Perro que no ladra

Blanca Cabañas

Fragmento

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Prólogo

La mañana del 14 de junio de 1995 amaneció soleada. El calor de pleno estío se colaba por las ventanas abiertas de las casas haciendo sudar a sus inquilinos. La hierba tenía un color verdoso intenso, fruto de las buenas lluvias de esa primavera. Los últimos minutos había dormido a intervalos transitando entre dos mundos: el consciente y el inconsciente. Alargó el sopor hasta que los aullidos histéricos de Coque se colaron en su sueño. Era su perro. Un cairn terrier de tres meses que su madre le había regalado. El susto hizo que se levantara de la cama como activado por un resorte. Guiado por el llanto del animal, llegó hasta la puerta del sótano. Con una mano temblona de niño de ocho años abrió la puerta. De pronto, nada. Coque había dejado de quejarse. Advirtió la voz de su padre allí abajo. Se quedó paralizado unos segundos. Logró mover las piernas, que le vibraban como si estuvieran conectadas a un cable de alta tensión. Bajó muy lento. Con la cabeza asomada entre los barrotes de los últimos escalones, los ojos se le abrieron de golpe. Intentó contener un llanto estertóreo y violento que le sacudió el pecho casi de inmediato. Estaba a punto de presenciar un acto execrable.

Vio a su perro tumbado sobre la mesa de los puzles. Yacía lacio, sin oponer resistencia. A su lado, un pequeño bote de cristal. Encontró su correspondiente caja tirada a unos metros. Era xilacina-ketamina, un sedante analgésico y relajante muscular. Su padre estaba de espaldas, iluminado por un flexo de luz blanca. Cogió algo que no llegó a ver. Movido por la ansiedad, bajó un escalón más y vio la escena desde un ángulo más abierto. El hombre sostenía un artilugio que nunca antes había visto. Lo metió en la boca del perro a modo de palanca, haciendo que esta quedara abierta sin necesidad de sujetarla. A continuación, se hizo con una tijera larga y puntiaguda que introdujo en la boca de Coque. La expresión del perro era la de un muerto. El crío notó vibrar el suelo bajo sus pies. Lo invadió una sensación de vértigo sin precedentes. Casi sin respiración, apretó los ojos con fuerza y pensó para sus adentros: «Que acabe esta pesadilla».

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La llamada

Llovía a cántaros. Llevaba así desde primera hora de la mañana y no parecía que fuera a escampar. Las azoteas de los edificios vecinos apenas se intuían a través del ventanuco empañado de la cocina. Dio una última calada apurando al máximo el filtro del cigarro y, con el aire contenido en los pulmones, apagó la colilla en un platito de café que a veces ejercía como tal y otras tantas de cenicero. Echó un vistazo al pésimo estado que presentaba la cocina. Se había repetido durante toda la semana que debía limpiarla, pero la pila de platos no bajaba desde el martes pasado. Una mosca curiosa y hambrienta devoraba los restos de los macarrones del mediodía. La estampa era devastadora. Espiró todo el humo del cigarro, derrotada solo de pensarlo. Aquel piso era temporal. Lo había repetido tanto en su cabeza que casi alcanzaba a creerlo. Un medio para un fin. Un alquiler pagable hasta que pudiera permitirse algo mejor. Solo que la espera a eso mejor se estaba prolongando demasiado.

Para colmo, esa misma mañana la encargada de la cafetería en la que llevaba trabajando tres meses la había despedido alegando la típica excusa de que la empresa no estaba pasando por un buen momento. El débil pretexto para prescindir de ella retumbó en su cabeza con la voz aflautada de su jefa. Pese a ello, lejos de encontrarse preocupada por perder el trabajo, se sentía liberada de obligaciones, de cargas, de cosas que no le gustaban. Tenía para tirar unos meses. Ya encontraría algo. Había oído que los contratos de tiendas se pagaban mejor que la hostelería. Igual era tiempo de cambiar de gremio. Nadie quiere ser eternamente la chica que pone los cafés.

Chaqui, su perro, la miraba apocado desde la puerta que llevaba al salón del pequeño piso de dos dormitorios. Emitió un suave ladrido y acaparó la atención de su dueña, que despertó de su abstracción de inmediato. Lara atendió su reclamo sacando de un cajón uno de esos huesos para limpieza dental canina que tanto le gustaban. El movimiento histérico de su cola deshilachada así se lo hizo saber. Acarició su pelaje áspero, del que sobresalían pelos más largos que le daban un aspecto desaliñado y despeinado. No era el perro más bonito del mundo, de eso estaba segura, pero en sus ojos marrones y saltones cabía toda la bondad del universo. Cuando tan solo llevaba unos años viviendo en Sevilla, un nuevo inquilino comenzó a pernoctar en el portal del bloque. Se trataba de un chucho sin raza al que los vecinos alimentaban con los restos de sus comidas. Lara se sumó a la labor aportando los bordes de las pizzas. Luego pasó a llevarle pienso y, finalmente, compró una cama blandita que se amoldara a su enclenque cuerpecito de perro callejero y la colocó en su dormitorio. No creía en el destino ni en esas chorradas, pero lo suyo con Chaqui era platónico y perfecto. Una extraña conexión canino-humana y, la mayoría de los días, el único ser capaz de arrebatarle una sonrisa al finalizar la jornada.

El piso estaba silencioso, señal de que Carolina, su alegre y chispeante prima y compañera de piso, había salido. Eso le concedía unas horas de silencio. Se sentó en el sofá del diminuto salón y encendió su ordenador. Revisó su correo electrónico. La empresa se había puesto en contacto con ella y le había enviado la carta de despido. Fabuloso. Echó un vistazo rápido y cerró el documento. Abrió un Word en blanco. Perdió la vista un momento en el cursor parpadeante y comenzó a escribir:

El yo.

El cerebro de cada ser humano es distinto en morfología, tanto interna como externamente, lo que nos confirma el poder del medioambiente en la formación del yo de cada individuo. La paradoja reside en que nunca se hallará una estabilidad. No existe esa inalterabilidad cerebral. Los días, los años, los cambios que acontecen en todo nuestro arco vital nos cambian. «Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos» (Heráclito, siglo VI a. C.). Así que el ser humano es como el río de Heráclito: nunca es el mismo. Las emociones, la personalidad, la conciencia y los sentimientos que nos forjan desde la infancia hasta la vejez no son los mismos que hace treinta años. Ya no soy esa persona.

En mí se labra una actualización constante y consciente cada minuto y cada día. Esta se activa cada vez que me miro en el espejo y descubro una nueva arruga. Y eso ocurre también en las personas que me ven día tras día. Pero ¿qué sucede con

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