Perro que no ladra

Fragmento

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Prólogo

La mañana del 14 de junio de 1995 amaneció soleada. El calor de pleno estío se colaba por las ventanas abiertas de las casas haciendo sudar a sus inquilinos. La hierba tenía un color verdoso intenso, fruto de las buenas lluvias de esa primavera. Los últimos minutos había dormido a intervalos transitando entre dos mundos: el consciente y el inconsciente. Alargó el sopor hasta que los aullidos histéricos de Coque se colaron en su sueño. Era su perro. Un cairn terrier de tres meses que su madre le había regalado. El susto hizo que se levantara de la cama como activado por un resorte. Guiado por el llanto del animal, llegó hasta la puerta del sótano. Con una mano temblona de niño de ocho años abrió la puerta. De pronto, nada. Coque había dejado de quejarse. Advirtió la voz de su padre allí abajo. Se quedó paralizado unos segundos. Logró mover las piernas, que le vibraban como si estuvieran conectadas a un cable de alta tensión. Bajó muy lento. Con la cabeza asomada entre los barrotes de los últimos escalones, los ojos se le abrieron de golpe. Intentó contener un llanto estertóreo y violento que le sacudió el pecho casi de inmediato. Estaba a punto de presenciar un acto execrable.

Vio a su perro tumbado sobre la mesa de los puzles. Yacía lacio, sin oponer resistencia. A su lado, un pequeño bote de cristal. Encontró su correspondiente caja tirada a unos metros. Era xilacina-ketamina, un sedante analgésico y relajante muscular. Su padre estaba de espaldas, iluminado por un flexo de luz blanca. Cogió algo que no llegó a ver. Movido por la ansiedad, bajó un escalón más y vio la escena desde un ángulo más abierto. El hombre sostenía un artilugio que nunca antes había visto. Lo metió en la boca del perro a modo de palanca, haciendo que esta quedara abierta sin necesidad de sujetarla. A continuación, se hizo con una tijera larga y puntiaguda que introdujo en la boca de Coque. La expresión del perro era la de un muerto. El crío notó vibrar el suelo bajo sus pies. Lo invadió una sensación de vértigo sin precedentes. Casi sin respiración, apretó los ojos con fuerza y pensó para sus adentros: «Que acabe esta pesadilla».

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La llamada

Llovía a cántaros. Llevaba así desde primera hora de la mañana y no parecía que fuera a escampar. Las azoteas de los edificios vecinos apenas se intuían a través del ventanuco empañado de la cocina. Dio una última calada apurando al máximo el filtro del cigarro y, con el aire contenido en los pulmones, apagó la colilla en un platito de café que a veces ejercía como tal y otras tantas de cenicero. Echó un vistazo al pésimo estado que presentaba la cocina. Se había repetido durante toda la semana que debía limpiarla, pero la pila de platos no bajaba desde el martes pasado. Una mosca curiosa y hambrienta devoraba los restos de los macarrones del mediodía. La estampa era devastadora. Espiró todo el humo del cigarro, derrotada solo de pensarlo. Aquel piso era temporal. Lo había repetido tanto en su cabeza que casi alcanzaba a creerlo. Un medio para un fin. Un alquiler pagable hasta que pudiera permitirse algo mejor. Solo que la espera a eso mejor se estaba prolongando demasiado.

Para colmo, esa misma mañana la encargada de la cafetería en la que llevaba trabajando tres meses la había despedido alegando la típica excusa de que la empresa no estaba pasando por un buen momento. El débil pretexto para prescindir de ella retumbó en su cabeza con la voz aflautada de su jefa. Pese a ello, lejos de encontrarse preocupada por perder el trabajo, se sentía liberada de obligaciones, de cargas, de cosas que no le gustaban. Tenía para tirar unos meses. Ya encontraría algo. Había oído que los contratos de tiendas se pagaban mejor que la hostelería. Igual era tiempo de cambiar de gremio. Nadie quiere ser eternamente la chica que pone los cafés.

Chaqui, su perro, la miraba apocado desde la puerta que llevaba al salón del pequeño piso de dos dormitorios. Emitió un suave ladrido y acaparó la atención de su dueña, que despertó de su abstracción de inmediato. Lara atendió su reclamo sacando de un cajón uno de esos huesos para limpieza dental canina que tanto le gustaban. El movimiento histérico de su cola deshilachada así se lo hizo saber. Acarició su pelaje áspero, del que sobresalían pelos más largos que le daban un aspecto desaliñado y despeinado. No era el perro más bonito del mundo, de eso estaba segura, pero en sus ojos marrones y saltones cabía toda la bondad del universo. Cuando tan solo llevaba unos años viviendo en Sevilla, un nuevo inquilino comenzó a pernoctar en el portal del bloque. Se trataba de un chucho sin raza al que los vecinos alimentaban con los restos de sus comidas. Lara se sumó a la labor aportando los bordes de las pizzas. Luego pasó a llevarle pienso y, finalmente, compró una cama blandita que se amoldara a su enclenque cuerpecito de perro callejero y la colocó en su dormitorio. No creía en el destino ni en esas chorradas, pero lo suyo con Chaqui era platónico y perfecto. Una extraña conexión canino-humana y, la mayoría de los días, el único ser capaz de arrebatarle una sonrisa al finalizar la jornada.

El piso estaba silencioso, señal de que Carolina, su alegre y chispeante prima y compañera de piso, había salido. Eso le concedía unas horas de silencio. Se sentó en el sofá del diminuto salón y encendió su ordenador. Revisó su correo electrónico. La empresa se había puesto en contacto con ella y le había enviado la carta de despido. Fabuloso. Echó un vistazo rápido y cerró el documento. Abrió un Word en blanco. Perdió la vista un momento en el cursor parpadeante y comenzó a escribir:

El yo.

El cerebro de cada ser humano es distinto en morfología, tanto interna como externamente, lo que nos confirma el poder del medioambiente en la formación del yo de cada individuo. La paradoja reside en que nunca se hallará una estabilidad. No existe esa inalterabilidad cerebral. Los días, los años, los cambios que acontecen en todo nuestro arco vital nos cambian. «Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos» (Heráclito, siglo VI a. C.). Así que el ser humano es como el río de Heráclito: nunca es el mismo. Las emociones, la personalidad, la conciencia y los sentimientos que nos forjan desde la infancia hasta la vejez no son los mismos que hace treinta años. Ya no soy esa persona.

En mí se labra una actualización constante y consciente cada minuto y cada día. Esta se activa cada vez que me miro en el espejo y descubro una nueva arruga. Y eso ocurre también en las personas que me ven día tras día. Pero ¿qué sucede con aquellos que se encuentran conmigo al volver la esquina después de tres meses? Su actualización de mí no ha ocurrido en su cerebro, pero tampoco podrá producirse en unas horas ni en una tarde tomando café. No somos las personas que fuimos y recuerdan. Jamás podré conocer cómo llegó a ser lo que es esa persona ni ella podrá viajar por cada yo hasta este momento.

Se pasó los puños por los ojos, despertando de su concentración. Abrió un nuevo correo, copió, pegó y se lo envió a su psiquiatra, el doctor Ángel Navas, añadiendo en el cuerpo del mensaje:

Buenas noches:

Disculpa la tardanza, Ángel. Te envío el escrito que concretamos en la última sesión. Lo hablamos mañana.

Un saludo.

Apagó el ordenador. Deambuló arrastrando los pies hasta el frigorífico y se detuvo a contemplarlo cual obra de arte. Tras varios titubeos, cogió una gelatina envasada y se tumbó en el sofá. Chaqui siguió sus pasos, saltó sobre sus pies y se hizo un ovillo. Saboreó la satisfacción de haber escrito algo bueno. Había consultado durante la última semana varios libros y artículos en internet, y había quedado prendada de Francisco Mora, doctor en Medicina y Neurociencias, del cual extraía todo el hilo de sus pensamientos. Le apasionaban la filosofía y la psicología. Todo lo que tuviera que ver con el cerebro le parecía interesante. Gracias a las insistencias de su psiquiatra, había comenzado a leer sobre neuroeducación, una neurociencia pionera en el estudio del aprendizaje y su influencia en el cerebro plástico. Sabía que Ángel se tomaba más molestias de la cuenta. Su relación médico-paciente había adquirido en los últimos años un matiz parental. Como si saciara una vocación docente no resuelta, le recomendaba lecturas a Lara y le mandaba redacciones para entregar. Trataba de abrirle puertas y enseñarle otros mundos. Quizá estudiar una carrera. Encontrar una motivación. Llevaba tratándola desde los catorce años, edad en la que, sin tener nada que la atara a su pueblo natal, se fue a vivir a Sevilla. De forma repentina, quedó amparada por un halo de recuerdos y sintió nostalgia. No pudo evitar evadirse con la memoria a una época en la que tenía amigas con quienes estar, reuniones a las que acudir, lugares a donde ir. Pero no quedaba nada ya de esa niña que se había marchado y que todos conocían.

Una notificación en su móvil interrumpió el curso de sus pensamientos.

[16/01 00.05] Susana28:

Ey, ¿estás?

[16/01 00.05] Chaqui02:

Para ti sí.

Susana28 era el nick de la persona con la que más había hablado en las últimas semanas. De manera irregular, intercambiaban mensajes a través de la app, y lo cierto es que le había puesto cara hacía poco. Su interlocutora había jugado bien sus cartas, siendo a la vez misteriosa e insistente, respetando sus silencios y excusas. Parecía que viera a través de ella, como si la conociera realmente. Y así, entre tanto y tan poco, había conseguido lo que otras muchas no. Lara le había enviado una foto, desvelando así su apariencia, que no su identidad, pues había dicho llamarse Sara y ser de Huelva. Por miedo, por una vergüenza instaurada muy adentro de la que no conseguía zafarse. Con Susana28 podía sentirse libre, mostrar su verdadero yo, pero tampoco había que excederse. ¿Qué más daba el nombre que pusiera en el carné de identidad? Aquella desconocida sabía hurgar en la llaga, recorrer los recovecos, sacar temas esquivos.

[16/01 00.05] Susana28:

¿Me vas a hablar esta noche por fin de tu familia?

Ante la negativa, su interlocutora insistió:

[16/01 00.05] Susana28:

No hablar las cosas no hará que duela menos.

[16/01 00.05] Chaqui02:

Por favor, no te conviertas en un libro de autoayuda.

[16/01 00.05] Susana28:

Solo pretendo conocerte mejor.

Lara aguardó unos segundos antes de precipitarse.

[16/01 00.06] Chaqui02:

Digamos que tengo una familia controvertida…

O igual la controvertida soy yo. La cosa es que llevo años, muchos años, sin aparecer por allí.

[16/01 00.07] Susana28:

Algo gordo debió de pasar.

Lara dudó unos segundos.

[16/01 00.07] Chaqui02:

Algo gordo, sí.

[16/01 00.07] Susana28:

Qué misterio. Me tienes intrigadísima.

[16/01 00.07] Chaqui02:

Todo es un misterio en mi familia.

[16/01 00.07] Susana28:

Y, de volver, ¿lo destaparías?

[16/01 00.07] Chaqui02:

¿Cómo dices?

[16/01 00.07] Susana28:

Si el momento se diera, ¿hurgarías en el misterio?

Se abrió un silencio difícil de destensar.

[16/01 00.08] Chaqui02:

Has visto muchas películas.

Soltó el móvil, huyendo de aquella reflexión incipiente. ¿Lo haría? ¿Excavaría en su pasado?

Se desperezó en el sofá, y Chaqui acudió a su cuello en busca de mimos. Lara abrazó su cuerpecito peludo y falto de cariño y le dio un beso en la cabeza. Volvió a mirar de reojo la aplicación a la que solía entrar en busca de conversación y algo de exploración. Al parecer, Susana28 había aceptado su ambigüedad. Compuso un gesto serio y cerró el chat, que bien parecía estar escrito en clave, acabando con el hechizo que tanta aprensión le producía.

Intentó desconectar, en vano, viendo una peli hasta que la vibración de su móvil la despertó de su ensimismamiento. Chaqui bajó del sofá, asustado. Lara se incorporó nada más leer en la pantalla: «Llamada entrante Olga». El corazón le dio un vuelco. ¿Existían las casualidades, la conexión entre dos personas que se piensan al mismo tiempo? Como una carambola del destino, ¿podía tener Susana28 más puntería? Hacía años que no hablaba con su hermana. ¿Y qué hora era? De madrugada.

—¿Sí? —musitó carente de emoción.

—Lara, tienes que volver a casa. —Se le contrajo el estómago—. Mamá ha sufrido un accidente.

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Primavera de 2002

Los pies de Lara pedaleaban a toda velocidad. El sol brillaba con fuerza aquella mañana. Sintió unas pequeñas gotas de sudor resbalando por su nariz. Era un día perfecto para ir al pinar que surcaba las inmediaciones de San Andrés Golf. Se había criado en aquella tranquila urbanización con su hermana Olga y sus padres. Estaba ubicada a las afueras de Chiclana de la Frontera, un municipio gaditano a treinta kilómetros de la capital que apenas rozaba entonces los sesenta y dos mil habitantes y que, a excepción de la playa de la Barrosa y el Pinar del Hierro y la Espartosa, no poseía ningún atractivo para Lara. Esa era la parte positiva: montar en bici y perderse por aquel terreno poblado de frondosos árboles, una superficie de cincuenta hectáreas con gran importancia desde el punto de vista botánico que albergaba casi cuatrocientas especies vegetales y ciento treinta invertebrados.

Llegaba tarde. Su madre se había empeñado en cortarle el flequillo recto justo aquella mañana, haciendo que se retrasara en el encuentro con sus amigas.

—Solo será un momento —dijo—. Todas las famosas lo llevan así, verás qué guapa quedas.

Lara la miraba con expresión hosca. Sabía que no iría a ningún sitio hasta que no luciera flequillo nuevo, desayunara adecuadamente y se pusiese el protector solar por sus bracitos demudados por el sol. Supuso que al hacer A recibiría B. Así que, como si de un acuerdo tácito se tratase, decidió dejarse mimar por su madre para poder salir con sus amigas. Ella era así. Su forma de dar amor al resto era a través del cuidado, y Lara había convivido con ese excesivo «amor» toda su vida.

Herminia tenía una edad indefinida entre los cuarenta y los cincuenta. Pasaba el día en casa doblegada por las tareas del hogar, la limpieza impoluta del caserío y la cocina exquisita que degustaba su familia. Procuraba levantarse la primera para que su marido y las niñas tuvieran el desayuno en la mesa nada más despertarse. Compraba los mismos conjuntos de distintas tallas para Olga y Lara. Solían ser vestidos bordados, a veces incluso ella misma los cosía a mano o a máquina, y leotardos de colores a juego. Les estiraba el pelo de las sienes en dos colas altas que Lara se soltaba nada más salir por la puerta y que su hermana siempre traía intactas de regreso. Elegía la ropa que su marido debía ponerse, como si alguna tara en los ojos de este le impidiese saber qué colores se toleraban mejor. Los sábados por la mañana, mientras Manuel salía desde bien temprano a cuidar de los animales de la granja, ella ponía alguna cinta de Alejandro Sanz a todo volumen y, mocho en mano, dejaba cada estancia reluciente.

La casa en la que vivían presentaba un aspecto viejo y sórdido. Las paredes, de piedras toscas, estaban invadidas en su gran mayoría por moho o por enredaderas que Manuel nunca tenía tiempo de podar. Pese a que el jardín crecía a sus anchas, tenía cierto encanto rústico. Un camino de gravilla en el que siempre se formaban charcos recortaba el gramón asilvestrado, que tenía sus matas más largas junto a este. La fachada estaba presidida por dos balcones con barandillas de forja labrada. Las altas ventanas estaban cubiertas por cortinas que en su día fueron blancas y que en ese momento lucían un amarillo grisáceo. A pesar del aspecto mugriento que presentaba en su exterior, por dentro era cálida y acogedora. Herminia estaba segura de que aquella casa de campo era perfecta para las niñas. Las veía jugar a cocinar algún guiso con malas hierbas que arrancaban del jardín. Correteaban por el lugar y marchaban en busca de aventuras con las bicis. A veces, Lara se la quedaba mirando. No podía entender su desorbitado interés por crear una sensación hogareña con alfombras mullidas y flores en los alféizares. Era incluso conmovedor. Para su madre era importante. Lo más importante. Todo debía estar perfecto: la mesa del jardín, la alfombra del salón, la planta de la entrada, las niñas, su marido, su familia.

El padre de Lara era un hombre de campo, alto y fornido. Se levantaba a diario con los primeros rayos de sol para regar su huerto y sus árboles frutales. Luego, alimentaba a Margarita, la vaca lechera, y a Constantino, un cerdito rechoncho. Manuel no necesitaba limpieza ni perfección. Él solo se paseaba feliz entre sus tomates y sus lechugas, viendo cómo crecían los melones y las calabazas a punto de estallar. Evitaba usar productos químicos o fertilizantes que no fuesen naturales. Él prefería el abono de los animales o las plantas aromáticas para mantener las plagas a raya. Era un trabajo sacrificado y tedioso. Cada ciclo natural de cosecha precisaba cuidados exhaustivos. Fruto del exceso de sol, siempre tenía las mejillas coloradas, lo que le daba un aspecto afable y campechano que lo hacía caer bien de inmediato. Cuando Herminia preparaba uno de sus salteados de verdura, Manuel les daba un par de chocolatinas a las niñas. Lara lo amaba. Era tosco, rudo y ordinario, sí, pero real.

Una vez soportada la tortura del flequillo, Herminia dejó que su hija se marchara a jugar y le tocó el turno a su hermana Olga, con la que esta compartía poco más que el ADN. Era dos años mayor, aunque en muchas ocasiones no lo parecía. Había perfeccionado la técnica del puchero infantil. Fruncía los labios y conseguía lo que quisiera: una porción más de pizza, el mejor dormitorio, la ropa nueva y el cuento más largo antes de dormir. Olga compuso un gesto hastiado debido a la frustración y contempló como su hermana se iba en bici a través del reflejo borroso de la ventana del salón.

Herminia no tenía ni idea de por dónde paseaban las niñas. Sin embargo, Manuel, como con las chocolatinas, guardaba el secreto con recelo y les aconsejaba que permanecieran en el arcén de la vieja nacional, aunque estuviera poco transitada.

Unos veinte minutos después, a casi seis kilómetros, Lara torció a la izquierda hacia un desvío que terminaba en uno de los seis accesos oficiales. Se trataba de una puerta de ladrillo presidida por un arco que rezaba: PARQUE PÚBLICO FORESTAL PINAR DEL HIERRO Y LA ESPARTOSA. Allí encontró a sus amigas: Carla, Isabel y Emma.

—¿Puedes tardar más? —soltó Emma con sarcasmo.

Con los años, se había convertido en la mejor amiga de Lara. Compartían el gusto por desobedecer las reglas y salirse de los patrones que sus madres les forjaban en casa. Su carácter vivaracho y extrovertido siempre la hacía reír. Lucía dos largas trenzas que le llegaban al pecho y unas divertidas pecas alrededor de la nariz. Lara señaló de forma elocuente su flequillo como si así lo explicara todo.

—Estás guapísima —dijo Carla regalando al mundo una de sus radiantes sonrisas.

—Gracias —contestó Lara.

La miró a los ojos intentando transmitir toda la convicción que pudo, pero, a decir verdad, no se sentía para nada segura con su nuevo corte de pelo. No obstante, Carla siempre tenía una palabra grata y una enorme sonrisa que dibujar en su rostro. Era la más callada de las amigas. Prefería mantenerse en la distancia, estudiar los comportamientos de las personas y luego actuar. Un poco de lo que le hacía falta a Lara.

La tercera de las amigas era Isabel, la hermana menor de Emma, a quien siempre obligaban a llevar con ella. Tenía dos años menos que el resto de las integrantes del club de la bici y, quizá por ello o a pesar de ello, era la más prudente y miedica. Vestía siempre unos zapatos de charol que su madre insistía en que llevara. Tenía un simpático lunar debajo del ojo derecho. Una monada.

Pedalearon al unísono, evitando en zigzag los desniveles que encontraban a su paso, cruzando los caminos cortafuegos que parcelaban de forma longitudinal el pinar. Lara concentró todo su esfuerzo en subir una pendiente y siguió a sus amigas por un estrecho sendero, reducido a causa del exceso de vegetación. La humedad le atravesaba la ropa con insidia y, aunque el espesor de los arbustos y la irregularidad del terreno dificultaban el camino, poco importaba. Era libre. Libre de normas. Unos minutos les bastaron para llegar al Punto Mágico, uno de los siete lugares emblemáticos del municipio. Subir a lo más alto del pinar suponía verlo convertido en un inmenso mar verde hecho de copas de algarrobos, olivos, alcornoques, encinas y pinos piñoneros. La mejor vista aérea del lugar. Sin mucha dificultad, contemplaron Medina Sidonia, un pueblo vecino, y la ermita de Santa Ana.

—Es precioso —dijo Carla.

—Si fuera una ardilla —intervino Emma—, podría recorrer el parque entero trepando de árbol en árbol sin poner una pata en el suelo.

Se quedaron unos segundos así. Sin hablar. Solo mirando el mundo ante sus pies. No lo sabían, pero estaban viviendo un momento extraordinario: eran felices.

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211

Media hora después de la imprevista llamada de su hermana, Lara dejaba atrás el barrio sevillano de Los Remedios. La recibió una madrugada de enero gris y desapacible. La humedad se palpaba en el aire y no tardó en materializarse de nuevo. Agradeció que la carretera no fuera en absoluto sinuosa. Al contrario, la autovía era tan recta hasta Puerto Real que llegaba a ser aburrida. La recia lluvia bombardeaba la luna de su coche. Tuvo que activar el aire acondicionado para evitar que se le empañara. Para colmo, el frío de la madrugada se colaba por las ranuras de la ventana. Se estaba congelando. El cabello revuelto y húmedo le caía por los hombros y, aunque tenía los vidriosos ojos puestos en la carretera, su cabeza estaba en otro lugar. O en otro momento. Repasaba una y otra vez la conversación con su hermana.

—¿Qué dices, Olga?

—Le dije que Lucas lo arreglaría cuando tuviera un hueco libre, pero ya la conoces, no hubo manera. Se subió al tejado del porche para sustituir un par de tejas rotas y se cayó de la escalera. Suerte que la de Correos pasaba por allí con la motito. Los médicos dicen que es un milagro que no se haya roto la cadera. Con estas edades es lo más normal. Ella se encuentra bien. Se ha dado un buen golpe en la cabeza y le han tenido que dar varios puntos.

—Entonces ¿está bien? —acertó a decir.

—Creo que deberías venir. Puede que sea momento de vernos.

—Olga… —titubeó—. Enhorabuena por el embarazo, no he tenido tiempo de escribirte. Vi la noticia en Facebook. —Al momento sopesó sus palabras y se percató de lo absurdo que sonaba—. Creo que Lucas y tú seréis unos padres fabulosos.

—Gracias —dijo conciliadora.

Una ráfaga de viento zarandeó su Citroën C3 y devolvió su atención a la carretera. La angustia le ganó la partida y escapó a su control una lágrima furtiva que resbaló por su mejilla. Se apresuró a eliminarla pasándose la mano por la cara con rabia. Apenas había tenido tiempo de dejar una nota en el frigorífico para avisar a Carolina del viaje repentino, de hacer su maleta con cuatro conjuntos básicos y de meter a presión las cosas de Chaqui en un macuto. El cuidado de protegerlo la mantenía despierta. Lo vio en el espejo retrovisor. Estaba sentado, tranquilo y tapado con una mantita roja. También una parte dentro de ella se tranquilizó al contemplar sus saltones ojitos marrones.

Olga fue escueta al teléfono. Su madre estaba en el hospital Puerta del Mar en Cádiz. Los médicos le habían hecho pruebas para valorar las lesiones y, aparte de la contusión, los moratones y diez puntos en la cabeza, físicamente estaba todo en orden. Se había despertado un poco desorientada, pero estaba estable.

Sin pasar por Chiclana, fue directa al hospital. Lucas la esperaba en la puerta para quedarse con Chaqui. Lo saludó con dos besos. Era el marido de Olga y el padre del hijo que esperaban. Lara lo conocía bien. Del pueblo, de toda la vida. Su hermana y él habían sido novios casi desde que ella tenía memoria y en algún momento que desconocía habían firmado los papeles que los convertían en un matrimonio ante la ley. En esta ocasión, Lucas se había dejado barba, lo que lo hacía más atractivo. Aunque eso supuso que Lara no pudiera interpretar su sonrisa bajo el bigote espeso.

—Cuñado, los hipsters están pasando de moda —espetó divertida.

—Tu hermana dice que me queda bien. —Se encogió de hombros mientras se hacía con la correa del perro y le acariciaba la cabecita—. ¿Cómo estás?

Lara hizo un gesto con los brazos que vino a decir: «Estoy aquí».

—¿El trabajo? ¿Los estudios? Olga me cuenta que te has vuelto una intelectual, que compartes muchas cosas en Facebook sobre el cerebro.

—Eso… —Sonrió abrumada—. Es solo que me parece interesante, leo mucho —se justificó—. Y el trabajo bien —se apresuró a añadir—. Me he cogido una excedencia. Ya sabes, un poco de tiempo para mí.

—¿Quién te iba a decir que ese curso te daría de comer? Está bien pagado, ¿no?

—Sí, sí, no me puedo quejar. En su momento tuve que mejorar mi inglés y aprender el contexto de cada obra para transmitírsela al público —mintió; o no, no era mentir si había ocurrido en algún momento. Hacía medio año que la habían despedido del museo.

Lucas frunció el ceño.

—Tu hermana me dijo que estabas de seguridad.

—Sí, claro —concedió de inmediato—. Pero, ya sabes, a veces me preguntan cosas y no puedo quedar como una cazurra. ¿En qué habitación está? —preguntó, dando por finalizada aquella conversación sin más dilación.

—En la 211. Te cuido al peludo.

Los pasillos del hospital estaban silenciosos a aquella hora de la madrugada. Pasaría a verla un momento y luego se iría a Chiclana, a casa, al lugar de los recuerdos. Estaba agotada. Nada hubiera cambiado de haber llegado por la mañana, pero su conciencia la torturaba. No podía excusarse con tener que ir a trabajar y, al fin y al cabo, Olga la había telefoneado. Por primera vez, se preguntó cómo sería ver a su hermana con tripita de embarazada. Habían pasado muchos años desde la última vez. Eso le hizo sentirse azorada, nerviosa, y se enfadó por ello. Se paró en seco y exhaló todo el aire que contenían sus pulmones. A pesar del frío le transpiraban las manos. Quiso estar en cualquier otra parte y hasta pensó en bajar todas las escaleras que había subido. Estaba a punto de irse cuando una mano en su hombro la detuvo como fulminada por una certeza. Era la de Olga, pequeña y templada, como ella. Lara no supo cómo reaccionar y esperó sus intenciones.

—¿Es que no vas a darme un abrazo? —Casi por obligación, pegaron sus cuerpos un par de segundos y se retiraron con un movimiento veloz—. Siento que hayas tenido que venir a estas horas. No sabía si llamarte o esperar a mañana, pero me parecía mal mantenerte en la ignorancia. A mí me hubiera gustado saberlo. Por eso decidí avisarte. Espero no haberte dado un buen susto.

—Está bien —balbuceó tensa.

Advirtió una pequeña barriguita debajo de la ancha camiseta que le caía por los hombros de manera despreocupada y se quedó mirándola. Olga debió de darse cuenta, porque se puso las manos en la panza como si agarrara una sandía.

—Puedes tocar, no se rompe. —Le cogió la mano sin contemplaciones y Lara tocó por encima de la ropa la curva que doblaba a su hermana—. Estoy de cinco meses.

—Enhorabuena otra vez, Olga. Me alegro mucho por vosotros —añadió sincera.

Esta sonrió, luciendo especialmente feliz.

—Mamá acaba de dormirse. Si quieres, la despierto.

—No hace falta, dejemos que descanse.

Olga asintió. Los pasos de una tercera persona en el pasillo cortaron la conversación.

—Los familiares de Herminia Leal —dijo para cerciorarse. Las hermanas afirmaron con la cabeza—. Su madre pasará la noche ingresada. Por su edad es mejor ser precavidos, pero mañana por la mañana le daremos el alta.

El médico les estrechó la mano con firmeza y desapareció doblando una esquina.

—¿Quieres que me quede esta noche? —preguntó Lara.

—No, de ninguna manera. Tienes que estar agotada. Vete a casa y descansa. Lucas nos recogerá por la mañana y nos encontraremos allí. Aún tienes llave, ¿no? —Lara asintió—. Nos vemos mañana entonces.

Olga se despidió con un caluroso beso en la mejilla y se dirigió a la cafetería a tomar algo.

Lara se quedó petrificada frente a la puerta de la habitación 211 unos segundos. Catorce años sin ver a su madre era mucho tiempo. ¿Cuántos yos se habría perdido de ella? ¿Cuántas arrugas encontraría nuevas? Entreabrió la puerta y esperó no despertarla. Irguió la espalda de manera notoria y tensó toda la musculatura bajo su piel. De forma inconsciente, se cruzó de brazos a modo de protección. Dio unos pasos hacia la camilla y se quedó mirando a la mujer que yacía en ella. Había dejado crecer las canas de una melena que no superaba los hombros. Su piel, más arrugada, le descubrió lunares y manchas nuevas por la edad. Vestía el horrible camisón blanco de hospital, pero, aun así y deteriorada como estaba, Lara percibió su presencia, su elegancia. Una venda blanca le daba la vuelta a la frente y le ocultaba la herida. La vía con medicación le atravesaba una vena de la mano. Y, por lo demás, bien, igual. Dormía plácidamente. ¿Podría oírla? La duda se arremolinó en su estómago. Se acercó con cautela.

—Mamá.

Al estar junto a ella, dispuesta a cogerle la mano, se dio cuenta de que solo tenía una. Eso no lo esperaba. Miró el muñón, sorprendida, y volvió a mirar la venda que le aplastaba el pelo. Se había dado un golpe en la cabeza. No había duda. De modo que la pérdida de la mano era anterior a aquel accidente. Lara no tenía constancia de aquello. Se desprendió de la visión de carne crecida y le cogió la mano de la vía, la única. El contacto con su piel, suave y cálida, la llevó a su infancia. Las meriendas de galletas, el escondite con sus amigas, el olor a mar, los baños en la alberca, el viento de levante, jugar al parchís con papá, ordeñar a Margarita, los atardeceres en el jardín, pero también a todos esos vestidos de telas sintéticas que le irritaban la piel, las sienes estiradas, el rúter apagado, a esta hora en casa, péinate, adelgaza, no vistas así, no te veas con tal…, control, control, control. Ella no había estado dispuesta a pasar por ahí. No iba a permitir vivir una vida bajo la jurisdicción de su propia madre, viviendo según lo permitido, acatando normas y recibiendo cuidados que no tenían cabida en su opinión. Olga siempre fue de otra pasta. Necesitaba el beneplácito de Herminia, su reconocimiento, su amor. Desde aquel fatídico invierno, no había recibido ninguna llamada de su madre pasado el primer año. Algún wasap esporádico de Olga de cuando en cuando, pero poco más. Ella tampoco había sentido la necesidad de hablarles. Aunque a veces se preguntaba si gastarían tanto tiempo en pensarla como ella en recordarlas. Al segundo, desechaba esa idea y se sentía una tonta.

Dirigió una última mirada a su madre, le dio un beso en la mano que había sujetado hasta entonces y volvió a su antigua casa. «Al hogar», que decía Herminia.

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El hogar

Un cambio de postura de Chaqui entre sus pies la hizo despertar. Cuando abrió los ojos le costó asimilar dónde estaba. El colchón era más blandito y entraba más claridad por la ventana que de costumbre. Se oían los primeros ruidos en la cocina y un aroma a café recién hecho se colaba por debajo de la puerta.

Echó un vistazo a su antiguo dormitorio. No estaba para nada tal y como recordaba haberlo dejado: el armario revuelto, la cama sin hacer y aquel póster de las Spice Girls. Era evidente que alguien había puesto mucho interés en ordenarlo y limpiarlo con asiduidad. Una cama de noventa de madera caoba con columnas torneadas reinaba en el centr

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