Ministerio de casos especiales

Nathan Englander

Fragmento

1

Los judíos se dan sepultura tal como viven: amontonados, invadiendo el espacio ajeno. Las lápidas apretujadas, los cadáveres enterrados codo con codo, cabeza con pie. Kadish llevó a Pato entre las hileras irregulares sobre el suelo irregular del lado de Socorros Mutuos. Cubrió con la mano el foco de la linterna para atenuar la luz. Sus dedos brillaron anaranjados, rojos en los intersticios, cuando pasó el puño por la piedra.

Estaban buscando la tumba de Hezzi Doble Filo y no tardaron mucho en encontrarla. Su parcela era un montículo definido. La lápida estaba inclinada hacia atrás. Kadish tuvo la impresión de que el viejo había intentado salir arañando la tierra. También parecía que, de haber esperado otro invierno, la hija de Doble Filo no habría tenido necesidad de contratar a Kadish Poznan.

El mármol, había descubierto Kadish, se trabaja no por su dureza, sino por su porosidad. Como ocurría con el resto de los mármoles en el cementerio de la Sociedad de Socorros Mutuos, la lápida de Hezzi estaba picada y cuarteada, y las letras estaban borrosas. En su mayoría eran de granito. Si la naturaleza y la contaminación no hacían su tarea, los vándalos locales ya se encargarían. En el pasado Kadish había borrado esvásticas a fuerza de estropajo y reparado con cemento las piedras rotas. Comprobó la firmeza de la que cubría la tumba de Doble Filo.

–Como mover una muela floja –dijo–. No sé por qué nos tomamos la molestia… dentro de poco no quedará rastro de este lugar.

Pero Kadish y Pato sabían por qué se tomaban la molestia. Comprendían muy bien por qué las familias recurrían a ellos con tanta urgencia ahora. Era 1976 en Argentina. Vivían en la incertidumbre, acechados por el caos. Buenos Aires había padecido olas de secuestros y rescates. Imperaba el terror y el asesinato estaba a la orden del día. No era tiempo para sobresalir del montón, ni para los gentiles ni para los judíos. Y casi todos los judíos sentían que, por el solo hecho de ser judíos, ya se diferenciaban bastante.

Los clientes de Kadish eran los que tenían algo que perder: el sector respetable y exitoso de la comunidad cuyo pasado familiar no era intachable. En épocas menos convulsas se habían limitado a ignorar y negar. Cuando el último de la generación de Socorros Mutuos se marchó en silencio, cuando todas las parcelas de ese lado estuvieron ocupadas, los descendientes esperaron lo que consideraron un tiempo decente para un grupo indecente, y sellaron el cementerio para siempre.

Cuando Kadish quiso visitar la tumba de su madre y encontró la puerta cerrada, fue a pedirles la llave a los otros hijos de Socorros Mutuos. Ellos negaron toda participación en el hecho. Incluso los sorprendió enterarse de la existencia del cementerio. Y cuando Kadish les recordó que sus propios padres estaban enterrados allí, se mostraron igualmente incapaces de recordar los nombres de sus progenitores.

Por dura que fuera la posición que habían tomado, nacía de una terrible vergüenza.

La Sociedad de Socorros Mutuos no solo fue un escándalo para la ciudad; en el pináculo de su gloria, en la década de 1920, fue una desgracia inconmensurable para todos los judíos argentinos. ¿Cuál de sus detractores no disfrutó al ver en el diario matutino la foto de un rufián esposado, de un caftán en hilera? ¿Quién no sintió justificado su oprobio al ver a los famosos proxenetas judíos de Buenos Aires acompañados por sus putas judías de labios carnosos? Pero ya hacía mucho tiempo de aquello en 1950, cuando Kadish se descubrió encerrado del lado de afuera del cementerio. Para entonces, la terrible industria llevaba más de veinte años clausurada como negocio judío. Los edificios que pertenecían a la Sociedad de Socorros Mutuos habían sido vendidos, la guarida de los proxenetas abandonada. Sin embargo, había una sola posesión que no podía caer en desuso. Sí en la falta de arreglos. Y también en la desidia y el abandono. Pero, a la manera de una adivinanza, ¿cuál es la única cosa construida por el hombre cuyo uso está garantizado a perpetuidad? Algo que los muertos usan para siempre: el cementerio.

Ese cementerio era también la única institución establecida por los proxenetas y las prostitutas de origen judío de Buenos Aires construida con una concesión de los judíos honrados. Aunque tenían el corazón de piedra para todo lo que estuviera relacionado con los judíos de Socorros Mutuos, no podían darles la espalda en la muerte. La comisión directiva de las noveles Congregaciones Judías Unidas en Argentina fue convocada y se llegó a un atolladero. Ningún judío tendría que ser enterrado como un gentil, Dios los ayude. Pero los judíos decentes de Buenos Aires tampoco tendrían que yacer entre prostitutas. Compartieron su inquietud con José Talmud, quien, como líder de Socorros Mutuos, ocupaba la cabecera de su propia comisión directiva.

–Se acuestan con ellas cuando están vivas –sentenció José–, ¿por qué no acurrucarse en sus brazos cuando están muertas?

Finalmente se llegó a un acuerdo. Se construiría, hacia el fondo del terreno, un muro idéntico al que rodeaba la necrópolis, delimitando así un segundo cementerio que en realidad sería parte del primero: técnica pero no halájicamente, que es como los judíos resuelven todos los problemas que se les presentan.

El muro existente tenía dos metros escasos de altura, una barrera funcional destinada a proteger un espacio sagrado. La instalación de un cementerio judío en una ciudad obsesionada con sus muertos había indicado un nivel de aceptación con el que las Congregaciones Unidas solo se habían atrevido a soñar. Y habían querido demostrar su buena voluntad en el diseño.

Pero ser aceptados un día no significa que nos darán la bienvenida al día siguiente… y los judíos de Buenos Aires no pudieron resistir la tentación de hacer planes para épocas oscuras. De modo que sobre aquel muro modesto levantaron otros dos metros de reja de hierro forjado, cada barrote coronado por una flor de lis. Todas esas puntas y aristas a cuatro metros del suelo le dieron al muro una sensación de rechazo, un carácter desgarrapantalones y una altura imposible de escalar. Las Congregaciones Unidas se permitieron un destello de grandeza en la entrada, con columnas y coronada por una cúpula. Antes de lograr el equilibrio entre ellos, los judíos lo habían alcanzado con el mundo exterior.

Dos grupos de miembros de comisiones directivas se encontraban de pie observando la construcción del nuevo muro. El rabino de la sinagoga occidentalizada había rehusado asistir. Era el joven rabino a la vieja usanza el que se paseaba nerviosamente, asegurándose de que ciertos estándares fueran respetados y horrorizado de encontrarse presidiendo la ceremonia.

Cuando la argamasa se secó, los directivos de las Congregaciones Unidas regresaron para la instalación de la reja. Se sorprendieron al ver a los proxenetas reunidos de su lado. Era un panorama que aquellos judíos honrados habían esperado no volver a ver jamás. Una hilera de afamados rufianes

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