investigación, y lo mismo pasaba a veces con lo que se nos vendía como realidad objetiva. Por ejemplo, estábamos en el corazón del territorio Brexit, el escaño conservador más afianzado del parlamento, y en los dos años anteriores, si te hubieras puesto a conversar con cualquiera de los sabelotodos de cualquiera de los pubs de la aldea, habrías oído sus opiniones de segunda mano o sus experiencias vagamente recordadas de Europa, o de la UE, de los extranjeros, presentadas como evidencia empírica dura de cuál era la situación real. No me cabe duda de que hubo algunos lugareños que estaban exultantes en secreto por encontrarse en la situación en que se encontraron cuando el virus obligó a actuar al gobierno y se desencadenó el desastre global. Por fin aquella generación que siempre había tenido problemas para definirse a sí misma por oposición a los conflictos icónicos de sus padres tenía su propia guerra. Me enteré por la radio de la capacidad que tenía la enfermedad para sacar a la luz las líneas divisorias de la desigualdad, y en la aldea pude presenciarlo en la invisibilidad de la enfermedad, en su capacidad asombrosa para estar al mismo tiempo en todas partes y en ninguna. Aquí, lejos de la ciudad, reinaba la sensación de que todo era una especie de largo puente festivo.

Por supuesto, también yo me vi implicado en este grotesco autoengaño: tengo que admitir que me alegró la perspectiva de pasar semanas enteras sin tener que arrastrarme a un tedioso trabajo a tiempo parcial, de disponer de días para pasear, leer y quizá escribir. La idea también acarreaba una vaga y apática sensación de c

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