Obra selecta

Edmund Wilson

Fragmento

Prólogo: No hay fin de hacer muchos libros, por Aurelio Major

No hay fin de hacer muchos libros

Os deseo otro siglo, otros autores, otros actores y otro público.

VOLTAIRE

Un público que trata de arreglárselas sin la crítica, afirmando que sabe lo que quiere o aprecia, brutaliza las artes y pierde su memoria cultural.

FRYE

Edmund Wilson pretendió siempre que la literatura interviniera en el espacio público estadounidense, pero nunca la puso al servicio de causas o ideas ajenas a ella. Su obra crítica, la de un escritor y un letrado, no la de un especialista en sentido estrecho, se situó, tensa, pertinaz, en la encrucijada entre Sigmund Freud y Karl Marx, entre una gran guerra, una profunda crisis económica y otra guerra mundial, entre la tradición y el talento individual, entre la revolución de la palabra y la revolución sociopolítica que aún iluminaban las letras de un periodo de transición cultural en su país. Fue un crítico público, no un teórico de la literatura, que buscó también en los elementos históricos y biográficos externos al fenómeno literario, claves adicionales que lo dilucidaran.

Wilson fue la admirada figura tutelar de lo que la burocracia literaria denomina «intelectuales de Nueva York», el conjunto de escritores progresistas o «radicales», y que comprende al menos dos e incluso tres generaciones (baste citar, a guisa de ejemplo, a los críticos Alfred Kazin o Irving Howe, y a las escritoras Mary McCarthy o Susan Sontag) y con importantes tribunas en los medios, protagonistas de la incipiente madurez literaria estadounidense que coincide y sigue también a la llamada «perdida» de los años veinte. Hijo único de un abogado de influencia política y renombre, afectado por crisis nerviosas recurrentes, y de una descendiente de abolengo colonial, que padecía sordera y nunca se interesó por su obra, Wilson cultivó el cuento, la novela corta, el teatro, la poesía, el ensayo, el estudio histórico, la reseña, reunidos en decenas de libros. Su permanencia se cimenta en su periodismo literario y crítico, concentrado, eminente, de una precisión judicial en la que prevalecen los hechos, presentado con una de las prosas más elegantes y atractivas de sus contemporáneos, estilo que además traslucía un carácter irritable e impaciente con la incuria ajena («el hombre de la corbata de hierro», según e. e. cummings), todo lo cual le confirió una autoridad sin parangón que además no se sustentó en cargos públicos ni en sinecuras universitarias que pusieran en entredicho su independencia de criterio. Edmund Wilson escribía para el lector instruido. Su misión, señaló Louis Menand, fue la de despojar a la cultura estadounidense de su provincianismo, nada menos: esa pretensión de y para un lector ideal se recoge en esta antología sobre todo de su diversa —en ambición, en alcance— crítica y estudios literarios, y de algunas crónicas y correspondencia vinculadas con esos escrutinios.

Edmund Wilson se crió en un ambiente patricio de finales del siglo XIX y principios del XX en los estados de Nueva Jersey y Nueva York, entre la biblioteca familiar de clásicos e historiadores y entre las únicas personas a las que conoció entonces, sus numerosos parientes que residían en las proximidades. Su educación en la Universidad de Princeton, su alistamiento voluntario en la Primera Guerra Mundial, sus iniciales incursiones en el periodismo, la convulsión que supuso la Depresión económica de 1929 y la intensidad del efecto político subsiguiente en la estela de la triunfante Revolución rusa acendraron su convicción en los años treinta de que la crítica literaria ejercida desde la prensa no solo era higiénica para los estamentos a las que se dirigía, sino que además ese empeño, de modo esencial, debía asimismo formar el gusto literario. Nunca tuvo su juicio por infalible, y Wilson no descartó las revisiones y matizaciones propiciadas por el intenso intercambio con sus colegas, con los compañeros de viaje y con múltiples escritores recogido en las más de setenta mil cartas que escribió a mano hasta el día de su muerte, a los setenta y siete años de edad; a ese diálogo habrían de sumarse los frecuentes viajes y sus parejas y esposas, entre ellas Mary McCarthy, que poblaron la vida del que se consideró, con insistencia, el mayor hombre de letras de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. Para Alfred Kazin, uno de sus herederos intelectuales, Wilson

era exigente consigo mismo hasta la tiranía, y exigente de un modo oficioso con todos los demás. La palabra justa, el detalle histórico indiscutible eran cuestiones profesionales. La aptitud era la única relación correcta con los otros. Trabajaba a partir de fragmentos y escorzos de su libreta: el vuelo corto era el alcance natural de su imaginación intelectual. Aunque también había asimilado de su pasión por la gramática una paciencia y meticulosidad poco estadounidenses. Nada dominaba tan bien como la preparación de un libro. Compuso libros de sus sátiras intelectuales sobre los intelectuales, de los versos de ocasión que enviaba a sus amigos en navidades, de sus reseñas en The New Yorker, de su aborrecimiento a la arbitraria renovación urbana de Robert Moses, de su compasión por los indígenas, del trillado supuesto de que Canadá representa una versión mejorada e incorrupta de un país demasiado grande y poderoso, de su aborrecimiento a la infinita contabilidad a la que la Agencia Tributaria de Estados Unidos somete a sus contribuyentes.

Por formación y por origen, Wilson no se entregó más que provisionalmente y para comprender mejor los mecanismos de la obra analizada, a ningún dogma, pues además sospechó siempre de lo que denominó «el pulpo de las tesis doctorales». Receloso de todo academicismo, de toda teoría o abstracción que condicionara la lectura como si fuese una llave maestra —en los distintos sentidos que analizan, por ejemplo, Northrop Frye, George Steiner o Antoine Compagnon—, deploró, con creciente incomodidad en su madurez, que lo persiguiera esa especialización absorta cuando comenzó él mismo a ser objeto de estudio en los años cuarenta. Rehusó toda cátedra a pesar de los ofrecimientos, por más que fuera refugio pecuniario de muchos de sus colegas y amigos, y es acaso uno de los motivos que explican la relativa ausencia de su obra en los actuales programas de instrucción literaria. Aceptó, cuando los apremios lo obligaron, dictar alguno que otro curso, aunque sin demasiada fortuna, pues sus virtudes expositivas por escrito no se trasladaban al aula. Además de aborrecer las mezquinas conspiraciones académicas y las pedanterías profesionales (del que sabe todo sobre casi nada), sostenía que los escritores al impartir clase perdían algo de su integridad al verse obligados a pensar en el mismo plano que sus alumnos. Wilson, pese a lo que podría parecer por su superior capacidad de comprensión y crítica de la vanguardia demostrada en El castillo de Axel —su fundamental estudio de 1931 sobre la revolución literaria gestada

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