El leopardo de las nieves

Sylvain Tesson

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

Le conocí un día de Semana Santa durante la proyección de su película sobre el lobo de Abisinia. Me habló de lo escurridizos que son los animales y de una virtud suprema: la paciencia. Me contó su vida de fotógrafo de animales y me detalló las técnicas del rececho. Es un arte frágil y refinado que consiste en camuflarse hasta hacerse invisible a la espera de un animal cuya aparición no se puede dar por descontada. Hay muchas posibilidades de volver con las manos vacías. Esta aceptación de la incertidumbre me parecía muy noble, y por eso mismo antimoderna.

Yo que soy un trotamundos, ¿estaría dispuesto a quedarme inmóvil y silencioso durante horas?

Agachado entre las ortigas, obedecía a Munier: nada de gestos ni de ruidos. Podía respirar, la única vulgaridad autorizada. En las ciudades me había acostumbrado a hablar por los codos. Lo más difícil era callarse. Los puros estaban prohibidos. «Ya fumaremos después, en un talud del río, ¡va a ser noche y niebla!», dijo Munier. La perspectiva de echarse un cigarro a la orilla del Moselle ayudaba a soportar la posición del centinela tumbado.

En las ramas, los pájaros estriaban el aire del atardecer. La vida estallaba. Los pájaros no perturbaban al genio del lugar. Como pertenecían a ese mundo, no alteraban su orden. Era la belleza. El río corría a cien metros. Unas escuadras de libélulas sobrevolaban la superficie, carniceras. En la orilla oeste un alcotán hacía sus incursiones. Vuelo hierático, preciso, mortal. Un Stuka.

No era momento de distraerse: dos adultos salían de la madriguera.

Hasta que se hizo de noche fue todo una mezcla de gracia, bufonada y autoridad. ¿Dieron una señal los dos tejones? Cuatro cabezas asomaron y unas sombras brotaron de las madrigueras. Los juegos del crepúsculo habían empezado. Estábamos apostados a diez metros y los animales no nos descubrieron. Los tejones cachorros peleaban, trepaban por el terraplén, rodaban en la zanja, se mordían el pescuezo y recibían el coscorrón de un adulto que imponía modales en el circo del atardecer. Los pelajes negros listados con tres cintas de marfil desaparecían entre el follaje, surgían más allá. Los animales se preparaban para huronear en los campos y ribazos. Se enardecían antes de la noche.

A veces uno de los tejones se acercaba a nuestra posición y estiraba su perfil alargado con un movimiento de la cabeza que nos lo mostraba de frente. Las bandas oscuras donde se alojaban los ojos dibujaban dos regueros melancólicos. Seguía avanzando, se distinguían sus patas plantígradas, fuertes, torcidas hacia dentro. Las garras dejaban en el suelo de Francia esas huellas de ositos que cierta clase de hombres, bastante torpes para juzgarse a sí mismos, identificaban como huellas de «alimaña».

Era la primera vez que me quedaba tan quieto en un sitio con la esperanza de un encuentro. ¡No me reconocía! Hasta entonces había ido corriendo de Yakutia a Seine-et-Oise guiándome por tres principios:

Lo imprevisto nunca viene a nuestro encuentro, hay que acecharlo en todas partes.

El movimiento fecunda la inspiración.

El tedio corre más despacio que un hombre con prisa.

En pocas palabras, estaba convencido de que hay una proporción entre la distancia y el interés de los acontecimientos. Consideraba que la inmovilidad es un ensayo general de la muerte. Por deferencia hacia mi madre, que descansa en su tumba a la orilla del Sena, yo vagabundeaba con frenesí —el sábado en la montaña, el domingo en los balnearios— sin prestar atención a lo que pasaba a mi alrededor. Y un buen día, después de recorrer miles de kilómetros, me veía al borde de una zanja hundiendo la barbilla en la hierba. ¿Cómo era posible?

Cerca de mí, Vincent Munier fotografiaba a los tejones. Su masa de músculos disimulada por la ropa de camuflaje se confundía con la vegetación, pero su perfil aún se recortaba en la luz tenue. Tenía un rostro de bordes marcados y largas aristas, tallado para dar órdenes, una nariz que arrancaba comentarios jocosos de los asiáticos, un mentón escultural y una mirada muy dulce. Un gigante bueno.

Me había hablado de su infancia, de cuando su padre iba con él a esconderse bajo una picea para asistir al despertar del rey, es decir, del urogallo; de cuando el padre le enseñaba al hijo lo que prometía el silencio; de cuando el hijo descubría el valor de las noches en la tierra helada; de cuando el padre le explicaba que la aparición de un animal es la más hermosa recompensa que la vida puede brindar al amor a la vida; de cuando el hijo empezaba a apostarse, descubriendo él solo los secretos de la organización del mundo, aprendiendo a encuadrar un chotacabras cuando alza el vuelo; de cuando el padre descubrió las fotografías artísticas del hijo. El Munier de cuarenta años que tenía a mi lado había nacido en la noche de los Vosgos. Se había convertido en el mejor fotógrafo de animales de su tiempo. Sus imágenes de lobos, osos y grullas, impecables, se vendían en Nueva York.

«Tesson, voy a llevarte a ver los tejones en el bosque», me había dicho, y yo había aceptado, porque nadie rechaza la invitación para acompañar a un artista en su estudio. Él no sabía que Tesson significa tejón en francés antiguo.[1] En los dialectos del oeste de Francia y de Picardía todavía se usaba esa palabra. «Tesson» había nacido de la deformación del taxos latino, del que derivan las palabras «taxonomía», ciencia de la clasificación de los animales, y «taxidermia», arte de disecar los animales (al hombre le encanta desollar lo que acaba de nombrar). En los mapas de estado mayor de Francia podían encontrarse tessonnières, nombres de lugares campestres que guardaban el recuerdo de holocaustos. Porque en el campo cundía un odio y una persecución desenfrenada contra el tejón. Le acusaban de cavar el suelo, de colarse a través de los setos. Ahumaban sus madrigueras, lo mataban. ¿Merecía el ensañamiento de los hombres? Era un ser taciturno, un animal de la noche y la soledad. Solo pedía una vida oculta, reinaba en la sombra, no soportaba las visitas. Sabía que la paz se defiende. Salía de su retiro por la noche para volver al alba. ¿Cómo iba a tolerar el hombre la existencia de un tótem de la discreción que erigía la distancia en virtud y se gloriaba del silencio? Las fichas zoológicas describían al tejón como «monógamo y sedentario». La etimología me vinculaba al animal, pero yo no estaba en sintonía con su naturaleza.

 

 

Cayó la noche, los animales se desperdigaron por la espesura, se oyeron rumores. Creo que Munier se dio cuenta de mi alegría. Esas horas fueron uno de los atardeceres más hermosos de mi vida. Acababa de encontrarme con un grupo de seres vivos completamente soberanos. Ellos no se debatían para

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