El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan

Patricio Pron

Fragmento

LAS IDEAS

LAS IDEAS

Para Leila Guerriero

El dieciséis de abril de 1981 a las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos llamaban «der schwarze Peter» o «Peter el negro», regresó a su casa procedente de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben, un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal actividad económica es la producción agrícola, de espárragos principalmente. Su padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y luego pudo inferir, de los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba de la nevera un cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente el cartón en la nevera y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los habitantes del pueblo en los días siguientes, y aún después, y se lo tragaría todo.

Peter Möhlendorf tenía doce años y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que, por contra, parecía huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar; antes que esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño del balón echaba a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen jugador. Su padre le había anotado en el Fussball Verein Ausleben, algunos de cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la temporada, el verano siguiente.

El atardecer del dieciséis de abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de los niños y que el edificio estaba vacío. Möhlendorf visitó las casas de algunos de los niños de la clase de su hijo pero este resultó no estar allí ni en ninguna otra parte.

Ya había anochecido cuando Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la calle, y les expuso la situación. Su opinión –expresada con nerviosismo y de inmediato desestimada por el resto de los padres– era que el pequeño Peter se había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo, que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo que había pensado que el pequeño Peter estaba gastando una broma a su padre, y que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada, excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos entramos a nuestras casas a buscar una chaqueta y una linterna y luego nos marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso, porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.

El bosque que se encuentra en las afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz, dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosque que inspira cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.

A la mañana siguiente, continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso

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