Medianoche en el jardín del bien y del mal

John Berendt

Fragmento

1

UNA VELADA EN MERCER HOUSE

Era alto, tendría unos cincuenta años de edad, y era de rasgos apuestos aunque oscuros, siniestros casi: llevaba un bigote correctamente recortado, el cabello plateado en las sienes, y tenía unos ojos tan negros que recordaban los cristales tintados de una reluciente limusina, de modo que él veía lo de fuera, pero era imposible ver su interior. Estábamos sentados en la sala de estar de su casa de estilo victoriano. La verdad es que era una mansión de habitaciones amplias y bien proporcionadas, con techos de más de cuatro metros de altura. Una elegante escalera en espiral arrancaba del vestíbulo y subía a la segunda planta, para rematar en una cúpula acristalada. En la segunda planta había un salón de baile. Era Mercer House, una de las últimas grandes mansiones de Savannah que aún era de propiedad privada. Sumada al jardín tapiado y a las caballerizas y las cocheras de la parte de atrás, ocupaba toda una manzana. Si Mercer House no era la más grande de las casas privadas de Savannah, sí que era sin duda la que tenía un mobiliario más grandioso. El Architectural Digest le había dedicado seis páginas. En un libro sobre los interiores de las grandes mansiones del mundo entero aparecía junto a Sagamore Hill, Biltmore y Chartwell. Mercer House era la envidia de todos los nativos de Savannah. Y en ella vivía solo Jim Williams.

Williams estaba fumando un puro King Edward.
–Lo que más disfruto –dijo– es llevar una vida de aristócrata, pero sin la carga que comporta el serlo de veras. Ya sabe, la gente de sangre azul es víctima de la endogamia, y está muy debilitada por eso. Luego hay que tener en cuenta a todas esas generaciones de auténtica grandeza; hay que estar a la altura de la historia, y no es de extrañar que los aristócratas de hoy día carezcan de ambiciones. Yo no les envidio. A mi juicio, lo único que vale la pena son los oropeles de la aristocracia: el esplendor de los muebles, los cuadros, la plata… Es decir, todos esos objetos que los aristócratas se ven obligados a vender cuando se les acaban los ahorros. Y siempre pasa igual. Al final, lo único que les queda es una educación exquisita.

Hablaba arrastrando las sílabas, con un acento suave como el terciopelo. En las paredes de su residencia tenía colgados retratos de la aristocracia europea y norteamericana, de Gainsborough, Hudson, Reynolds, Whistler. La procedencia de sus posesiones se remontaba a los duques y duquesas de antaño, a los reyes y las reinas, los zares, los emperadores y los dictadores.

–De todos modos –añadió–, la realeza es mejor.

Williams sacudió la ceniza del puro en un cenicero de plata. Un oscuro gato atigrado se le había subido al regazo, y lo acarició con dulzura.

–Ya sé que es probable que produzca una impresión errónea, teniendo en cuenta cómo vivo, pero no pretendo engañar a nadie. Hace años, estaba mostrándoles la casa a un grupo de visitantes, y vi que un hombre hacía a su esposa un gesto de aprobación. Vi formarse en sus labios las palabras «dinero antiguo». Era nada menos que David Howard, el principal experto del mundo entero en porcelanas heráldicas chinas. Después, me lo llevé a un lado e hice con él un aparte. «Señor Howard», le dije, «yo nací en Gordon, estado de Georgia. Es una pequeña localidad cercana a Macon. Lo mejor que tiene Gordon es una mina de yeso. Mi padre era barbero y mi madre trabajaba de secretaria en la administración de la mina. Mi dinero, o lo que me pueda quedar, tiene solo once años de antigüedad.» Bueno, pues el hombre se quedó totalmente de piedra. «¿Sabe qué es lo que me había hecho pensar que viene usted de una familia de alcurnia, aparte de las antigüedades y los retratos?», me dijo. «Esas sillas de ahí. Los bordados del respaldo están deshilachándose. Un nuevo rico lo ordenaría arreglar de inmediato; en cambio, una persona cuyo dinero venga de antiguo lo dejaría tal como está.» «Lo sé», le dije. «Algunos de mis mejores clientes son lo que usted llama “dinero antiguo”.»

Durante los seis meses que viví en Savannah oí mencionar el nombre de Jim Williams muy a menudo. Una de las razones era la casa, pero había otras. Tenía un boyante negocio de compra y venta de antigüedades, aparte de restaurar casas antiguas. Había sido presidente de la Telfair Academy, el museo de arte local. Su nombre había aparecido en Antiques, y el director de la revista, Wendell Garrett, decía que era un auténtico genio: «Tiene una vista extraordinaria para encontrar maravillas. Se fía de su propia apreciación, y está siempre dispuesto a correr el riesgo. Toma un avión sin pensarlo dos veces y va a donde haya una subasta: Nueva York, Londres, Ginebra. Pero en lo más profundo de su corazón es un chovinista sureño, más que un genuino hijo de la región. No creo que los yanquis le hagan ninguna gracia». Williams había desempeñado un papel muy activo en la restauración del centro histórico de Savannah, que había comenzado a mediados de los años cincuenta. Georgia Fawcett, una dama dedicada a la conservación de edificios antiguos prácticamente desde que tuvo uso de razón, recordaba qué difícil fue conseguir que la gente se implicase en la salvación del centro de Savannah durante aquellos primeros momentos. «La parte vieja de la ciudad se había convertido en un arrabal infecto –dijo–. Los bancos le habían echado el ojo a toda la zona. Las grandes mansiones señoriales se caían a pedazos, o bien estaban en proceso de demolición, para dejar espacio a las gasolineras y a los aparcamientos, y era imposible que un solo banco prestase dinero para dedicarlo a la salvación de la arquitectura urbana. Las prostitutas se habían adueñado de las calles. A las parejas con hijos pequeños les daba miedo vivir en el centro, porque se consideraba bastante peligroso.» Miss Fawcett había sido integrante de un pequeño grupo de personas modestamente adineradas, dedicadas a la conservación, que intentaron ya desde los años treinta poner coto al aumento de gasolineras y salvar así los edificios antiguos. «Una cosa sí supimos hacer –dijo–. ¿Sabe qué? Interesamos a los solteros por el proyecto.»

Jim Williams fue uno de aquellos solteros. Compró una hilera de casas de ladrillo en East Congress Street, las restauró una por una y las vendió a buen precio. Muy pronto empezó a comprar, restaurar y a vender docenas de casas del centro de Savannah. En los periódicos comenzaron a publicarse artículos que llamaron la atención sobre sus restauraciones, y su negocio de antigüedades empezó a medrar. Iba a Europa una vez al año, siempre a comprar antigüedades. No tardaron en descubrirlo las grandes anfitrionas de la sociedad. El aumento de la fortuna de Williams fue paralelo al renacimiento del centro histórico de Savannah. A principios de los setenta, las parejas con hijos habían vuelto a vivir en el centro, y las prostitutas se desplazaron a Montgomery Street.

Sintiéndose generoso, Williams compró Cabbage Island, una de las islas que forman un archipiélago a lo largo de la costa de Georgia. Cabbage Island fue una chifladura. Tenía unas 720 hectáreas, todas las cuales, salvo dos, estaban cubiertas por el agua con la marea alta. Pagó cinco mil dólares por la isla en 1966. Los lobos de mar de la región le dijeron que lo habían timado: Cab bage Island había estado en el mercado por la mitad de esa cantidad el año anterior. Cinco mil dólares era demasiado dinero por un pedazo de tierra perpetuamente encharcado, en el que ni siquiera era posible construir una casa. No obstante, al cabo de unos meses se descubrieron fosfatos en el subsuelo de varias islas costeras; una de ellas era C

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