La frontera lleva su nombre

Elena Moreno Scheredre

Fragmento

frontera-4

1

Esperanza Ayerra

Burgui, octubre de 2018

Y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión.

GUSTAVE FLAUBERT

Siento sus pasos. Sube y baja las escaleras, abre los voladizos de madera y susurra órdenes a mi padre creyendo que no la oigo. Sé que los nervios no la han dejado descansar, y por el olor a café que se cuela bajo la puerta, intuyo que a estas alturas ya se habrá tomado dos o tres.

Hace un rato, he oído la voz de Gladys, que le repetía que no se preocupase, que todo va a salir bien. Anoche hablaban en susurros en el balcón, y desde mi habitación las oí repasar inquietas las listas que llevan confeccionando desde que se pusieron a preparar mi enlace. Gladys le decía que la luna en cuarto creciente era un buen augurio. No pude evitar sonreír imaginando la escena entre esas dos mujeres que misteriosamente se entienden tan bien.

Espe, mi madre, es muy suya. Necesita asegurarse del lugar que ocupa, como si tuviera el temor de que alguien la trasladara a un mundo imposible de controlar. Mi madre se enfada con el viento cuando el viento cambia de dirección y no le ha pedido permiso, o con la luz del día cuando es más intensa que su necesidad de ella. Todo lo siente hacia dentro, porque hacia dentro está su vida silenciada. En su corazón tiene departamentos estancos que jamás han visto la luz, y donde guarda censores especializados en matizar su alegría, pero sobre todo silencios. Lo único que la salva de sí misma es su amor incondicional por Joan Manuel Serrat.

Como hoy está emocionada, ha perdido el control que la mantiene fría. Durante los últimos días la noto frágil, tanto que hasta mira la luna con ojos de adivina. Le preocupa que el día de la boda de su única y tardía hija, el sol sea demasiado intenso, que la brisa que se levanta al atardecer provoque escalofríos o que los invitados se pierdan por uno de los siete pueblos de su amado valle del Roncal.

En el pueblo hay un alboroto inusual. Apenas hay bodas. Tampoco jóvenes. Aquí solo viven los mayores. Sus nietos e hijos están en Pamplona, Bilbao, Madrid, Donostia, y muchos al otro lado, en Francia. Pero empieza el otoño, la estación más preciosa de los bosques de mis antepasados, y nadie puede resistirse a la belleza de Irati o Belagua. Tarde o temprano, todos volvemos a este lugar, donde nadie ha movido de sitio la iglesia, aunque no haya cura, las casas, aunque estén vacías, o el torrente, aunque nadie lo oiga.

Ella se ha encargado de que todos los que tengan algo que ver con este pueblo, aunque hayan venido a por setas, a guardar leña para el invierno, o a poner wifi en la casa de la bisabuela, sepan que su hija, es decir yo, se casa esta tarde.

Miro las vigas. Aquí se llaman arnais, en esa lengua medio roncalesa, medio euskera suletino, medio castellano. Son de una madera noble y eterna. Las trajo mi tatarabuelo, el almadiero José Escaín, de las montañas por el río Esca. Son las mismas que quizá mi bisabuela miró una mañana como esta, cuando comenzaba el otoño y se preparaba nerviosa y empapada en miedo para salvar la distancia hasta el país vecino. Mi bisabuela, como la mayoría de las roncalesas de su generación, era una golondrina. Con las mujeres de otros valles cercanos, se iban a Francia a trabajar, donde fabricaban alpargatas por siete o diez céntimos de franco la hora… Las llamaban «golondrinas», hirondelles en francés, porque su emigración coincidía con la de estas aves. Se iban en octubre y volvían en mayo o junio, y nunca supieron si las raíces de sus vidas estaban a un lado o al otro de los Pirineos.

El sol se cuela entre las rendijas de las contraventanas. Hay un murmullo de trinos, el silencio roto por las pisadas de alguien que camina por las calles empedradas hacia el puente. Desde la cama, escucho ese silencio habitado tan característico de los pueblos del valle. Me habla el río con su eterno murmullo, bajando desde Isaba y alcanzando el remanso en Yesa; rompen el aire el saludo acostumbrado de un paisano, el ladrido de un perro, un estornudo…

La claridad ilumina mi vestido de novia. Ha sido confeccionado en Chez Olivier, una tienda de París que se dedica a los sueños y a la que mi futura suegra me llevó con miedo a que rechazara vestirme de blanco. Mi madre lo colgó anoche en una percha sobre la puerta de este precioso armario de madera de haya, fabricado hace cien años para albergar el ajuar que traería mi bisabuela de Francia.

Mi vestido ha estado viajando sin novia por media Europa. De París viajó a Roma, luego lo envié a Pamplona y después aquí. Raso de seda salvaje color hueso, y una falda superpuesta de tul natural. Dicen las costumbres que debo llevar algo nuevo: unas medias de seda blanca terminadas en encaje de Brujas que compré en una tienda de ropa interior en Roma. Algo antiguo: el collar de perlas de mi bisabuela Esperanza. Algo prestado: los pendientes de brillantes que mi padre le regaló a mi madre cuando se casaron.

Cierro los ojos porque siento que la presión de la inmensidad me rodeará en cuanto ponga el pie en el suelo. Mis padres me educaron en colegios religiosos, pero no tengo ni la fe ni la costumbre de rezar. Respiro como hago en la clase de yoga. Espanto los pensamientos. Pido ayuda al desorden de mis dioses, de mis hadas, de mis chamanes de YouTube. Los que hemos sido despojados de bastones tenemos que caminar apoyados en los quicios de las puertas, y aunque sé que no hay evidencias científicas de que los espíritus que han habitado esta casa hayan dejado en el aire las palabras que necesito hoy, las paredes me susurran.

Tumbada en esta cama grande, a punto de levantarme para dar el paso que me lleva hacia el resto de mi vida, siento a mis antepasadas, las Esperanzas Escaín de tres generaciones que, decididas, perdidas, sonriendo o mudas de dolor, habitaron esta casa y dejaron un legado silente que yo he recuperado. La historia está llena de héroes, conquistadores, descubridores y aventure­ros, pero a pie de calle hay muchas mujeres que se abrieron paso para formar hogares y espantar sus miedos y los de sus hombres.

La primera, mi bisabuela, nació el 5 junio de 1898, el mismo día que vino al mundo Federico García Lorca, y el mismo año en que vieron la luz Vicente Aleixandre y Bertolt Brecht. Ella no fue poetisa ni puso palabras a los olivos, pero nunca se separó de los libros, que le proporcionaron el refugio que necesitan las almas perdidas. Mi abuela me contó que una melancolía la envolvía como si una nube de polillas la acompañara a todas partes. Ella, su hija, mi abuela, también se llamó Espe­ranza, o Esperancita o Perla. Decía que su madre siempre había estado allí, y cuando decía «allí» ponía el índice en dirección a la tierra. De ella guardaba en su memoria su prudencia, la saga­cidad de sus ojos oscuros y el atrevimiento de sus amores silenciosos.

Mi abuela Esperancita, a la que todos llamaron Perla, era un torrente meridional cuyos ojos de mar azul y pelo rubio se atribuían a un padre desconocido, según las malas lenguas, alemán. Nació en 1919, Europa trataba de ponerse en pie tras la Gran Guerra, y allí donde emigraban los europeos nacían Chavela Vargas o Evita Perón. Ella también fue una mujer de una doble y extraordinaria belleza. La llamaron Perla por su piel blanca, casi nacarada, su inusual fisonomía y

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