El hombre amansado

Horacio Castellanos Moya

Fragmento

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1

LA PRIMAVERA ASOMA

Está sentado en la terraza del café, de cara a la explanada. A su derecha, la entrada del metro; a su izquierda, el supermercado ICA y el Hank’s Heaven, el bar de la zona. Corre la última semana de abril, pero hoy es el primer día primaveral, luego de meses de frío, nieve, lluvia; de cielos grises y deprimentes. Erasmo disfruta del sol tibio que le golpea el rostro, observa a la gente que pasa deprisa, que va o viene del metro, o de las paradas de buses ubicadas más allá de la explanada. Percibe la emoción que el cambio de temperatura ha producido en los transeúntes; algunas chicas visten falda corta con botas, pese a que el aire aún hiela en la sombra.

El capuchino se le ha enfriado, pero esperará antes de beber los últimos sorbos. No está solo en la terraza: en la mesa a su derecha, un par de mujeres con acento chileno chismorrean; a la izquierda, hacia la puerta del café, como si estuviesen en una intensa conspiración, tres árabes hablan por lo bajo, dos de ellos con larga barba al estilo talibán y el tercero bien afeitado, con un semblante que le hace recordar a un conocido de su juventud, a quien llamaban «Don Beto». No es la primera vez que mira a esos árabes en el café; no le gustan, aunque ni siquiera sepa si son árabes; podrían proceder de Irán, de Afganistán, de Turquía, o de cualquiera de esos países del centro de Asia que antes eran soviéticos. No le gusta el tufo a paranoia que segregan; de lejos un perro huele a otro perro.

¿Qué habrá sido de «Don Beto»? ¿Cuál era su nombre? No lo recordará. Procedía de una familia de origen palestino o libanés. Y fue propietario de una pequeña librería, unos años antes de que comenzara la guerra. Así lo conoció, como cliente de la librería, que estaba ubicada en un minúsculo local sobre la calle Arce, muy cerca de la Basílica, en San Salvador. ¿Cómo se llamaba la librería? Tanto tiempo —al menos treinta y tres años—, y tan lejos, y con su mala memoria. Pero la librería de «Don Beto» no la volaron por los aires, con una carga de dinamita, los militares, como hicieron con varias otras. Eso sí lo recuerda. «Don Beto» olfateó el peligro y cerró.

Siempre le ha gustado sentarse en las terrazas de los cafés y las cervecerías de las ciudades en que ha vivido, observar a la gente que pasa, a la que está a su alrededor. Disfruta el divagar caprichoso de su mente, fisgonear al prójimo, imaginar sus oficios, ocupaciones. Desde su época de joven periodista presume de su olfato para detectar policías encubiertos, soplones, malandrines. Ha convertido una fantasía sobre sí mismo en virtud.

Bebe un sorbo del café frío. Una de las chilenas, la del rostro con rasgos masculinos, ríe a carcajadas. La mira por el rabillo del ojo. No ha puesto atención a lo que dicen; sólo ha reconocido el acento. La otra, la que seguramente contó el chisme, permanece seria. Las dos son viejas, curtidas. La mayor parte del tiempo hablan en español, pero a veces lo hacen en sueco. Ambas visten finas chaquetas de cuero: la de la risa escandalosa, de color amarillo; la otra, color lila.

Pasa tanta gente por la explanada, en especial cada vez que un tren arriba a la estación y expele a la manada variopinta. No reconoce a nadie. Mira de reojo a las mujeres guapas que pasan, pero no con la vehemencia y descaro de años atrás, sino con temor de que puedan descubrir su mirada. Algo se le quebró adentro, o más bien se lo quebraron.

A los que sí reconoce es a los cuatro borrachos siempre de juerga, apretados en una de las bancas de la explanada. Pululan con frecuencia por la zona. Tres hombres y una mujer. Vetustos, desarrapados, de piel blanca y cuarteada; hablan a los gritos, a veces agresivamente, y se pasan de mano en mano la bolsa de papel con la lata de cerveza o la botella de licor de la que beben. «Teporochos», les diría en México.

Pero ya no regresa a los recuerdos de su larga temporada mexicana, ni siquiera sabe cuántos de esos recuerdos aún permanecen en su memoria. A los de El Salvador es más fácil volver cuando se reúne con Koki en el Hank’s Heaven. Y los últimos —los de Merlow City, Washington y Chicago—, permanecen amenazantes pero arrinconados por la Piruxetina, la pastilla milagrosa que lo mantiene en esa especie de estado de gracia en el que transcurre sus días.

Quién iba a decirle que terminaría empastillado contra la depresión, la ansiedad y el pánico. A lo largo de su vida había despreciado a psicólogos y psiquiatras. Para conseguir un ansiolítico nunca necesitó visitar a esos carceleros de la men­te con sus parafernalias, sino que le bastaba la receta de un médico general. Hasta que el mundo se hundió bajo sus pies y acabó internado en la clínica psiquiátrica de Merlow City.

Bebe el sorbo postrero del café. Una nube, pequeña y traviesa, surgida quién sabe de dónde, ensombrece por un momento la terraza. Debe ir al ICA a comprar champi­ñones, un pimiento rojo, ajos y un cartón de leche para Jo­sefin.

Los dos tipos con barba a lo talibán se han puesto de pie, se despiden de «Don Beto» y pasan frente él, mirándolo de reojo. No entran al metro, sino que siguen de largo, hacia la otra ala del área comercial.

¿Creerán que es informante, que los vigila?

«Don Beto» ha encendido un cigarrillo, echa un vistazo a su alrededor, escudriñando a quiénes están en las mesas y a los que permanecen de pie en la explanada o frente a la salida del metro. Luego alza el periódico que tenía sobre la mesa. Es el operador del grupo, no le cabe duda.

Las cajeras del ICA son muy jóvenes y guapas. Le gusta en especial una chica morena, de ascendencia somalí. Cuando paga, a veces ella le pregunta algo. Él se disculpa en inglés por no hablar sueco. Ella repite la pregunta en inglés, amable. Él aprovecha para sacarle un poco de plática.

Una vez, mientras cenaban, le comentó a Josefin sobre la cajera. Ésta sabía a quién se refería, coincidió en que era muy guapa. Horas más tarde, cuando hacían el amor, Josefin sugirió que invitaran a la somalí a tener un trío. Fantasearon con ello un par de semanas.

Pero ahora la somalí no está en las cajas registradoras.

Sale del supermercado. En la terraza del café, las dos chilenas aún chismean. Un tipo con traje gris y corbata roja ha tomado la mesa que él dejó. Ni sombras de «Don Beto».

Sigue de largo. Unos metros después de la entrada a la estación, en la esquina de la florería, se mete por el callejón lateral que desemboca en el estacionamiento. Lo bordea por la acera de locales comerciales. Lo primero que hará al llegar al apartamento será poner el filete de salmón en una palangana de agua para que se descongele; no debe olvidarlo. Josefin se ríe de su aversión al microondas. Frente al centro deportivo de la zona, un grupo de adolescentes con sus equipos de jockey ocupan la acera, a la espera de quienes llegan en auto a recogerlos. Cruza entre ellos; briosos, luego del partido o del entrenamiento, exudan testosterona. Alcanza la callejuela que conduce a su edificio.

Siempre almuerza a solas. Si Josefin tiene turno vespertino, como ahora, come en el hospital; si es el nocturno, ella llega muy temprano en la mañana y duerme hasta media tarde, cuando se prepara un brunch tardío. Pero casi siempre cenan juntos. Y en eso piensa ahora, sentado a la mesa, frente a su p

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