Mademoiselle de Maupin

Théophile Gautier

Fragmento

Mademoiselle de Maupin

I

Te quejas, mi querido amigo, de la poca frecuencia de mis cartas. ¿Qué quieres que te escriba sino que me encuentro bien y que te sigo teniendo el mismo cariño? Son cosas que sabes perfectamente, y tan naturales a mi edad y, con las buenas cualidades que te adornan, que resulta casi ridículo hacer que una miserable hoja de papel recorra cien leguas para decirlo. Por más que busco, no encuentro nada que merezca la pena contarse: mi vida es la más uniforme del mundo y nada viene a turbar su monotonía. El hoy trae al mañana como el ayer trajo el hoy, y, sin la fatuidad del profeta, puedo predecir con atrevimiento por la mañana lo que me sucederá por la noche.

He aquí mi distribución del día: me levanto, no hace falta decirlo, porque así empiezo siempre, desayuno, hago esgrima, salgo, regreso, almuerzo, hago algunas visitas o me ocupo de alguna lectura; luego me acuesto exactamente como lo hice la víspera; me duermo y mi imaginación, al no estar excitada por novedades, solo me proporciona sueños tan gastados y repetidos como monótona es mi vida. Como puedes ver, no es muy recreativo. Sin embargo, me acomodo mejor a esta existencia de lo que lo hacía hace seis meses. Me aburro, es verdad, pero de manera tranquila y resignada, que no carece de cierta dulzura que, a veces, comparo de buen grado a aquellos días de otoño grises y tibios, en los que se encuentra un encanto secreto tras los ardores excesivos del verano.

Esta existencia, aunque la haya aceptado en apariencia, no está hecha para mí, o al menos se parece muy poco a la que sueño y que creo adecuada. Quizá me equivoque y esté hecho precisamente para esta vida que llevo; pero me cuesta creerlo, ya que si este fuese mi verdadero destino ya habría encajado más fácilmente en él y no me hubiese herido con sus aristas por tantos sitios y de modo tan doloroso.

Conoces el poderoso atractivo que tienen para mí las aventuras extrañas, cómo adoro todo lo que es singular, excesivo y peligroso y con qué avidez devoro novelas e historias de viajes. Quizá no haya en la Tierra fantasía más alocada y más vagabunda que la mía. Pues bien, no sé por qué fatalidad sucede así, jamás he tenido una aventura ni hice un viaje. Para mí, la vuelta al mundo es la vuelta a la ciudad en la que estoy; toco mi horizonte por todos lados; me codeo con lo real. Mi vida es la del molusco sobre el banco de arena, la de la hiedra en torno al árbol, la del grillo en el hogar. De veras, estoy asombrado de que mis pies aún no hayan echado raíces.

Se pinta al Amor con una venda sobre los ojos; es al Destino a quien habría que pintar así.

Tengo por criado a una especie de patán bastante torpe y estúpido, que ha corrido tanto como el viento; ha estado en el quinto infierno y ha visto con sus propios ojos todo lo que yo tan solo imagino con tan magníficas ideas y, sin embargo, todo ello le importa un comino; se ha encontrado en las situaciones más insólitas y ha tenido las más pasmosas aventuras que se puedan imaginar. Algunas veces le hago hablar y rabio porque todas esas hermosuras le han sucedido a un cernícalo que no es capaz ni de sentimiento ni de reflexión, que solo sirve para lo que hace, es decir, cepillar trajes y limpiar y lustrar zapatos.

Es evidente que la vida de este bribón debería ser la mía. Él me encuentra muy afortunado, y manifiesta gran asombro al verme tan triste.

Esto, amigo mío, no es muy interesante y casi ni vale la pena escribirlo, ¿no te parece? Pero ya que quieres que te escriba, tengo que contarte lo que pienso y siento, componer para ti la historia de mis ideas, a falta de acontecimientos y acciones. Posiblemente no habrá orden ni gran novedad en lo que te diga, pero solo a ti habrás de culparte, porque así lo has querido.

Eres mi amigo de la infancia; me he criado contigo. Nuestra vida en común ha durado mucho tiempo y estamos acostumbrados a compartir los pensamientos más íntimos. Puedo, pues, contarte sin enrojecer las tonterías que cruzan mi desocupado cerebro, y no añadiré ni omitiré palabra, pues contigo carezco de amor propio. Seré, por consiguiente, veraz hasta en las cosas pequeñas y vergonzosas. No será ante ti, tenlo por seguro, ante quien me enmascararé.

Bajo este manto de aburrimiento indolente y postrado, como te he contado, a veces bulle un pensamiento más embotado que muerto. No siempre tengo la suave calma que otorga la melancolía. Tengo recaídas y vuelvo a sumirme en antiguas agitaciones, porque nada es tan fatigoso en este mundo como esos torbellinos sin motivo y esos impulsos sin objeto. Esos días, aunque no tengo que hacer más que en cualquier otro, me levanto muy de mañana, antes de la salida del sol. Me impulsa una sensación de prisa, de no disponer del tiempo necesario. Me visto en un santiamén y de cualquier manera, como si se incendiase la casa y lamentando cada minuto perdido. Al verme, cualquiera creería que voy a una cita amorosa o en busca de dinero. En absoluto. Ni siquiera sé adónde voy, pero es preciso que vaya, pues consideraría que mi salvación está en juego si no acudiese. Me parece que me llaman desde fuera, que en ese instante mi destino pasa por la calle y va a decidirse mi vida.

Desciendo con aire desorientado, con la ropa en desorden y los cabellos mal peinados. La gente se vuelve a mirarme y se ríe a mi paso; seguramente piensan que soy un joven juerguista que ha pasado la noche en una taberna o en alguna otra parte. Y, en efecto, estoy ebrio aunque no haya bebido. Hasta tengo el andar inseguro de un borracho. Camino de calle en calle como el perro que ha perdido a su amo. Busco al azar, inquieto y muy alerta, volviéndome al menor ruido, y deslizándome en cada grupo sin cuidarme de los bufidos de las personas con las que tropiezo. Miro por todas partes con una claridad de visión que no poseo en otros momentos. Luego, de pronto, me parece que me engaño, que no es allí donde debo buscar, que necesito ir más lejos, al otro extremo de la ciudad, ¿qué sé yo? Sigo mi carrera como si me llevase el diablo. Toco el suelo apenas con la punta de los pies y no peso ni una onza. Realmente debo de tener un aspecto singular con mi expresión afanada y furiosa, con los brazos gesticulantes y los gritos inarticulados que se me escapan. Cuando pienso fríamente en todo ello me río en mis propias narices con toda mi alma; lo cual no obsta, te ruego que lo creas, para que repita lo mismo en la próxima ocasión.

Si me preguntaran por qué corro así me vería en un aprieto para responder. No tengo prisa en llegar, puesto que no voy a ningún sitio. No temo retrasarme, pues no tengo una cita concertada. Nadie me espera, y no hay motivo alguno para apresurarme de esa manera.

¿Es una ocasión de amar, de una aventura, de una mujer; una idea o una fortuna, algo que le falta a mi vida, lo que busco sin darme cuenta, impulsado por un instinto confuso? ¿Acaso mi existencia quiere completarse?¿Es el deseo de salir de casa, de mí mismo, de mi situación aburrida, y la apetencia de otra? Sé que es algo de esto y puede que sea todo ello a la vez. En cualquier caso es un estado desagradable, una irritación febril a la que su

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