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Conocimiento del infierno

António Lobo Antunes

Fragmento

1

El mar del Algarve está hecho de cartón como en los decorados de teatro y los ingleses no lo notan: extienden meticulosamente las toallas en el serrín de la arena, se protegen con gafas oscuras del sol de papel, pasean encantados por el escenario de Albufeira en el que empleados públicos, disfrazados de hippies de carnaval, les endilgan, acuclillados en el suelo, collares marroquíes fabricados en secreto por la delegación de turismo, y acaban anclando al atardecer en terrazas artificiales, donde se sirven, en vasos que no existen, bebidas inventadas que dejan en la boca el sabor sin gusto de los whiskies que les dan a los figurantes durante los dramas de la televisión. Después del Alentejo, disuelto en el paisaje horizontal como mantequilla en una rebanada quemada, las chimeneas que se dirían construidas con cola y cerillas por asilados habilidosos, y las olas que se diluyen sin ruido en la playa en el ganchillo manso de la espuma, siempre lo hacían sentirse como las figurillas de azúcar en las tartas de bodas, habitante asombrado de un mundo de tocinillos de cielo y de croquetas con palillos pinchados, que imitan casas y calles. Estuvo una vez con Luísa en Armação de Pêra y casi no pudo salir del hotel sorprendido por aquella insólita mistificación de bastidores que todo el mundo parecía tomarse en serio, lubricándose con cremas fingidas bajo un reflector color naranja, manejado desde un hueco entre las nubes por un electricista invisible: confinado en el balcón de la alcoba por un absurdo que lo asustaba, se contentaba con espiar, envuelto en un albornoz que lo asemejaba a un boxeur vencido, en que los cortes de la gillette sustituían a las marcas de los golpes, el grupo de familia abajo, en torno a un montón de sandalias y zapatillas, a la manera de boy-scouts disciplinados al amor de su fuego ritual. Por la noche, un ventilador oxidado expelía en su dirección el aliento dulce y tibio de un traspunte diabético, y había una constelación de luces suspendida con hilos de alambre de barcos de lata, reducidos a la geometría sin espesura del perfil. Tumbado en la cama, abrazado a Luísa, veía agitarse las cortinas en la claridad fosforescente de una aurora de celofán, y se preguntaba a sí mismo, intrigado, si el amor que hacía era algo más que un ejercicio frenético dedicado a un público inexistente, ante quien articulaba sus réplicas de gemidos con una convicción patética de actor. Y ahora, tantos años después, cuando se iba solo de Balaia rumbo a Lisboa, esperaba, casi sin querer, encontrarme contigo en el jardín, en medio de extranjeras rubias, trágicas e inmóviles como Fedras, en cuyos ojos vacíos habita la soledad resignada de las estatuas y de los perros. Me sentaría en un banco, entre las varices sin ternura de una alemana vieja y los muslos entrelazados de una pareja de adolescentes a la deriva en una balsa de hachís, sonriéndole a nadie con la alegría de una dimensión desconocida, hasta verte de repente, al otro lado de la plaza, con un cesto de mimbre al hombro, el pelo partido con raya al medio en un peinado de india squaw, avanzando hacia mí como la niña del anuncio de los colchones Repimpa, que las gafas de Greta Garbo reciclaban.

La impersonalidad uniforme de los hoteles le producía una exaltadora sensación de libertad: ningún objeto suyo señala los muebles como la orina de los perros la corteza de los árboles. Los largos pasillos repletos de puertas numeradas le traían a la mente fantasías de burdel caro, del mismo modo que las pequeñas abacerías de su infancia se habían transformado en supermercados gigantescos semejantes a estaciones espaciales, y se complacía en imaginar, trotando por la alfombra, de habitación en habitación, a hombres sumergidos de bruces jadeando sobre pares de rodillas perfumadas con maderas de

Oriente, antes de lavarse con jaboncillo Ach Brito bajo los chorros contradictorios del polibán. Los empleados de la recepción oficiaban entre libros y llaves con una dignidad de sacerdotes. Unos tipos con pipa dormitaban los filetes del almuerzo con mantas de periódicos extranjeros olvidados en su estrecho regazo. Y se sentía, al entrar en la puerta giratoria, imprevisible como una bola de ruleta, tan capaz del pleno de una noruega como de la jugada perdida de una terraza frente a la playa, rumiando acideces frente al gas del ginger-ale.

Al final del día lamía tu piel como las vacas la concavidad de las rocas, esa tela de araña blanquecina que el sol extiende en el vientre en dibujos concéntricos como el alquitrán en la arena de la bajamar, y se prolonga hasta los pelos del pubis con un sabor inesperado a marisco. El mar de cartulina cambiaba poco a poco de color con la inminencia de la noche, iluminado por un filtro violáceo que otorga al estilo Reina Ana melancolías de tercetos de ribera. Las últimas personas abandonaban la playa tambaleándose con cestas, quitasoles y sillas, en un éxodo cabizbajo de refugiados de guerra, perseguidas por las nubes lilas del crepúsculo, lustrosas como mejillas contentas. Las farolas revelaban arbustos de plástico en los que grillos de cuerda hacían trinar la hojalata monótona de sus alas. Y yo dejaba lentamente de verte, disuelta en la oscuridad que entraba por la ventana de la habitación en ímpetus irresistibles de vaho de ajo, obligándome a buscarte a tientas como quien busca el interruptor de la luz, con la esperanza de que tu sonrisa abriese una rendija clara en las tinieblas de la almohada, y tus gestos trémulos de pulpo se acercasen a los míos en un tímido reptar de ternura.

Salía de la Quinta da Balaia rumbo a Lisboa, del pueblo de almendra y clara de huevo de Balaia, donde personas de plástico pasaban vacaciones de plástico con el aburrimiento de plástico de los ricos, bajo árboles semejantes a guirnaldas de papel de seda que la pupila verde de la piscina reflejaba en el azul de metileno del agua. Había amanecido algunas veces en esas casas de mazapán con el eye-liner del sol subrayando los párpados de las persianas y otorgando a las sábanas deshechas el tono de papel pardusco arrugado de las montañas de los pesebres, y circulaba descalzo por las baldosas del suelo como en el interior de un pastel de luz, a buscar en la cocina uvas tan pesadas como las de los cuadros de los pintores españoles, cuya carne blanca le dejaba en la boca el sabor espeso de la sangre. En el cielo que semejaba un río de manos abiertas, unas nubes redondas se balanceaban suavemente colgadas con hilos de nailon de las grapas transparentes del aire, a la manera de las llaves de las habitaciones en el vestíbulo de un hotel. En el césped barnizado, un tipo en bermudas leía el periódico, de repente sin la dignidad del traje, la pompa de la corbata, la tos acorde con el invierno, con las piernas flacas cruzadas como cubiertos en un plato, mirando los pájaros caligráficos dibujados en los cuadernos de dos líneas de ramas. Había amanecido algunas veces en el silencio de una casa inmóvil, posada como una mariposa muerta entre las sombras sin cuerpo de la noche, y miraba, sentado en la cama, los contornos difusos de los armarios, la ropa al azar en las sillas como telarañas cansadas, el rectángulo del espejo que bebía las flores como los márgenes del infierno el perfil afligido de los difuntos. Salía afuera a observar los insectos en torno a las lámparas en el silencio de vientre secreto del Verano, de vientre tibio y secreto de mujer del verano, sentía el dulce olor putrefacto del levante en la piel, oía el rumor desordenado de las acacias y pensaba Estoy en un sembrado de girasol de Baixa do Cassanje entre las colinas de Dala Samba y de Chiquita, Estoy de pie en la planicie transparente de Baixa do Cassanje vuelto hacia el mar lejano de Luanda, el mar gordo de Luanda del color del aceite de las traineras y de la risa libre de los negros, pensaba Estoy en la quinta del abuelo cerca de los bancos azulejados y de los gallineros en reposo, si cierro los ojos plumas blancas, sueltas, descenderán por el interior de mi cráneo con una levedad de nieve, y se acuclillaba en el porche, incrédulo, bajo las estrellas de vidrio del Algarve, pegadas al decorado del techo de acuerdo con una geometría misteriosa. Y, como siempre ocurría en el transcurso de los insomnios, los locos de la infancia, los tiernos, humildes, indignados, aspaventeros locos de la infancia empezaban a desfilar uno a uno por las tinieblas, en una procesión al mismo tiempo miserable y suntuosa de payasos pobres iluminados al sesgo por el foco oblicuo de la memoria, al son de la música antigua del gramófono del desván, gimiendo un vals reumático sobre caballos de madera, cubiertos del lodo opaco del polvo:

Estaba Monsieur Anatole, el grabador francés del que le hablara su padre, Monsieur Anatole a quien él atribuía, sin saber por qué, la cabellera blanca y el iris plomizo de Marc Chagall, pintando a la acuarela relojes con alas, violinistas ciegos y amantes abrazados, Monsieur Anatole, que escribía la novela Livre plus que social, y le había respondido a un médico, cuando le preguntó si tenía hijos, con un desdén enojoso:

Docteur, je ne fabrique pas des cadavres.

Estaban los locos de Benfica, el señor anciano que se abría de repente la gabardina a la puerta del colegio exhibiendo el trapo de su sexo, el borracho Florentino sentado en la acera, bajo la lluvia, en una postura grandiosa, insultando las piernas rápidas de las personas con la vehemencia compleja del tinto, los dulces locos de Benfica desvaídos como fotografías en el álbum confuso de la infancia, el campanero que tocaba el Papagaio loiro durante la Elevación en la misa del mediodía, con la hopalanda enrollada por el viento como la capa de un caballero al galope, la mujer que guardaba las hostias en casa en una cajita con la esperanza de reconstruir un día el cuerpo íntegro de Dios, los locos de Benfica que por la noche se reunían en jauría como los perros vagabundos, y soltaban en la vastedad callada de las quintas los ladridos horribles de sus protestas.

Pasó frente a la oficina de Balaia, junto a la pista de tenis y a los arriates con flores amarillas cuyos pétalos se abrían despacio a la manera de muslos en el ginecólogo, sumisos e inertes entre los dedos enguantados del sol, y le vino a la cabeza el hombre embriagado en un cochecito de bebé leyendo revistas de Mecánica Cuántica en el bosque de Monsanto, ajeno a la sorpresa y al asombro de las personas, un individuo bien arreglado, con chaquetón y gafas, leyendo revistas de Mecánica Cuántica en el bosque de Monsanto dentro de un cochecito oxidado de bebé, y cómo, al observar su extraña naturalidad y la estupefacción entre la risa y la alarma de los otros, había decidido ser psiquiatra para entender mejor (pensaba) la rara forma de vivir de los adultos, cuya inseguridad presentía a veces tras sus cigarrillos y sus bigotes, inclinados ante la sopa de la cena con una seriedad pontificia. Y se acordó, conduciendo el automóvil a través de las calles de Balaia, con el mar al fondo como iluminado bajo el dorso por una bombilla clara, de la mujer canosa, con un paraguas encajado bajo el brazo y zapatos masculinos ocultos por los pliegues manchados de la falda, surgida de sopetón de una mata, farfullando palabras que no se entendían por su boca sin labios, que empezó a empujar al tipo de las revistas por el suelo de hojas y borrajo con un chirrido horrible de las ruedas, como si llevase a un niño distraído a través de la ciudad hasta que desaparecieron los dos en un pliegue de colina, y quedó solamente, flotando, el gemido de las ruedas, tal como un olor a perfume en una cama vacía. Fue en ese momento (pensó) cuando decidió ser psiquiatra para vivir entre hombres tortuosos como los que nos visitan en sueños y comprender sus frases lunares y los conmovidos o rencorosos acuarios de sus cerebros, por los que circulan, moribundos, los peces del pavor.

Estaban, por tanto, los locos de Benfica, el chico delgaducho cargado de grilleras que conversaba con la indiferencia de los edificios imprecando a las ventanas cerradas, el tipo disfrazado de vigilante de carnaval dirigiendo el tráfico en una esquina, pletórico de enérgica autoridad, las dos hermanas solteras, ganchudas como cacatúas, hijas de un piloto de hidroaviones cuya foto con casco y pelliza amenazaba en vano desde la pared la siesta del gato, y que en las tardes de verano invadían el atrio de la iglesia, de donde salía la compostura lenta de los funerales, imitando con las dentaduras postizas el trepidar de las hélices, trotando alrededor de las carrozas como pájaros atropellados, listos para alzarse por encima de los árboles con el tambaleante alboroto de los ángeles cansados. Nunca más se olvidaría de los ataúdes cubiertos de paños negros y dorados, cuyas lentejuelas centelleaban, como reflejos en un cubo, al sol de agosto, uno de esos cubos de à la minute de playa donde nuestro rostro se dibuja poco a poco en un pedazo de papel, de los familiares que escondían la colilla encendida detrás de la espalda con una ceremonia absurda, como si el cadáver levantase la tapa para reprenderlos a gritos, nunca más se olvidaría de la mudez de las tórtolas durante los funerales, ni sobre todo de las hijas del piloto de hidroaviones que zigzagueaban por encima de las acacias con saltos torpes de perdiz, entrechocando los incisivos de plástico en un remedo insólito de motores.

Nunca más olvidaría, pensó cuando el portón de la Quinta da Balaia surgió en lo alto, abierto a la carretera de Albufeira, y se dirigió despacio a su encuentro, la casa de salud en la periferia de Lisboa que visitaba con sus padres en Navidad, pasillos y más pasillos donde los pasos y las voces adquirían inquietantes amplitudes de caverna, salas enormes, repletas de mujeres inmóviles instaladas en sillas con respaldo, mirándolo con la fijeza de las estatuas de cera plasmadas en actitudes de espera, y de las monjas que se deslizaban sin sonido por los baldosines del suelo, ondeando leves las campanillas superpuestas de las faldas, y los saludaban inclinando el almidón de las tocas con un murmullo de plegaria. La Navidad era para él adolescentes deformes que se babeaban en bancos de madera abriendo y cerrando terribles bocas sin dientes, viejas con babi insinuándose con gestos de cocotte, el sonido ilocalizable de un piano vertical vacilando un vals, arrancando plumas a Chopin como a un pollo vivo. Nunca se olvidaría de la mujer con mechones incoloros y largos dedos tan blancos como los de las infantas en las criptas, precipitada desde el marco de una puerta para declamarles, con los gestos desarticulados de las marionetas, los versos de William Butler Yeats

When you are grey and old and full of sleep con un timbre irreal que otorgaba a cada palabra la vertiginosa profundidad de un pozo. La Navidad no era el beso envuelto en la cinta roja del after-shave de los tíos ni las criadas antiguas en la cocina apiñadas alrededor de las bandejas en una agitación de insectos, no eran las primas de Brasil y su trémula amabilidad de cipreses, ni los curas inclinados ante los dulces con un apetito eucarístico, no era la timidez del guardés estrujando la gorra entre sus manos enormes, no era la lluvia en el patio, nítida contra la enredadera del muro, deshojando la frágil tristeza de las glicinas: la Navidad era la casa de salud cerca de Lisboa y sus mujeres inmovilizadas en contorsiones patéticas bajo una luz polvorienta de capilla, semejantes al perfil postrado de los alcornoques en el Alentejo, entre los cuales flotan, de tiempo en tiempo, ojos pálidos de animales.

Buscó a ciegas la garganta de Paul Simon en la guantera y la introdujo en la ranura del cepillo de limosnas del radiocasete con el propósito de escuchar, camino de Lisboa, la llamada vacilante y tierna, delicada y herida, de una voz tan igual a la que se le enredaba en las tripas que lo asaltaba a veces la extraña sensación de que cada una de las palabras del cantante había sido arrancada, sílaba a sílaba, de lo más secreto de sí mismo, y lo avergonzaba que aquel hombre le mostrase en público, impúdicamente, la intimidad de la angustia que intentaba transformar, en vano, en la lucidez sin amargura que hacía en él, en sus mejores momentos, las veces de la alegría. Un rozar de violines, leve como un plumero, trepó desde sus piernas hasta el pecho como la marea cubre, en el río, el lodo marrón de la muralla en una poderosa inspiración de agua:

I met my old lover
on the street last night
She seemed so glad to see me

I just smiled

And we talked about some old times And we drank ourselves some beers Still crazy after all these years
Still crazy after all these years

I’m not the kind of man

Who tends to socialize
I seem to lean on
Old familiar ways
And I ain’t no fool for love songs
That whisper in my ears
Still crazy after all these years
Still crazy after all these years

Four in the morning

Crapped out
Yawning
Longing my life away
I’ll never worry
Why should I?

It’s all gonna fade

Now I sit by my window

And I watch the cars

I fear I’ll do some damage

One fine day
But I would not be convicted
By a jury of my peers
Still crazy
Still crazy
Still crazy after all these years

Soy parecido a este tipo pequeñito y feo (pensó) y me asombra no encontrar sobre el ombligo, cuando me rasco, una pauta de cuerdas de guitarra, me asombra que mi saliva, mi orina y mi esperma no sepan a la espuma de cerveza tibia de los bares de los negros de Harlem que se escurre por la garganta con un lamento de blues, me asombra este decorado de cartón para vacaciones inventadas, este Algarve excesivamente claro que aleja a los locos y a los espectros con el neón del sol, reduciendo la penumbra a una vaga geometría de líneas oscuras acumuladas en los ángulos de las habitaciones. Como en Lisboa, comprobó palpándose un grano infectado en el cuello, la única ciudad del mundo donde no existe la noche: existen mañanas, tardes, crepúsculos, auroras, las nubes traslúcidas, anaranjadas, violetas, del poniente, que se afilan y estiran como los troncos en el orgasmo con un júbilo elástico y tranquilo, existe el revelador brutal de la madrugada que hace surgir en nuestros rostros en los espejos los contornos de los viejos que seremos, pero la noche no existe: los turistas, perplejos, fotografían estatuas idénticas y generales de chocolate, se pierden, mapa en ristre, en un laberinto de travesías humeantes como intestinos, invaden las pequeñas confiterías suburbanas donde caballeros calvos beben tisanas de limón frente a los problemas de damas del periódico, y acaban regresando, extenuados, a los hoteles, para intentar dormir bajo la claridad ofuscadora de un mediodía perpetuo.

Fue en África, en el país de los luchazes, donde supe que en Lisboa no existía la noche. El país de los luchazes es una altiplanicie roja, mil doscientos metros sobre el nivel del mar, en la que el polvo color ladrillo atraviesa la ropa para adherírsenos a la piel, enredársenos en el pelo, obstruirnos la nariz con su olor a tierra, parecido al olor ácido y seco de los muertos. El país de los luchazes, casi despoblado de árboles, es un país de leprosos y de tinieblas, un país de bultos inquietos, de rumorosos fantasmas, de gigantescas mariposas saliendo de sus capullos de la oscuridad para tambalearse, en busca de las lámparas, con una obstinación desesperada de rabia. Es el país donde los difuntos asisten sentados a los tamboreos, frenéticos por la presencia invisible de los dioses, abriendo de placer las

órbitas cóncavas como tinteros de colegio, repletas de densas lágrimas de alegría. Es un país escaso en mandioca y en caza, empañado de neblina, que los espíritus abandonaron camino de las selvas del Norte, tan impregnadas de vida como el despertar, en mayo, de las manzanas. En ese país de diminutos ríos estrechos como arrugas en la piel, minúsculos como cicatrices o como pliegues de sonrisas, encontré amigos entre los pobres negros de la PIDE, Chinóia Camanga, Machai, Miúdo Malassa, los jefes del ejército laico que la PIDE había disciplinado para combatir a los guerrilleros, y que salían hacia el bosque al amanecer para luchar contra el MPLA y la UNITA, silenciosos y rápidos como animales de sombra. Eran hombres valerosos y altivos engañados por una propaganda perversa, por las garantías crueles, por las pro

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