El libro de la venganza

Benjamin Taylor

Fragmento

1. LOS PRODUCTOS PUROS

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LOS PRODUCTOS PUROS

Estornudaba cuatro veces, como toda su familia por el lado materno. Siempre una secuencia de cuatro: firme, fuerte, fiero, feroz. Después llegaba la calma, y en las extremidades y las tripas experimentaba el conocimiento secreto del estornudo. Entre ataques de cuatro el hijo del rabino había vivido y prosperado allí… ¡Salud!… Babilonia, el comienzo de su destino, o sea, Nueva Orleans. Un día, cuando tenía siete años, encontró en la escalinata del templo un saltamontes y una mantis religiosa fundidos en un oscuro abrazo. ¿Se estaban matando? ¿Enamorando? Bajo la mirada de su madre, Gabriel Geismar cogió una piedra del parterre y aplastó las dos criaturas, las machacó hasta formar una masa uniforme. Ella lo agarró por la pechera de la camisa y lloró. «¡Era un experimento!», protestó él. Ella era una madre prudente, no decía que los niños eran malos pero reconocía entre lágrimas que lo eran algunas de sus acciones. Sintiéndose satisfecho y vinculado a la esencia violenta de la naturaleza, él aguantó su sermón sobre la crueldad gratuita.

Cuando ella explicó al rabino lo que había hecho su hijo en la escalinata del templo, Milton Geismar dijo con convicción talmúdica: «Los niños viven cerca del suelo. Están en estrecho contacto con los insectos y disfrutan matándolos. Menos los mariposones lo hacen todos. ¡Si haces sentir culpable al chico lo echarás a perder!».

Como padre, el rabino Geismar había sido muy dado a exteriorizar sus emociones. Descargando el cinturón sobre las nalgas y piernas desnudas de su hijo había gemido, sinceramente desesperado: «Mamzer! ¡Maldición!». Era su único hijo y no era normal del todo, y la humillación de ello lo mantenía en un estado volcánico activo, su violencia el magma profundo, listo para brotar con cualquier pretexto. Un hijo no debía aferrarse a las faldas de su madre. Un hijo no debía tener tanto miedo, ni a los reptiles, ni a los petardos, ni a los olores desconocidos. Además estaba el miedo de Gabriel al vómito; el vómito ajeno. (Cuando la rebbitzin lo dejaba en el cine los domingos por la tarde, entraba y preguntaba al encargado, puesto que él era demasiado tímido para hacerlo: «¿Hay alguna escena de vómito en esta película? Porque mi niño no puede con ellas».) Un hijo no debía ser un mojigato excéntrico. Un hijo no debía tener secretos de cuarto de baño. Un hijo no debía hacer dibujos asquerosos, obscenos, repugnantes, que su madre podía encontrar dentro del cartapacio del escritorio o en el fondo de un cajón, y venirse abajo.

Por alguna razón Gabriel no podía dejar de hacerlos, año tras año. Tenía casi quince años cuando su padre lo había llamado con un dedo y le había puesto delante uno de los más originales –un hombre abrazando un miembro que crecía como una secuoya en mitad de su cuerpo y desaparecía entre las nubes–, y lo había arrojado por los aires de una bofetada. Una bofetada que resultó ser decisiva, la última de esa clase. Algo en la mirada de Gabriel cuando se levantó del suelo, con una mano en la mejilla, debió de asustar a Geismar. Algo dijo: «Eres un bruto y un desalmado, y nunca me pareceré a ti ni te lloraré cuando te mueras. Eres un accidente tan infeliz en mi vida como yo en la tuya». Una mirada puede decir muchas cosas. «Somos una desgracia el uno para el otro, así que dame la mano y hagamos un pacto. Pero si vuelves a ponerme la mano encima…»

Esa primavera la señorita Kilbourne, que daba clases de literatura en el colegio Country Day de Nueva Orleans, había leído a los alumnos de último curso La canción del viejo marinero. «En su soledad e inmovilidad –declamó como si improvisara–, él añoraba la luna viajera, y las estrellas, que permanecen inmóviles y sin embargo avanzan.» Era una actriz cuando lo exigía la pedagogía. Cerró el libro y terminó de recitar el poema de memoria: «Y en todas partes el cielo azul les pertenece, y es su señalado lugar de descanso y su país natal y su morada, en la que entran sin anunciarse, como señores sin duda esperados, y sin embargo hay una alegría silenciosa a su llegada». Kilbourne sacudió la apatía habitual en los estudiantes de último año con esos versos. Todas las mentes se rindieron ante ella.

Ella les habló del acte gratuit, postulado por una filosofía de café de reciente prestigio. Pero Gabriel tenía la sensación de haber llegado a lo mismo hacía tiempo y sin ayuda del Romanticismo o de los existencialistas. Es más, sin ninguna de las molestias que había sufrido el marinero. ¿Benditos los espantosos reptantes de la tierra, benditos los que no saben? No habría quien merodeara, más triste pero más sabio, en los banquetes de bodas, ni quien buscara a alguien a quien confiar sus secretos culpables. Mucho tiempo atrás, sin remordimiento, Gabriel había aniquilado dos criaturas verdes.

Habiéndose saltado dos cursos, a los dieciséis años fue admitido en una universidad cuyo nombre le gustaba, aunque a sus amigos y familiares les costara pronunciarlo. Llegó la tercera semana de agosto de 1970, el momento de partir. Para quitar los hechos públicos de en medio: la semana anterior Janis Joplin había vuelto en avión a Port Arthur para asistir a la décima reunión de ex alumnos de su instituto. En Block Island doce agentes del FBI disfrazados de observadores de aves capturaron al padre Daniel Berrigan, fugitivo de la justicia desde que lo habían condenado por destruir documentos del Servicio Selectivo. En las orillas del Pedernales, el ex presidente Lyndon Johnson y su señora disfrutaban de un pase privado de Patton, el gran éxito del verano. En San Francisco murió en la miseria Beniamino Bufano, quien cincuenta y tres años atrás había protestado contra la entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra cortándose el dedo índice y enviándoselo a Woodrow Wilson. En el aeródromo Tan Son Nhut, Spiro Agnew elogió a los vietnamitas del sur por «sufrir tanto por la causa de la libertad», se comprometió a «no disminuir» el apoyo de Estados Unidos y añadió que «la situación de Camboya parece estar evolucionando muy bien».

Entretanto, en Nueva Orleans, el doctor Sheldon Kretschmar, pediatra, impulsor, el peor y más ruidoso defensor de Nixon de la ciudad, pilar de la Asociación Médica Americana, que había tratado a Gabriel durante la varicela, la fiebre escarlata, las paperas y, al comienzo de la adolescencia, un brote de asma tan severa que había derivado en neumonía, le examinó por última vez la garganta y le preguntó: «¿Tulane o LSU?».

Ninguna de las dos. Con un depresor en la lengua Gabriel pronunció lo mejor que pudo el nombre de la universidad que había elegido. El doctor Kretschmar se lo sacó.

–Swarthmore –repitió el hijo del rabino.

Había pospuesto hasta el último día la revisión médica, pero no podía matricularse sin ella.

Kretschmar dio vueltas al nombre.

–Nunca lo he oído.

–El Swarthmore College, señor, en las afueras de Filadelfia. Un bonito lugar, según el folleto que me han enviado.

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