El último hombre blanco

Nuria Labari

Fragmento

ultimohombre-5

Hay un varón dentro de mí. Está aquí dentro desde que recuerdo, ese rugido de varón. Puedo oírlo ahora, al hombre que golpea en mi interior. Es como un segundero, como el maldito latido de mi corazón, es la música que pone ritmo a los días, es un tres por cuatro sencillo, el movimiento más elemental, es muy básico, casi no se nota, algunas veces creo que ni siquiera existe, como la mancha azul en una compresa en la televisión, una auténtica quimera. Pero aquí está.

¿Alguien más puede oírlo? ¿Alguien más lo lleva dentro? Es ese tambor con que nos llaman a ir a la guerra a querer más a ser mejores a conquistar a ganar a discutir a tener razón a corrernos primero a poseer a progresar a conducir más rápido a no llorar a ser más fuertes a llevar dinero a casa a no saber qué decir a tener la última palabra a ser eficaces a no dar rodeos a buscar siempre el camino más rápido a no encontrar las palabras a no escuchar a ser fiable como un electrodoméstico a romper las cosas a tener la polla más dura a querer meterla por detrás a no pedir permiso a creer que las cosas necesitan un orden a aceptar los privilegios a tener siempre la razón a confesarnos a obedecer a Dios a inventar las reglas a cumplir las reglas a infundir confianza a mandar a hacer lo que nos mandan… En definitiva, a entender que las cosas son complejas y elegir buscar respuestas simples.

Todo el mundo puede oírlo porque todo el mundo lleva un hombre en su interior, cada vez más grande y cada vez más solo. ¿Hay alguien más ahí dentro? No. Solo un hombre blanco en el vacío. ¿Y la mujer? ¿Dónde está? ¿No está, como siempre, esperándolo en casa? ¿He dicho ya que este hombre está solo? ¿He dicho que este hombre soy yo? ¿Adónde regresaré? ¿Y Penélope? ¿No es verdad que hay una mujer tejiendo mientras espera que yo vuelva a casa? ¿Acaso nadie espera mi regreso? Qué va. Las casas están vacías y la igualdad avanza cada día para convertirnos a todos en hombres blancos con un contrato indefinido. Hombres blancos por nacimiento o por vocación.

—Vamos a jugar —dice la profesora, el telediario, la directora de recursos humanos, el director de la fundación que reparte las becas, mi jefe, mi madre, mi hijo, João.

—Quiero cartas —respondo.

—¿Seguro? —preguntan.

Una última oportunidad. Una advertencia. Las cartas están marcadas, esta partida no acaba bien aunque la ganes, la banca siempre gana, la tradición siempre gana, la testosterona gana todas las manos. ¿Tienes suficiente de todo esto? ¿Seguro que no quieres volver a tu casa? Una retirada a tiempo es siempre la mejor decisión.

—He dicho que quiero cartas —me reafirmo.

Soy joven, creo que puedo conseguirlo todo. Estoy segura de que voy a cambiar las cosas.

—En ese caso, llama al hombre que llevas dentro para que las recoja —sentencia la profesora, el telediario, la directora de recursos humanos, el director de la fundación que reparte las becas, mi jefe, mi madre, mi hijo, João.

La mayoría de las veces llevo el sonido tan metido dentro de los huesos que resulta inaudible. Es como olvidar que he encendido el extractor de la cocina y apagarlo dos horas después, dos siglos después, dos mil años después. Es esa sensación de placer indescriptible cuando por fin aprieto el interruptor. Justo lo que siento cuando consigo matar a mi hombre blanco, las pocas veces que lo consigo. Esos instantes en que le digo adiós. Porque yo sé que debo decirle adiós. Sé que debo aniquilar todo eso que palpita dentro de mí y que está mal. El problema es que no soy solo uno de ellos, soy la peor de todos ellos. ¿Cómo demonios podría haber llegado hasta aquí si no?

En los despachos donde se toman las decisiones, nadie es­cucha a las mujeres que gritan en la calle. Por eso no habrá turno de preguntas para ellas en ningún consejo de administración: por muy paritaria que llegue a ser la representación femenina, por mucho que mejoren las estadísticas, al final no basta con eso. No es tan sencillo, porque aquí arriba, al otro lado del techo de cristal, en la cumbre donde vivimos los que conseguimos pasar al otro lado, resulta que solo hay tíos. Es verdad que vamos llegando algunas mujeres, pero, si tienes una vulva entre las piernas, entonces habrás trabajado más que el resto para llegar aquí, habrás tenido que ser más fuerte que la mayoría, más agresiva y más hombre que cualquiera de los que nacieron con el privilegio.

La última ola del feminismo ya pasó, fue un tsunami precioso. Y mira ahora: en el año 2021, el 35 por ciento de las consejeras en España son tías, un cambio imparable y en ascenso. Pero, de hecho, es solo un recambio. La realidad no cambiará por más veces que contemos a las mujeres que consiguieron llegar a la cima. No mientras sigamos escalando su montaña. Después de todo, la idea de contar a las tías por un lado y a los tíos por otro nace de una mente cuantificadora y progresista que necesita resultados. Lo primero es siempre que salgan los números, pero a veces resulta que las cosas no cambian por mucho que contabilices. Así que cuando la cuota femenina está a punto de cumplirse en algunas de las empresas más importantes del mundo, resulta que el poder sigue siendo masculino. Una cosa es cambiar a los jugadores y otra las reglas del juego, y las reglas, también las de hoy, las inventaron ellos. Y esa es la razón por la que el futuro no puede empezar.

Muy pronto los fondos de inversión empezarán a pedir sangre fresca. La paridad de género ya es un asunto anticuado, la brecha de género es un asunto anticuado. Hace tiempo que la igualdad salió a cazar nuevas presas. Tienen que llegar las negras, los indios, los transexuales, las cojas, los neurodiversos, los inmigrantes de tercera generación, los sordos… Nada ni nadie podrá quedarse fuera. Hay que convertir a todo el mundo en un maldito hombre blanco, todos latiendo con el mismo corazón como guerreros de la tribu capitalista. Todos dispuestos a conducir los coches más rápidos, a consumir las mismas ideas, a hablar el mismo idioma y a romperse las piernas en los mismos gimnasios, todos preparados para saltar sobre el fuego y gritar: «¡Por fin soy uno de ellos! ¡He triunfado! ¡Soy un caso de éxito!». ¿Y quién inventó el éxito? Ellos. ¿Y quién lo reparte? Ah, sí, también ellos. En ese caso, ya puedes vestirte con tu colorido traje de indígena y firmar los correos de empresa con género neutro. Bienvenido a la vieja modernidad.

Plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas. En pie. Necesito ponerme de pie para aplaudir. ¡Bravo! Plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas, plas. Tengo que ponerme en pie. No basta con que me ardan las manos. Necesito levantarme. ¡Hurra! ¡Bravo! Estoy aplaudiendo a la igualdad y a la vida. Estoy aplaudiendo a todos mis años de estudio, de horarios, de trabajar veinticuatro/siete, aplaudo por condensar la libertad de décadas en varias docenas de días «libres» y por todas las cosas que acepté sin protestar ni pensar con tal de convertirme en uno de ellos. Estoy aplaudiendo por el trabajo, claro está, esa bendición para las mujeres, la promesa de la verdadera igualdad.

Creí que solo era trabajo, pero al trabajo se va con el cuerpo.

Creí que solo era dinero, pero el dinero sirve para someter a las personas.

Creí que solo era un amor, un matrimonio, una hipoteca, un coche, una familia, pero todas esas cosas escondían una trampa por cada posibilidad que prometían.

Creí que había que cambiar las cosas, me esforcé, hice lo correcto y lo conseguí.

Gané, pero también me equivoqué.

ultimohombre-6

El día de mi primera comunión yo quería que me tocara una monja para la ceremonia; me hacía ilusión que fuera una mujer porque no me gustaba la voz del cura al cantar «Cordero de Dios»: su voz teñía las vidrieras del color del sacrificio, y yo prefería la caricia de una nana, esa clase de luz atravesando las ventanas. Pero me explicaron que el cuerpo de Cristo no podía consagrarse en las manos de una monja, ya que la gracia divina solo consagra a las mujeres en sentido gestacional, como a la Virgen María. Las mujeres llevamos dentro un milagro, un auténtico soplo de vida. El cura, en cambio, se tiene que conformar con transustanciar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo: eso es un soplo de poder. Después solo hay que recoger su fruto en la boca, sentir su tacto sutil sobre la lengua húmeda y tragar.

Y ahí está ahora mismo. Justo delante de mí: un hombre calvo y bajito vestido con una casulla púrpura y dorada, pesada y suntuosa como la túnica de un rey. En el colegio nos contaron aquella historia de Andersen sobre un rey que va desnudo, pero en la vida real los reyes y los hombres siempre van vestidos. Desnuda me siento yo dentro de mi vestido blanco de primera comunión mientras observo cómo el poder levanta la hostia hacia la cúpula estrellada de la iglesia, ese firmamento hecho a golpes de martillo, un martillo capaz de separar el cielo de la tierra. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, dice el cura, dice el gesto, dice el cáliz sagrado. Los hombres somos dioses, corean la ciencia y la universidad, cantan Darwin y Newton, cada uno desde una estrella. Y es precisamente en ese instante sagrado cuando comprendo que he nacido en el bando equivocado. La idea roza mis labios como el sorbo de sangre de Cristo que alcanzaré a beber después, pero no se hace carne, aún no. En realidad, me olvidaré de ella igual que me olvidaré de volver a misa el resto de mi vida.

Y viviré muchos más años desnuda, siempre con el cuerpo demasiado expuesto y rodeada de hombres lejanos y buenos amigos que se visten y revisten para la vida. Y mucho después tendré conciencia de esa fragilidad, incluso ahora. Como cuando muestro los dedos de mis pies desnudos bajo la fina tira de piel de una sandalia en una reunión de dirección. O cada vez que una blusa de tirantes deja mis axilas y su sudor al aire en medio de un despacho. O aquellas primeras veces, cuando mis muslos quedaban al descubierto más de lo que yo quería por esa forma que tienen las faldas elegantes de hacerse pequeñas cada vez que te sientas. Mientras tanto, ellos siempre protegidos por el uniforme que los reviste. Ellos con sus túnicas, sus monos azules, sus calcetines de ejecutivo, sus zapatos de cordones, sus camisas abotonadas hasta la nuez incluso en verano. Ellos y sus condecoraciones pegadas al pecho, una insignia o incluso las iniciales de su propio nombre cosidas en el mismo tono que las finísimas rayas de sus camisas. Es que los hombres se visten para ser alguien. Yo, en cambio, pasaré días enteros de mi adolescencia preparándome para salir, arreglándome en mi habitación como si estuviera rota, vistiéndome para parecer otra en vez de para recordar quién soy. Por suerte, no es algo que me pase solo a mí, y años después quedaré con mis amigas para arreglarnos unas a otras. Es común entre las mujeres quedar para vestirnos, pintarnos las uñas, peinarnos, maquillarnos, concedernos una legítima reparación que en realidad nunca es física. Podemos llegar a perdonarnos nuestros errores corporales, pero la sensación de desnudez nunca se va. Puede ser el hilo morado de una variz a la altura del gemelo, un poro demasiado abierto en la mejilla, un pelo enquistado en la pantorrilla, la pelusa en la axila como vergüenza o el mismo vello como reivindicación, lo importante es no dejar de sentirte expuesta. Si naces mujer, lo que los otros leen de ti siempre está escrito en tu cuerpo y no en la ropa que lo cubre. Por eso, a mis nueve años no me creo el cuento de Andersen. Es imposible que el protagonista vaya desnudo, salvo que sea una mujer, aunque la historia no lo diga. Porque si algo tienen en común todos los reyes del mundo es que van bien vestidos, y si alguna vez se quitan la ropa es para convertir el cuerpo en uniforme; nadie puede ver más de lo que ellos quieren, nunca.

En mi caso, por ejemplo, el hecho de ser un hombre no es algo que haya podido elegir. A las niñas de mi generación nos educaron para ser iguales a los chicos en todo, en eso consistía la igualdad, en ser como los hombres, en hacer todo lo que ellos hacían y como ellos lo hacían. La igualdad, después de todo, era otra forma de obedecer.

Así que la masculinidad llegó a mi vida como cualquier otro prejuicio, sin pedir permiso para invadirme. Y supongo que tiene sentido. Las mujeres son las que se pasan la vida dando explicaciones acerca de todo, pero ser tío es otra cosa: yo no tuve que pensarlo siquiera. Porque nosotros somos así, específicos y sintéticos. No nos hacemos demasiadas preguntas sobre nada, menos aún sobre nosotros mismos. Y cuanto más dinero ganamos, más sintéticos nos volvemos.

Ahora gano cerca de trescientos mil al año y vivo en un mundo donde la síntesis es considerada la cumbre de la inteligencia. Por eso nunca doy demasiadas explicaciones a nadie y tampoco me las suelo pedir a mí mismo.

Lo que intento decir es que me convertí en un hombre de repente, sin haber pensado demasiado sobre ello, a pesar de que me costó un enorme esfuerzo. Porque un hombre de verdad no está realizado hasta que tiene suficiente éxito o poder. Y ese camino, si bien no tiene por qué ser elegido, sí debe ser re­corrido, palmo a palmo. Es el viacrucis contemporáneo, o lo que comúnmente llamamos «carrera profesional».

Y una vez allí, una vez pisé los suelos limpios y resbaladizos por donde se deslizan el poder y el dinero, solo tuve que levantar la cabeza y mirar alrededor. Porque allí solo existen los hombres blancos: sujetos tan internacionales y predecibles como una American Express. Se puede tocar el poder siendo uno de ellos o convirtiéndote en uno de ellos, esa es la única diferencia entre herencia y mérito, entre hombre y mujer.

ultimohombre-7

Las reglas de los hombres ni se cambian ni se piensan, porque si algo tiene el varón es que es dócil y obediente ante la ley. Después de todo, los hombres llevan encima siglos de honor y sumisión, y no están dispuestos a cambiar porque ni siquiera se atreven a pensar sobre ello. A diferencia de las mujeres, a ellos les falta valor para pensar en sí mismos como víctimas, la mayoría ni siquiera es capaz de pensarse como tal. Pero todos son víctimas de su masculinidad, pues todos llevan dentro una mujer muerta. Han aniquilado su parte femenina sin oponer resistencia ni decir adiós.

Así que le dices a un tío que vaya a una guerra a que lo maten y se pone el primero en la fila, siempre que haya honor en la batalla, siempre que le parezca lo correcto o vaya a proteger una ley, que para muchos viene a ser lo mismo. Al menos, así ha sido durante siglos, desde la batalla de las Termópilas hasta dos guerras mundiales que aún exudan pólvora caliente. Hasta hoy, hasta mañana mismo.

En la cabeza histórica de la masculinidad, las reglas no sirven para cumplirlas, sino para distinguir lo correcto de lo que no lo es. Por eso, la mayoría hemos tenido un padre convencido de que sus viejas normas eran una forma de verdad y una madre dispuesta a escuchar una nueva versión de los hechos.

Pero ahora las cosas están cambiando, y las mujeres estamos entrando hasta el fondo de su guarida. Y ellos, generosos, nos han explicado lo que hay que hacer a unas pocas, a las que conseguimos llegar hasta el fondo de la caverna: se trata de remover las malas ideas de siempre con la mejor cuchara que podamos ofrecer, una de acero inoxidable de la marca alemana WMF, por ejemplo. Las mujeres podemos corregir el punto de sal de un guiso milenario. Pero no cambiar los ingredientes, ni la hora en que se come —es propio del varón estar obsesionado por decidir a qué hora se come en su casa—, y tampoco el número de comensales o qué animales muertos nos llevaremos a la boca. Podemos quedarnos un ratito, aunque no seamos bienvenidas, pero debe quedar claro que el juego es suyo.

Por eso, para que nadie rompa su juguete, es importante que las reglas estén muy lejos, en un espacio sagrado donde nadie pueda tocarlas y mucho menos pensarlas. Ese altar se guarda dentro de una sola palabra, que es el vértice de nuestra cultura y recibe el nombre de Trabajo. Dices Trabajo y todo el mundo se arrodilla: el Gobierno, la oposición, los periódicos y tu familia. Escribes por WhatsApp «Me han dado el Trabajo» y tus amigos saltan de alegría. Cuentas que has perdido el Trabajo y es casi como si hubieras perdido la vida. Porque en el Trabajo es donde reside lo indiscutible, la religión del talento y la prosperidad. El Trabajo es lo intocable, es siempre bueno para un país y es la ideología de nuestro siglo. El Trabajo es un milagro civil, hasta el punto de que es capaz de convertir a los buenos trabajadores —sean cuales sean sus actos o ideas— en buenas personas.

Por eso, el espacio público ya no es una plaza, sino un mercado, un centro comercial o un e-commerce, lo que cada uno prefiera. Y la democracia ya no es ese sistema que nos pregunta cómo deberían ser las cosas, sino que nos explica por qué son como son. Y el Trabajo es como las cosas son. Con montañas de dinero o con billetes arrugados en los bolsillos del vaquero, y con relaciones articuladas siempre en torno a determinados intereses. No hay escapatoria. Las reglas se conservan allí donde no se discuten; ¿dónde si no? Ni en el Congreso ni en las manifestaciones ni en los libros ni en la calle ni en la cama. Las reglas se escriben trabajando, porque es a lo que la humanidad dedica su maldita vida: a ganar el pan con el sudor de su frente. O con el sudor de otras frentes. Este es el juego y estas son sus reglas.

¿Y ahora qué decís, queridas niñas?, ¿os atrevéis a jugar?, pregunta el mercado. Venid, mujeres, al Trabajo, que aquí os vamos a desbravar, aquí es donde hasta la más tozuda dará su brazo a torcer, el Trabajo es donde vais a pagar el precio de los privilegios del varón y donde os convertiremos en uno más de la pandilla patriarcal. ¿Queréis igualdad? Pues ya os podéis ir despidiendo de vuestros nombres: es hora de desaparecer.

Para mí, el Trabajo ha sido una experiencia queer radical. Arrancó en el colegio y consistió en convertirme en uno de ellos a golpe de ideología, obediencia y cincel. El proceso fue tan sofisticado y profundo que no precisó tratamiento hormonal ni cirugía. No hizo falta someterme a ninguna reasignación ni superar exámenes clínicos sobre disforia de género, porque la idea misma de Trabajo se limitó a pulir mi identidad, a hacerme desaparecer poco a poco, empezando por obligarme a convertir mi biografía en el currículum de una desconocida con mi nombre y DNI. Una vida resumida en diez o doce fechas y el mismo número de líneas. ¿Quién es esta persona?, pensé al terminar el primer borrador. Después, cada vez que lo enviaba, sentía que decía una mentira.

La buena noticia es que no hace falta anestesia para iniciar la transición, la mala es que la recuperación es larga y dolorosa. De hecho, el proceso no se completa hasta que te jubilas, edad que se aproxima cada vez más al día mismo de la muerte. Y, a diferencia de una transición sexual convencional, no hay marcha atrás. La vida laboral, igual que el tiempo, no es reversible. Yo, por ejemplo, no estoy segura de poder ser algo distinto de lo que ya soy. A veces, para consolarme, me miento pensando que una cosa es lo que hago y otra muy distinta quién soy, pero lo cierto es que esta idea no resiste ningún juicio.

Adolf Eichmann, el líder nazi juzgado en 1961 en Jerusalén y condenado a la pena capital por diseñar la Solución Final en distintos campos de exterminio, también creía que era un buen hombre, a pesar de lo bien que hacía su trabajo. Él era un triste burócrata, un hombre normal y corriente convertido en un asesino brutal por motivos laborales. La filósofa judía Hannah Arendt asistió al juicio y definió a Eichmann como una persona «terrible y temiblemente normal». Es posible que Eichmann no fuera de entrada un maníaco antisemita sino un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso empleado. La clase de persona que cumple las normas todos los días, que siempre llega puntual, que termina lo que empieza, que hace lo que le dicen, que trata de ascender en su empresa. Él nos demuestra que, tanto si nos gusta como si no, antes o después nos convertimos en aquello que hacemos. Y que hacerlo bien no nos convierte en buenas personas, sino en monstruos perfectos.

ultimohombre-8

«Voy a matar a una mujer», oigo susurrar a un hombre a lo lejos. Creo que lo dice desde alguna red social.

«Yo es que no puedo más. Como sigas así, te juro que te mato», tiembla la voz angustiada de otro. Me parece que es mi vecino en la universidad, el del bajo. Viven juntos en un apartamento muy pequeño y ella no para de hablar a gritos por teléfono.

«He matado a sus hijos. Me volvió loco. Y ya al final, solo quería hacerle daño. Pobres niños». Esto lo he visto por la televisión. Lo que no recuerdo es si era una serie o un informativo.

«Pero si matamos a las mujeres, ¿con quién vamos a follar?», susurra una voz joven y ebria en algún parque rodeado de vasos y botellas. Luego, entre las risas, me parece oír también la mía.

«Yo jamás humillaría a una mujer. Por respeto y por educación. Y aquí está Marisa, que después de veinticinco años te lo puede confirmar», dice un amigo de mis padres tras una larga sobremesa. Marisa, su mujer, asiente, silenciosa. A veces, cuando él habla, me parece que ella mueve los labios. Como si quisiera repetir todo lo que dice.

«A mí, después de oír según qué cosas, me da vergüenza decir que soy un hombre. Mi pareja es mi compañera y mi cómplice por encima de todo. Respeto su decisión de quedarse en casa para cuidar de nuestros hijos. Y la admiro por ello. Es una madre excelente». Ahora habla uno de mis mejores amigos, en una terraza de Madrid, mientras mira a la que ha llamado «madre de sus hijos». Ella asegura que está viviendo la vida que le apetece y que siente, además, que no podría desear ninguna otra cosa. Es una privilegiada, asegura.

«Necesitamos hombres buenos, basta ya de abusar de las mujeres —sentencia la voz más arrugada de todas—. Yo voy a ser su jefe, su amigo y su aliado. Yo daré poder a todas las mujeres que pasen por mi despacho y les permitiré convertirse en uno de nosotros. Porque, si lo piensas bien, si de verdad se esfuerzan, si se dejan la piel (y estoy hablando en sentido literal, que es el único sentido que conozco), podrían llegar a ser hasta uno de los nuestros. Incluso más obedientes».

«Estoy agotado». El que habla ahora soy yo. Nótese la voz viril que se me ha puesto. Cero hormonas, puro poder. Dura pero tierna, esa forma de arbitrariedad consentida que he admirado tantas veces y que por fin es mía. Y quiero gritar que no soy el único que está harto de ellas, aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta. Pero es que tenemos miedo. Nos hemos quedado con el monopolio de la violencia pero les hemos concedido el de tener siempre la razón. ¿Quién aceptaría un trato así? ¿Quién podría relacionarse así?

Creo que en algún momento pensé que sería más rápido cambiar a las mujeres que cambiar las cosas. Y eso fue lo que hice conmigo, un poco sin querer pero otro poco a propósito. No fue muy difícil, porque, en el fondo, todos llevamos dentro un hombre blanco. Por eso la palabra «igualdad» solo habla de poder y privilegio. Nadie quiere ser como las mujeres en nada.

—¿Que si entiendo a las mujeres? —murmuran aquí y allá los bienintencionados.

—¡Por supuesto que sí! —dice uno, el más alto.

—Mi madre es la persona más inteligente que he conocido —asegura otro—. Y eso a pesar de que no fue a la escuela, ni siquiera sabía leer. Pero era muy lista mi madre, una mujer realmente inteligente.

—Yo tengo dos hijas —añade un tercero levantando un poco las manos, como si llevara encima una bandera blanca.

Las hijas son como el amigo gay de los noventa, una buena coartada para cualquier hombre.

Yo, en cambio, tengo un hijo varón. Pero creo que no me servirá como excusa, no es culpa suya que su madre haya de­seado tantas veces ser un tío. Y mucho menos que lo haya conseguido.

Lo único malo ahora es que estoy muerta. No en un sentido literal, afortunadamente. La mía es una muerte simbólica, sin sangre ni cuerpo. Y sé que ocupo una posición de privilegio en este sentido, porque todos los días hay hombres que asesinan a mujeres inocentes por no entender que, a estas alturas, el genocidio femenino solo puede ser simbólico y perfectamente legal. Al fin y al cabo, el siglo XX ya dejó escrito que matar a millones de manera simultánea solo sirve para reforzar su identidad: sucedió con los judíos y volverá a pasar una y mil veces. Las ideas no se exterminan matando personas. Parece algo evidente, pero es un hecho que a demasiados hombres les sigue costando entender. Por eso la mayoría de las veces es imposible hacer las cosas de un modo civilizado. Y seguimos contando muertas, sacando cadáveres de los ríos de todos los pueblos del mundo, de todas las series de detectives, de todos los periódicos. Todas esas pobres jóvenes muertas, tantas niñas, tantas madres asesinadas. Víctimas de hombres que se lo han tomado literalmente y han decidido exterminar a las mujeres en vez de su sentido. Es lo que tienen las metáforas, que siempre hay quien no consigue entenderlas. Creo que deberían prohibirse. Eso salvaría muchas vidas.

Lo que está claro es que no es fácil hacer entender a muchos hombres, a Estados enteros, que matar es mucho más caro que educar. Solo nosotras entendemos. Por eso nos esforzamos desde niñas en ser como ellos en todo, una forma de supervivencia como otra cualquiera.

Y debo decir que cada día lo hacemos mejor y nos pagan más, cada vez ocupamos una parte mayor de su espacio. Porque, en realidad, la mejor forma de medir si por fin eres uno de ellos es comprobar si te pagan como si lo fueras. Por eso el Trabajo es el lugar donde la transformación es posible, y por eso la primera persona que vio Gregorio Samsa tras su transformación fue a su jefe.

Al principio es solo un flirteo, un contrato, un intercambio. Pero cuando empiezas a ganar pasta de verdad, cuando entiendes de qué está hecho el poder y sientes que puedes hacer lo que te dé la gana con la vida de otras personas y permanecer impune, entonces, lo sepas o no, eres uno de ellos.

ultimohombre-9

Sucedió, sin más. Es muy difícil para mí saber cómo ocurrió exactamente, cuándo empezó el proceso o qué lo desató. De alguna manera, esta clase de cosas suceden sin pedir permiso, como cualquier sentimiento capaz de atravesar el cuerpo, como el amor o la tristeza. Lo que sí recuerdo es el preciso instante en que crucé de verdad la frontera, el día de la clase de matronatación, hace más de seis años.

Esa tarde mi marido lleva puesto uno de esos ridículos gorros de piscina. Las orejas se le escapan por los lados y la goma las aplasta un poco hacia abajo.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos