Diario de un mal año

J.M. Coetzee

Fragmento

Toda explicación de los orígenes del estado parte de la premisa de que «nosotros» (no los lectores, sino algún nosotros genérico, tan amplio que no excluya a nadie) participamos en la creación del estado. Pero lo cierto es que el único «nosotros» que conocemos (nosotros mismos y las personas que nos rodean) nacemos en el estado; y nuestros antepasados, hasta tan lejos en el tiempo como podamos remontarnos, también nacieron en el estado. El estado está siempre ahí, antes que nosotros.

(¿Cuánto tiempo atrás podemos remontarnos? El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito.)

Si, pese a la evidencia de nuestros sentidos, aceptamos la premisa de que nuestros antepasados crearon el estado, entonces debemos aceptar también lo que esto comporta: que, si lo hubiésemos elegido, nosotros o nuestros antepasados podríamos haber creado el estado de alguna otra forma; tal vez, también, que podríamos cambiarlo colectivamente si así lo decidiéramos. Pero lo cierto es que, incluso colectivamente, a quienes están «bajo» el estado, a quienes «pertenecen» al estado, les resultará difícil de veras cambiar la forma del estado. Desde luego carecerán (careceremos) de poder para abolirlo.

La vi por primera vez en la lavandería. Era a media mañana de un tranquilo día de primavera y yo estaba sentado, mirando cómo la colada daba vueltas, cuando entró aquella asombrosa joven. Asombrosa porque lo último que esperaba era semejante aparición; también porque el vestido rojo tomate que llevaba era asombroso en su brevedad.

No está en nuestro poder cambiar la forma del estado y es imposible abolirlo porque, frente al estado, somos, precisamente, impotentes. En el mito de la fundación del estado expuesto por Thomas Hobbes, nuestra caída en la impotencia era voluntaria: a fin de escapar a la violencia de la interminable guerra intestina (una represalia tras otra, una venganza tras otra, la vendetta), individualmente y por separado cedíamos al estado el derecho a emplear la fuerza física (el derecho es poder, el poder es derecho), introduciendo así el dominio (la protección) de la ley. Quienes eligen permanecer al margen del pacto quedan fuera de la ley.

La ley protege al ciudadano que la respeta. Incluso protege hasta cierto grado al ciudadano que, sin negar la fuerza de la ley, emplea de todos modos la fuerza contra su conciudadano: el castigo prescrito para el ofensor debe ser acorde con su ofensa. Incluso el soldado enemigo, en la medida en que es el representante de un estado rival, no deberá ser ejecutado si se le captura. Pero no hay ninguna ley que proteja al fuera de la ley, el hombre que se alza en armas contra su propio estado, es decir, el estado que lo reclama como propio.

El espectáculo que yo daba también debió de sobresaltarla: un viejo encogido en un rincón que a primera vista podría ser un vagabundo de la calle. Hola, me dijo fríamente, y entonces fue a lo suyo, que consistía en vaciar dos bolsas de lona blanca en una lavadora de carga superior, unas bolsas en las que parecían predominar las prendas interiores masculinas.

Hobbes dice que fuera del estado (la cosa pública, el statum civitatis), el individuo puede experimentar los goces de la perfecta libertad, pero que la libertad no le hace ningún bien. Con el estado, en cambio, «cada ciudadano conserva tanta libertad como necesita para vivir bien en paz, [mientras] se priva a otros de la libertad suficiente para eliminar el temor que inspiran … En resumen: fuera de la cosa pública están el imperio de las pasiones, la guerra, el temor, la pobreza, la maldad, la soledad, la barbarie, la ignorancia, el salvajismo; dentro de la cosa pública están el imperio de la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, el esplendor, la sociedad, el buen gusto, las ciencias y la buena voluntad».1

Lo que el mito hobbesiano de los orígenes no menciona es que la entrega del poder al estado es irreversible. No tenemos la opción de cambiar de idea, de decidir que el monopolio del ejercicio de la fuerza, codificado por la ley, que detenta el estado, no es al fin y al cabo lo que queremos, que preferiríamos volver a un estado natural.

Bonito día, le dije. Sí, replicó, de espaldas a mí. ¿Es usted nueva?, le pregunté, refiriéndome a si era nueva en las torres Sydenham, aunque también eran posibles otros significados, ¿Eres nueva en este planeta?, por ejemplo. No, dijo ella. Cómo chirría el intento de mantener una conversación. Vivo en la planta baja, le dije. Esta clase de tácticas me están permitidas, se achacarán a la locuacidad. Qué hombre tan charlatán, le dirá ella al propietario de la camisa rosa con el cuello blanco, me ha costado librarme de él, una no quiere ser descortés. Vivo en la planta baja desde 1995 y aún no conozco a todos mis vecinos, le dije. Sí, replicó ella, y nada más, una sola palabra que significaba Sí, oigo lo que dice y estoy de acuerdo, es trágico no saber quiénes son tus vecinos, pero es lo que ocurre en la gran ciudad y ahora he de ocuparme de otras cosas, así que ¿podríamos dejar que este intercambio de cortesías de rigor fallezca de muerte natural?

Nacemos súbditos. Desde el momento en que nacemos somos súbditos. Un distintivo de esa condición es el certificado de nacimiento. El estado perfeccionado detenta y protege el monopolio de certificar el nacimiento. O bien te dan el certificado del estado (y lo llevas contigo), con lo que adquieres una identidad que durante el curso de tu vida le permite al estado identificarte y seguir tu rastro (dar contigo), o bien vives sin identidad y te condenas a vivir fuera del estado como un animal (los animales no tienen documentos de identidad).

No solo no puedes ingresar en el estado sin certificación: para el estado no estás muerto hasta que se certifica tu muerte; y solo puede certificar tu muerte un funcionario que, a su vez, detenta una certificación del estado. El estado procede a la certificación de la muerte con extraordinaria meticulosidad, como lo prueba el envío de un gran número de científicos forenses y burócratas para inspeccionar y fotografiar y manosear y empujar la montaña de cadáveres humanos que dejó tras de sí el gran tsunami de diciembre de 2004, a fin de establecer sus identidades individuales. No se repara en gastos para asegurar que el censo de súbditos esté completo y sea exacto.

Que el ciudadano viva o muera no es algo que preocupe al estado. Lo que le importa al estado y sus registros es saber si el ciudadano está vivo o muerto.

*

Tiene el cabello negro, muy negro, una hermosa osamenta. Cierto brillo dorado en la piel, «suavemente radiante» podría ser el término preciso. En cuanto al vestido rojo brillante, tal vez no sea la prenda que habría elegido si hubiera esperado la compañía de un desconocido en la lavandería a las once de la mañana de un día laborable. Vestido rojo y chanclas. Esa clase de chanclas que son una continuación de los pies.

Los siete samuráis es una película con un dominio completo de su medio, pero lo bastante ingenua para tratar de una manera sencilla y directa las cosas básicas. Trata en concreto del nacimiento del estado, y lo hace con una claridad y una globalidad dignas de Shakespeare. De hecho, lo que Los siete samuráis ofrece es nada menos que la teoría kurosawana del origen del estado.

La película relata lo que sucede en una aldea durante una época de desorden político, una época en la que el estado ha dejado realmente de existir, y las relaciones de los aldeanos con un grupo de bandidos armados. Tras años de abatirse sobre la aldea como una tormenta, violar a las mujeres, matar a los h

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos