El sermón sobre la caída de Roma

Jérôme Ferrari

Fragmento

cap-1

«ES POSIBLE QUE NO PEREZCA ROMA
SI NO PERECEN LOS ROMANOS»

Como testimonio de los orígenes, como testimonio del fin, estaría esa foto tomada en el verano de 1918 que Marcel Antonetti se obstinó en contemplar en vano a lo largo de toda su vida para descifrar el enigma de la ausencia. En ella se ve a sus cinco hermanos y hermanas posando con su madre. Alrededor de ellos, todo es de un blanco lechoso, no se distinguen el suelo ni las paredes y parecen flotar cual espectros en una extraña niebla que pronto los engullirá y los borrará. Ella está sentada vestida de luto, inmóvil y de una edad indefinida, lleva un pañuelo oscuro en la cabeza, tiene las manos abiertas apoyadas sobre las rodillas y mira con tal intensidad un punto situado mucho más allá del objetivo que parece indiferente a cuanto la rodea: el fotógrafo y sus instrumentos, la luz del verano y sus propias criaturas, su hijo Jean-Baptiste, tocado con una boina con pompón, que se acurruca temeroso contra ella, embutido en un traje de marinerito demasiado ajustado, sus tres hijas mayores, alineadas detrás de ella, muy tiesas y endomingadas, con los brazos firmes pegados al cuerpo y, sola en primer plano, la más pequeña, Jeanne-Marie, descalza y harapienta, ocultando su carita pálida y enfurruñada tras los largos mechones desordenados de sus cabellos negros. Y cada vez que se cruza con la mirada de su madre, Marcel tiene la irreprimible certidumbre de que está dirigida a él y que ella ya buscaba, incluso en el limbo, los ojos del hijo que aún debía nacer y al que aún no conocía. Pues en esa foto, tomada en un día canicular del verano de 1918, en el patio de la escuela donde un fotógrafo ambulante había desplegado una sábana blanca entre dos caballetes, Marcel contempla ante todo el espectáculo de su propia ausencia. Todos aquellos que pronto lo rodearán con sus cuidados, tal vez con su amor, se hallan allí, pero en verdad ninguno de ellos piensa en él y nadie lo echa en falta. Han sacado de un armario trufado de naftalina la ropa de gala que nunca se ponen y han tenido que consolar a Jeanne-Marie, que solo cuenta cuatro años y aún no tiene ni vestido nuevo ni zapatos, y luego han subido juntos hacia la escuela, sin duda felices de que finalmente suceda algo que los arranque un instante de la monotonía y la soledad de los años de guerra. El patio de la escuela está lleno de gente. A lo largo del día, bajo la canícula del verano de 1918, el fotógrafo ha retratado a mujeres y niños, inválidos, viejos y curas que desfilan ante su objetivo en busca ellos también de un respiro, y la madre de Marcel, y su hermano y sus hermanas, han aguardado su turno pacientemente secando de vez en cuando las lágrimas de Jeanne-Marie avergonzada de su vestido agujereado y sus pies descalzos. En el momento de tomar la foto se ha negado a posar con los demás y ha habido que tolerar que se quede de pie sola en primera fila, cubierta por sus cabellos despeinados. Están reunidos y Marcel no se halla allí. Y, sin embargo, gracias al sortilegio de una incomprensible simetría, ahora que los ha enterrado a uno tras otro, ya solo existen gracias a él y a la obstinación de su mirada fiel, él, en quien ni siquiera pensaban mientras contenían la respiración en el momento en que el fotógrafo pulsaba el obturador de su máquina, él que es ahora su única y frágil muralla contra la nada, y es por ello que aún saca esa foto del cajón donde la guarda cuidadosamente, aunque la deteste como, en el fondo, siempre la ha detestado, porque si un día dejara de hacerlo no quedaría nada de ellos, la foto se convertiría en una disposición inerte de manchas negras y grises y Jeanne-Marie dejaría de ser para siempre una niña de cuatro años. A veces los mira de arriba abajo con cólera, desea reprocharles su falta de clarividencia, su ingratitud, su indiferencia, pero se cruza con la mirada de su madre y se imagina que lo ve, hasta en el limbo donde se hallan cautivos los niños por nacer, y que lo espera, a pesar de que, dicha sea la verdad, Marcel no es y nunca ha sido aquel al que ella busca desesperadamente con la mirada. Pues busca, más allá del objetivo, a aquel que debería hallarse de pie a su lado y cuya ausencia es tan cegadora que podría creerse que esa foto únicamente fue tomada en el verano de 1918 para hacerla tangible y conservar la huella de la misma. El padre de Marcel fue hecho prisionero en las Ardenas durante los primeros combates y desde el inicio de la guerra trabaja en una mina de sal en la Baja Silesia. Cada dos meses envía una carta que hace escribir a uno de sus camaradas y que los niños leen antes de traducírsela en voz alta a su madre. Las cartas tardan tanto en llegar que siempre temen oír solo el eco de la voz de un muerto repetido por una caligrafía desconocida. Sin embargo, no ha muerto y vuelve al pueblo en febrero de 1919 para que Marcel pueda ver la luz. Se le han quemado las cejas, las uñas de sus manos están roídas por el ácido y en sus labios agrietados se ven los restos blancos de las pieles muertas de las que nunca podrá desprenderse. Sin duda ha mirado a sus hijos sin reconocerlos, pero su esposa no ha cambiado puesto que nunca ha sido joven ni fresca, y la ha abrazado aunque Marcel jamás haya comprendido qué pudo empujar uno hacia el otro a esos dos cuerpos secos y rotos, no podía tratarse del deseo, ni siquiera de un instinto animal, tal vez fuera únicamente porque Marcel necesitaba su abrazo para abandonar el limbo desde el fondo del cual acechaba desde hacía mucho tiempo, esperando su nacimiento, y en respuesta a su llamada silenciosa reptaron aquella noche uno sobre el otro en la oscuridad del dormitorio, sin hacer ruido para no despertar a Jean-Baptiste y Jeanne-Marie, que fingían dormir, tumbados en su colchón en un rincón de la habitación, con sus corazones latiendo aceleradamente ante el misterio de los crujidos y de los suspiros roncos que alcanzaban a comprender sin poder darles un nombre, presas del vértigo ante la magnitud del misterio que mezclaba tan cerca de ellos la violencia y la intimidad, mientras sus padres se extenuaban furiosamente restregando sus cuerpos uno contra el otro, retorciendo y explorando la aridez de sus carnes para reanimar las antiguas fuentes desaguadas por la tristeza, el luto y la sal y extraer, del fondo de sus vientres, los humores y flemas que aún quedaran, ni que fuera un resto de humedad, un poco del fluido que sirve de receptáculo a la vida, una sola gota, y tan denodados fueron sus esfuerzos que esa única gota acabó brotando y condensándose en ellos, e hizo posible la vida cuando ellos mismos apenas seguían vivos. Marcel siempre ha imaginado, siempre ha temido no haber sido deseado sino únicamente haber sido impuesto por una impenetrable necesidad cósmica que le habría permitido crecer en el vientre seco y hostil de su madre mientras se alzaba un viento fétido y arrastraba desde el mar y los llanos insalubres los miasmas de una gripe mortal que barría los pueblos y arrojaba por docenas en las fosas apresuradamente excavadas a quienes habían sobrevivido a la guerra, sin que nada pudiera detenerla, al igual que la mosca venenosa de las antiguas leyendas, esa mosca nacida de la putrefacción de un cráneo maléfico y que una mañana surgió de la nada de sus órbitas vacías para exhalar su aliento ponzoñoso y alimentarse de la vida de los hombres hasta volverse tan monstruosamente grande que su sombra sumía en la oscuridad valles enteros y solo la lanza del Arcángel pudo por fin abatirla. El Arcángel había regre

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