Memorias del Condado de Hecate

Edmund Wilson

Fragmento

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I

En la época en que viví en el condado de Hecate, tuve un vecino incómodo, un hombre llamado Asa M. Stryker. Me dijo que antiguamente había enseñado química en alguna universidad fuliginosa de Pensilvania, pero a la sazón vivía con el poco dinero que había tenido «la suerte de heredar». Tuve el presentimiento de que en algún lugar de su pasado se escondía la derrota, la frustración o la deshonra. Era soltero y llevaba la casa con dos sirvientes, una cocinera y un hombre para todo. Nunca supe que recibiera visitas, aunque de cuando en cuando se ausentaba por breve tiempo en las ocasiones en que, según me decía, iba a visitar a sus parientes.

Stryker tenía un pequeño estanque en su finca, y desde el mismo momento en que nos conocimos, su principal tema de conversación eran los patos silvestres que solían frecuentar la alberca. Él los admiraba a su manera aparentemente insensible. Él los admiraba, observaba sus pintas con todo detenimiento, y los mimaba y protegía como a animales domésticos. De hecho, varias parejas, a las que alimentó durante todo el año, se instalaron permanentemente en el estanque. Con su áspero acento, Stryker llamaba mi atención sobre la suntuosidad de su color castaño; el tono rojizo de sus lomos o pechugas; el brusco contraste entre las tonalidades claras y oscuras; la blancura de los anillos del cuello y el púrpura de las rayas en las alas, como libreas e insignias decorativas de una orden eminente; los verdes cuprosos y los azules que prestaban a los patos la elegancia de los ropajes caros.

A mi vecino le atraía especialmente la idea de que había en ellos algo principesco: algo que, como solía decir, Frick o Charlie Schwab nunca podrían comprar; y me señalaba la majestuosidad de los patos nadando, la dignidad con que ladeaban la cabeza y la negligencia con que meneaban la cola. Le preocupaba mucho la depredación de las tortugas mordedoras, que causaban terribles estragos entre los patitos. Me dijo que se sentaba en el porche y los veía desaparecer cuando las tortugas los apresaban por las patas y los arrastraban hasta el fondo, y que le amargaba no poder impedirlo.

Tras perder de este modo una nidada tras otra, el asunto llegó, de hecho, a obsesionarle. Al parecer, había confiado en que su estanque llegara a ser una especie de paraíso en el que los patos pudiesen criar sin peligro: ni siquiera los cazaba cuando se abría la veda, y desaprobaba totalmente su caza. Pero a veces ni uno solo superaba la edad en que aún eran lo bastante pequeños para caer víctimas de las tortugas.

Las combatía de una manera curiosa. Se apostaba en la orilla con un rifle y disparaba en cuanto asomaban la cabeza, alcanzando a veces, por error, a un pato. Los patos que mataba accidentalmente eran los únicos que le parecía bien comer. Una noche en que me había invitado a cenar uno de ellos en su casa, le pregunté por qué no protegía a las crías encerrándolas en un corral de alambre con una piscina para que nadasen. Me respondió que ya había decidido hacerlo, y la siguiente vez en que le vi me informó de que los patitos se encontraban muy a gusto.

No obstante, el corral, como se vio luego, no resolvió permanentemente el problema, porque los patos silvestres, una vez crecidos, lo abandonaban volando, y eran todavía lo bastante jóvenes para que los capturasen las tortugas. Stryker dijo que no podía mantenerlos cautivos durante toda su vida. Finalmente, llegó a la conclusión de que la cosa consistía más bien en eliminar a las tortugas, contra las cuales noté que empezaba a manifestar una animosidad ligeramente morbosa. Y, al cabo de muchas cavilaciones, urdió un método heroico.

Stryker acababa de entrar en posesión de una nueva herencia, que (me dijo) le situaba en una buena posición económica; y optó por desecar el estanque. La operación precisó todo un verano: desfiguró horriblemente su finca y castigó al vecindario con el hedor del cieno que quedó al descubierto. Una familia que residía en la propiedad contigua a la de Stryker se vio obligada a ausentarse unas semanas en los días más inclementes de agosto, cuando la desecación terminó. Stryker, sin embargo, se quedó y se ocupó personalmente de las tortugas, cortándoles él mismo la cabeza; y colocó a hombres día y noche en los lugares donde ellas iban a depositar sus huevos. Alguien, por último, se quejó al Departamento de Sanidad, y le ordenaron llenar de nuevo el estanque. Estaba indignado con las autoridades municipales, y declaró que todavía no había exterminado a todas las tortugas, algunas de las cuales seguían escondidas en el fango; y él y su equipo dedicaron una última jornada de actividad febril a peinar el fondo con rastrillos gigantes.

Las tortugas reaparecieron la primavera siguiente, aunque al principio solo fueron unas pocas. Stryker vino a verme y me contó una historia desgarradora. Me refirió que había estado sentado en el porche, observando «a mi pareja más bonita de lavancos, de paseo con su nueva nidada de patitos. Todavía no eran más que unas bolitas de plumón, pero navegaban con ese aire suyo, como si supieran que son criaturas especiales. Desde el momento en que logran atrapar por sí mismas una chinche de agua, saben que son los señores del estanque. Y yo estaba pensando precisamente en lo endiabladamente feliz que me hacía la idea de que ningún duende iba a fastidiarles más. Bien, sonó el teléfono y fui a contestarlo, y al volver a salir tuve claramente la impresión de que había menos patos en el estanque. Así que los conté y, efectivamente, ¡faltaba un patito!». Al día siguiente desapareció otro, y Stryker contrató a un hombre para vigilar el estanque. El vigilante vio a varias tortugas, pero no consiguió atraparlas. A mediados de verano, el número de víctimas parecía casi tan elevado como antes.

Esta vez, Stryker decidió hacer mejor las cosas. Vino a verme de nuevo y me sobresaltó con una perorata que recordaba al púlpito.

—Si Dios ha creado al lavanco —dijo—, un ser lleno de gracia y belleza, ¿cómo puede consentir que esas sucias e inmundas tortugas mordedoras ataquen su obra y la destruyan?

—Creó primero a las tortugas —respondí—. Los reptiles surgieron antes que las aves. Y sobreviven gracias a la fuerza que Dios les dio. No existe constancia de ningún caso en que Dios haya intervenido en los asuntos de una especie animal que ocupe en la escala un lugar inferior al del hombre.

—Pero si el Mal triunfa ahí —dijo Stryker—, puede triunfar en todas partes, ¡y debemos combatirlo con todas las armas de que dispongamos!

—Eso es la herejía maniquea —contesté—. Es un error suponer que el demonio está luchando con Dios en términos de igualdad, y que el destino del mundo es incierto.

—A veces yo no estoy seguro de eso —dijo Stryker, y advertí que sus ojillos brillantes parecían apagarse de un modo curioso, como si se estuviera replegando sobre sí mismo para conferenciar con algún temor íntimo—. ¿Cómo sabemos que algunas de Sus creaciones ínfimas no están empezando a desmandarse y a eliminar a las criaturas superiores?

Resolvió envenenar a las tortugas y, según me dijo, refrescó para ello sus conocimientos de química. El resultado, no obstante, fue excesivamente devastador. Los productos químicos que vertió en el agua aniquilaron no solo a las tortugas, sino también a los demás animales y a la mayor parte de la vegetación del estanque. Cuando sus análisis cientí

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