El matarife

Sándor Márai

Fragmento

Otto nació tras casi veinte años de convivencia, cuando ya se había perdido toda esperanza; fue como un milagro caído del cielo y aquella familia protestante, fervorosamente devota, rebosaba felicidad. El padre, Johannes Schwarz, era guarnicionero en una pequeña ciudad del margraviato de Brandeburgo, en la comarca de Teltow, no lejos de Berlín. Con ocasión del nacimiento, su abuelo, proveedor de heno para el ejército prusiano en el 70-71 y más tarde convertido en un sensato terrateniente, hizo una pía donación a la escuela municipal. Cuando narraba las circunstancias en que había sido concebido el niño, el padre hacía referencia a un circo ambulante que a principios de la última década del siglo anterior había recalado en la pequeña ciudad una mañana de otoño. Esa noche todas las gentes de la somnolienta villa se habían agolpado bajo la carpa. El guarnicionero también estaba allí, sentado en primera fila, orgulloso de su prestigio como artesano, con el bigote atusado hacia arriba y vestido con su oscuro traje de domingo; a su lado, como la mala conciencia, se encogía su esposa, yerma y eternamente sumida en la tristeza. Los artistas cumplieron con sus labores y cuando ya se habían despedido incluso los augustos, el director italiano, rechoncho y ataviado con un frac, anunció en un laborioso alemán el último y mayor espectáculo de la función: miss Bellini y sus osos polares amaestrados. Aparecieron entonces unos asistentes que, sin mucha maña, instalaron una especie de reja metálica en torno a la pista; luego, ayudándose de varas de hierro, hicieron entrar a cuatro enormes fieras blancas sin cadenas que, cegadas por la vacilante luz que emitían las lámparas de acetileno, empezaron a recorrer nerviosamente el ruedo. Entre el muy impresionado público afloró un rumor admirativo: todos aplaudieron, las madres sentaron a sus vástagos en el regazo e incluso los vecinos más ricos e ilustres se levantaron para comentar con gestos duchos la singularidad de aquellas monstruosas criaturas. El guarnicionero se removía inquieto en su asiento.

«Fíjate, son auténticas bestias salvajes», dijo rozando el brazo de su esposa.

Miss Bellini, la domadora (una joven de vistoso encanto, melena azabache, con grandes ojos mediterráneos y el rostro empolvado de blanco), saltó a la pista haciendo una pirueta de bailarina clásica; con la punta de los dedos repartió melosos besos entre el público y con una corta vara de hierro trataba de reunir a los osos. Según se advertiría más tarde, esa noche lo consiguió tal vez con menos destreza que en otras ocasiones: la turbación de la concurrencia aumentaba el desasosiego de los animales, que (acaso por el clima lluvioso de finales de septiembre, el entorno nuevo y anómalo o los indisciplinados espectadores, que en su mayoría nunca habían visto bichos tan exóticos ni en las ilustraciones de los libros) se mostraron reticentes a los golpes secos e imperiosos de su ama, así que miss Bellini se vio obligada a blandir repetida y agresivamente la vara para que realizaran con éxito los números de siempre. Dos de los cuatro animales que formaban la compañía eran ejemplares ya adultos (un macho imponente y corpulento y una hembra igualmente bien nutrida); los otros dos, machos jóvenes. Estos últimos se fueron adaptando poco a poco a la atmósfera de una velada cargada de presagios funestos: la domadora les daba leche de un frasco y ellos hacían girar bolas, subían escaleras y realizaban dócilmente los tediosos prodigios para los cuales habían sido adiestrados. Entretanto, la pareja adulta reñía. El espectáculo se había duplicado y la atención del público se dispersó; sí, la disputa de las dos fieras viejas y alborotadas resultaba tal vez más interesante que las maniobras de la joven, que brincaba por la pista arrastrando la cola de su dolmán morado sin quitar ojo a sus cuatro animales, pero dejando, al menos de momento, que los mayores siguieran a su aire. Las dos bestias se regodeaban en su jolgorio y, sin duda, ofrecían un vistoso espectáculo: se perseguían con andares desmañados y tambaleantes, se mordían los pelajes con sus amarillentos dientes de acero; se propinaban temibles zarpazos con aquellas garras ávidas y gruesas. El juego tenía algo primordial, de cruda manifestación de la naturaleza. Los roncos rugidos de los animales resonaban sordamente en la pista y, más allá de la carpa, en la noche de la letárgica ciudad provinciana, donde ese fiero juego circense transmitía el excitante mensaje de un mundo desconocido. El serrín, el acetileno y las pesadas emanaciones corporales de las fieras saturaban el aire de un tufo espeso y ácido. Las mujeres se echaban hacia delante chillando con las narices dilatadas, aferraban los brazos de sus parejas y una incontenible curiosidad desataba la emoción colectiva, que recorría las gradas como si fuera una onda eléctrica y los amarraba a todos a la cadena de la masa frenética y apasionada.

La dama del dolmán morado anunció que para culminar el espectáculo lucharía con uno de los osos. Calló entonces la orquesta, que hasta entonces había confiado al timbre de las trompetas varias canciones populares tocadas en compás de cuatro cuartos. La artista se deshizo de la vara, con sus manos finas y alargadas se alisó la chaqueta en la cintura y con los gestos discretos de una persona habituada al escenario se enderezó estirando los brazos hacia abajo... A continuación se arregló el pelo, dio los primeros pasos, con ambas manos se apartó los mechones díscolos de la frente y avanzó hacia la osa. Ésta la esquivó y empezó a dar vueltas por la pista corriendo pegada a las rejas. En la entrada de los establos, al otro lado de la reja, estaba el opulento director, con el semblante preocupado y amarillento, junto a varios artistas con aire apático que se aburrían embutidos en sus libreas de lacayos. La miss se plantó ante la fiera y le ofreció un terrón de azúcar. «Tomy, obedece», dijo a media voz, más a la osa que al público, y alargó la mano para darle palmadas en la cabeza. Pero Tomy la eludió de un salto. Corrió con zancadas enormes e impasibles que más bien eran saltos y la miss la siguió con insistencia gritándole palabras tranquilizadoras y conminatorias. «Píllala ahora», aullaba la gente entre risotadas desde las gradas superiores. La domadora agarró entonces la vara de hierro y asestó un vigoroso golpe en el lomo del animal, que reaccionó con un estremecedor bramido de dolor y se alzó sobre las patas traseras.

Lo que ocurrió después fue cuestión de segundos; se produjo de una forma tan rápida e inesperada que nadie pudo intervenir. La joven y la osa estaban frente a frente, apenas había espacio entre los dos cuerpos; el animal, que le sacaba dos cabezas, jadeaba con la lengua fuera. La domadora asió por los hombros a la bestia, como hacen los púgiles, y la osa la ciñó por la cintura con sus dos manazas. Eso debía de formar aún parte del número porque ni el director ni los colegas de la joven se inmutaron; también debía de estar previsto que el bicho resollara, abriese las enormes fauces y, parpadeando por la luz que le hería los ojos, girara la cabeza para exhibir los dientes, una hilera amarilla que destacaba nítidamente sobre las rosadas encías. El animal y la mujer se miraron un in

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