Animales luminosos

Fragmento

cap-1

 

Salvo por el claroscuro, se diría que la escena es demasiado simple. Una calle desierta de nombre anodino en un sitio así, en una noche cerrada, no tendría ningún interés si no fuera por las luces del único local iluminado: el contraste que se forma entre las tiendas y oficinas de ventanas apagadas como los ojos de un miope echado a perder y ese restaurante solitario que resplandece discretamente y revela un ambiente semivacío porque está a punto de cerrar. Más allá de sus cristales se distinguen apenas dos mesas ocupadas: una con una pareja algo cansada de conversar y otra en la que una mujer le habla a un hombre que quizás la escuche, pero que mira con insistencia hacia el exterior, como buscando algo que se le hubiera perdido. El resto del espacio interior lo compone un grupo de mesas vacías resaltadas por velas bajas que configuran una pequeña constelación que parece haberse refugiado del frío exterior de la noche. Las pequeñas luces se suceden unas a otras hasta extraviarse en el fondo, donde son emboscadas por las sombras.

Quien habita la escena con sentimientos encontrados es Todd, el chico que trabaja como anfitrión de ese restaurante que lleva el nombre de un animal de esta zona de la llanura norteamericana donde él no nació ni se crio, y a la que aún no se acostumbra del todo. Todd es de Minneapolis y ahora tiene veintiocho años. Le complica sobre todo esa mezcla de campo y sofisticación que rodea a la universidad por la que vino a vivir aquí hace tres años. Consiguió este puesto a tiempo parcial hace casi dos y le gustó porque queda cerca a su casa, en esa zona límite entre las viviendas iluminadas de manera cansina y el resplandor de los edificios del Centro. Le gustó también porque la paga es buena, el ambiente es amable y su puesto, que logró debido a la armonía de sus facciones, la belleza pálida de sus ojos celestes y ese aire de elegancia que despide todo el tiempo sin necesidad de hacer ningún esfuerzo, es bastante mejor que atender en una cadena de comida rápida o emplearse en una fábrica. Tres veces por semana, Todd cumple su medio turno de la mejor manera que puede. Estos horarios le dan tiempo para los estudios, para salir de vez en cuando a la noche y para seguir rumiando los planes que se ha trazado para el futuro. Es verdad que hay vértigo en ellos, pero la presión es como la de cualquier trabajo y él se ha vuelto experto en el suyo.

Hoy, por ejemplo, Todd llegó temprano como siempre y antes de que el cielo hubiera terminado de oscurecerse se puso el pantalón, los zapatos negros, la camisa y el saco impecablemente blanco que constituyen su uniforme. Luego ayudó a comprobar que sus compañeros hubieran terminado de vestir las mesas del restaurante con manteles y servilletas de tela en forma de antorchas, acomodó las velas cerradas en urnas delicadas, colocó un par de tarjetas de reserva, abrió la puerta del restaurante y sacó el atril de luz con la carta que puso a un lado de la calle. Finalmente, con la mejor disposición, se detuvo en la puerta a esperar a los clientes. A todos les dio la bienvenida con su mejor sonrisa mientras recogía sus abrigos y bufandas y guantes, chequeó el libro de registros colocado sobre el atril interior con la lista de las reservas, trató de recordar el nombre de muchos de ellos y de pronunciarlos de un modo tal que les hiciera sentirse bien, y los condujo a sus mesas, donde los vio desarmar las servilletas de tela para llevárselas a las piernas y hojear la carta sin detenerse a mirar la lista de precios. Como siempre, Todd les sugirió un aperitivo y supervisó la manera en que revisaban los platos, atento para recomendar el vino que mejor maridaría con las carnes de res o de cordero o de ganso o de avestruz o de salmón. Comprobó la efectividad de sus sugerencias en la fluidez con que recibió las órdenes, pero también en la naturalidad con la que las parejas, ya cómodas, hablaban de los asuntos de la casa, del ejercicio de sus profesiones, del futuro de sus hijos o de la situación económica y política en su país. Todd vigiló a los comensales como un halcón a la espera de cualquier señal que requiriera su intervención. Los vigiló sin dejar de sonreír con el miedo agazapado de que alguno tuviera una queja sobre un plato o sobre alguna copa que hubiera quedado vacía. Cuando notaba un movimiento en una de las mesas, se acercaba para asesorarla, y su atención crecía si llegaba el momento de los postres, el café descafeinado o los tragos de sobremesa. Sabía que en todos sus movimientos era preciso emplear una elegante intensidad, la voz nítida y ligeramente elevada, el movimiento grácil de sus manos delicadas y hermosas. Todo era así hasta el momento inevitable en que un cliente —por lo general, un hombre de edad, listo para volver a casa— hacía ese ademán universal de firmar en el aire que lo obligaba a avisarle a uno de sus compañeros que preparara la cuenta de esa mesa. El cliente pagaría con tarjeta de crédito y dejaría una propina obligatoria mientras él se acercaba a la puerta dispuesto a entregarles a todos sus abrigos y también sus guantes y gorros antes de sonreírles por última vez y desearles que regresaran pronto. Lo demás era la rutina. Una y otra vez las mesas, una y otra vez la mirada de halcón, una y otra vez las manos juntas a la altura de su pecho y la leve genuflexión hasta que el local quedara vacío, o casi. Las noches menos felices, dos o tres parejas a las que les gustaba hablar mucho después de la cena solían quedarse pidiendo cocteles hasta tarde y, en un punto de la oscuridad, habría que traerles la cuenta porque el local tenía que cerrar debido a su licencia. Esta no parece ser una de esas noches. Todd ha encontrado un momento para dirigirse a la barra donde están los chicos que han venido por él, de modo que va hacia allí. Descubre que delante de los tres hay un grupo de copas mojadas y decide que las secará mientras hable con ellos.

—¿Y entonces? —se escucha decir, y de pronto se da cuenta de que su tono es más alto que el que sus compañeros han estado empleando y de que además ha sonado un poco artificial porque su turno de trabajo aún no ha acabado—. ¿Resolvieron su discusión?

Se trataba de definir si el sitio aquel en que vivían todos era o no era una ciudad. Así de antojadizo. Él había dejado la discusión a medias porque tenía que trabajar en las mesas. Ese era el tema que había recordado al primer respiro y que ahora retomaba.

—Es decir, ¿llegaron a una conclusión? —agrega, y toma la primera copa para secarla.

Los tres chicos del otro lado de la barra, de espaldas al grupo de mesas vacías, se le quedan mirando un segundo. Lo único que parece unirlos es la juventud. En todo lo demás se les ve distintos, aun cuando en conjunto los hermane su radical diferencia con los clientes habituales del restaurante.

—No nos lo hagas recordar —le dice uno de ellos, sentado en uno de los extremos de la barra, un tipo de piel tan uniforme y tostada que hace pensar en el verano. Ese tono contrasta bellamente con sus ojos color de miel. Se llama Nico y es de Tucson, aunque sus padres nacieron en Colombia. Tiene veintiséis, viste una chamarra de cuero marrón que resalta sus ojos y un jean. A diferencia de los otros dos, que tienen copas semivacías de vino al frente, él está tomando ron de un vaso pequeño.

Todd le sonríe:

—Pues para mí es una ciudad excelente —dice.

Nico está por asentir, pero lo interrumpe el chico sentado en medio de ellos, el único de los otros tres que tiene la piel blanca, como Todd, aunque no es rubio como él. Tiene el pelo negro y algo alborotado y los ojos de un color verde muy intenso, tan intenso que a veces parecen azules, e incluso más azules que los pálidos ojos azules de Todd. Le dicen Nate y es de Seattle. Tiene veinticuatro años.

—Vamos, Todd —dice—. Sabes muy bien que no es ni siquiera una ciudad. Un college town jamás lo es y esto es eso, un simple college town.

Nico hace un gesto desesperado de mirar al techo y se ríe. Compone el ademán teatral y divertido de quien está acostumbrado a las opiniones radicales y a veces realmente extrañas de su compañero. Nate tiene ideas muy extremas acerca de todo, empezando por su crítica a las industrias alimentarias del país o al hecho de que en este restaurante se sirva carne de animales.

—En Sudamérica le dicen ciudades universitarias, ¿verdad, Nico? —dice Todd. Cada cierto tiempo le gusta decir frases así, en idioma español, y cotejarlas con quien sepa el idioma—: ¿Lo pronuncié bien?

—Las llaman así, es verdad —responde Nico, pasando por alto la pregunta de su amigo sobre la pronunciación y volteándose para decirle algo a Nate—: Si las llegaras a ver, tú que también quieres viajar a Sudamérica, te vas a decepcionar. Son solo un grupo de edificios sin gracia cercados por una larga reja gris. A veces no tienen ni pasto. Como condominios de última. Nada ni remotamente parecido a los campus que tenemos aquí.

—¿Y les llaman así, ciu-da-des? —dice Nate, pronunciando la última palabra en un esforzado español.

Nico se encoge de hombros.

—Latinoamérica —dice, en tono irónico.

—Pero tampoco por eso vamos a considerar que este lugar en el que vivimos es una ciudad —contraataca Nate—. Un campus universitario inmenso y sin rejas rodeado por algunos condominios y barrios alrededor en el que solo viven estudiantes no puede ser una.

—Sabes que vive mucha gente que no es de la universidad —dice Todd, haciendo un gesto de señalar a las mesas vacías con la cabeza.

—No pienso discutirlo más con Nate —dice Nico, que cruza los brazos de forma acentuada y hace que los demás se rían en la barra—. No pienso discutir de nada con Nate. Este sitio tiene todo lo que define a una ciudad más allá de que haya un campus universitario en ella o no.

Nate está por añadir algo, pero de pronto se interrumpe. Todd ha estado limpiando unas copas y las ha ido colocando sobre las cabezas de sus compañeros cuando le ha parecido ver movimiento en una de las mesas y los ha dejado de súbito para hablar con uno de los últimos clientes de la noche, que ahora le pide la cuenta. Después regresa a la barra. Es camino a ella que Todd cobra conciencia y deposita sus ojos en el tercer chico que los acompaña, un muchacho que no había visto antes en el campus y cuyo nombre no ha retenido. Él y Nico lo acaban de conocer hace un par de horas porque Nate llegó con él. Solo por eso. Es la figura que más desentona con el ambiente. Es cierto que es tan alto como ellos, solo que su piel, que es de un color ligeramente más claro que la de Nico, no hace pensar en playas, sino en el hábitat de un bicho asustado que ha venido desde muy lejos: sus rasgos son irregulares; sus ojos, pequeños y algo ensombrecidos; el corte, poco juvenil; y también extraña la ropa que lleva puesta, que lo hace parecer de otro tiempo. Su chompa, por ejemplo, parece tejida a mano con una técnica difícil de describir. Y, además, es posible que haya pasado la barrera de los treinta.

—¿Qué piensas tú? —le dice Todd de un modo amable—. ¿Estás de acuerdo con lo que estos hablan?

Entonces el tipo parpadea. Al principio parece que le costara entender que se dirigen a él, pero así ha sido, de modo que hace esfuerzos por salir de un letargo que podría ser ensimismamiento o simple distracción, pero que en él parece marcar el lento despertar de una larga hibernación.

—Sí, ¿qué piensas tú? —agrega Nico—. No has hablado mucho desde que llegaste.

Él vuelve a parpadear. La imagen de los tres hombres que hablan en un idioma diferente al suyo de pronto adquiere otra dimensión, gana cierta sustancia, se transforma en un hecho y ese hecho ocurre aquí. Está sucediendo, de eso no hay dudas, y en esa consciencia hay una especie de umbral. Él existe y está en un sitio en el cual, desde que entró, le ha parecido estar a ratos dentro de una pintura y a ratos en la imagen de un sueño. Durante el tiempo que ha pasado en la barra, los otros hablaron y él ha intentado seguir la conversación lo mejor que ha podido, aunque sabe que no la ha captado del todo, o al menos no como le hubiera gustado captarla o como capta el idioma de ellos en los canales de noticias y en ciertas charlas académicas. Igual, está seguro de haber entendido que Nate y Nico vienen a la barra de este restaurante donde trabaja Todd cada tres o cuatro semanas, que lo hacen cuando Todd se los indica, y que lo volvieron hábito en el primer trimestre académico de este año que ya se acerca a su fin. Sabe también que Todd es roommate de Nate y que Nico es el mejor amigo de Todd. Nico visitaba mucho a Todd y así conoció a Nate, que habla un poco de español y adora la literatura latinoamericana tanto como la rusa, pese a que jamás ha estado en un país donde se hable español, ni siquiera en México. En la casa de la calle Canyon que Nate y Todd alquilan, Nate y Nico se hicieron amigos porque ambos comparten la afición al béisbol, que a veces miran tomando cervezas que nunca pasan de esas muy ligeras que los estudiantes suelen beber en los campus de este país. Era increíble que los cuatro estuvieran juntos en una barra vacía de ese restaurante tan elegante al que jamás se le habría ocurrido entrar por cuenta propia. En algo parecido ha estado pensando en todo este tiempo antes de que Todd le hiciera la pregunta. Él es el nuevo en este país y también nuevo en este Estado y a la vez es nuevo en este sitio y apenas los conoce a ellos. Si está empezando a vivir esto aquí, es solo por Nate.

—Depende de qué entendemos por ciudad —dice finalmente, y le parece muy extraño escuchar su voz.

Los demás lo miran con cierta expectativa mientras él trata de ordenar las palabras que conoce para decirlas en el idioma que no maneja.

—Es decir, creo que esta es una, pero no sé, nunca me había imaginado una ciudad tan llena de ardillas o alces.

Los ojos de los demás siguen depositados en él.

—Es decir. Es, seguramente. Pero ocurren cosas aquí que yo tomaría por historias del campo. Una noche, por ejemplo, me pasó algo increíble: caminaba cerca de donde vivo cuando me encontré con un animal inmenso…

—Bueno —lo interrumpe Nico—. Washington D. C. tiene alces también y es una ciudad.

—Que tenga alces no la hace ciudad, Nico —salta Nate—. Que los aplasten los carros en las calles, quizás. Yo podría llevar cuatro alces de aquí a Seattle y no sobrevivirían una hora.

—Pero acá aplastan a veces a los venados y a los mapaches —dice Todd, intentando hacerse el divertido.

Todos se miran y Todd hace un gesto risueño antes de mover la copa a un lado para ver si está impecable. Luego mira hacia la única mesa ocupada en el restaurante en la que un hombre parece buscar su billetera en el saco que cuelga de su silla.

—Vamos, solo basta pensar en dónde estamos ahora —dice, cambiando el tono, vertiendo la botella de vino blanco en las copas de Nate y del chico al que trajo—. No hay lugares así de sofisticados en todos lados. No encuentras un restaurante como este en cualquier lugar de Colorado. Salvo en Denver.

—¡Denver! —salta Nate—. ¡Denver es una ciudad! ¡Esta no! ¿Cómo va a existir un lugar que se pretende ciudad cuando su periódico local coloca como noticia de tapa que un grupo de mapaches atacó a un conjunto de autoridades de la universidad a la salida de un congreso celebrado de noche?

—Eran mapaches rabiosos —intenta bromear Todd.

—Podemos decir que es una ciudad tranquila —tercia Nico—, una ciudad pequeña y tranquila en la que no pasan grandes cosas.

—Pero ojo —añade Todd—, tan tranquila no es: parece tranquila. Pasan cosas tremendas y torcidas. Está el tipo ese que esclavizó a una niña durante cuatro años seguidos en una habitación cerrada para ultrajarla, ¿no? Eso es de película de terror. El otro día apareció en la tapa del Denver Post. Se veía el helicóptero que lo traía aquí con la vista de las montañas detrás.

—Bueno, y está el escritor demente que se va más allá de las montañas y persigue a su propio hijo, de apenas cinco años, para matarlo —dice Nico—. ¿Se acuerdan? Ese que cuida del hotel: ese también era de aquí.

—¿Jack Torrance de El resplandor? —dice Nate—. ¡Eso no cuenta!

—Es una película —dice Todd.

—Y no está basada en hechos reales —agrega Nate.

—Pero si el tipo es un tremendo orate y lo hacen vivir aquí no es en vano, ¿no? —dice Nico—. Si el director lo saca de aquí es que es verosímil que haya gente muy enferma viviendo entre nosotros, tanto como en las grandes ciudades.

—También hicieron aquí una serie sobre un marciano llamado Mork, ¿te acuerdas? —contesta Nate, riéndose—. El marciano hacía compras en la calle Pearl. Salían él y una chica llamada Mindy, y ella llevaba un polo de la universidad.

—Esa casa está cerca —le dice Todd a él, haciéndole un guiño.

—Pero ¿qué se puede deducir de algo así? —se ríe Nate—. ¿Que todos somos marcianos?

—¿Ya ves, Todd? —dice Nico, quejándose—. Tarde o temprano, Nate lleva la conversación al absurdo. Hoy sí estás imposible, Nate.

Todd les sonríe con el rostro con el que ha conseguido el trabajo que tiene y con el que, piensa ahora él mientras guarda silencio, podría conseguir el puesto que le viniera en gana; luego los deja porque los clientes de la última mesa se han parado y van hacia la puerta. Los tres se quedan en silencio por unos segundos en los que aprovechan para apurar un trago. Él se da cuenta de que los imita, como si sus movimientos todavía no tuvieran autonomía. Está pensando en eso cuando al rato vuelve Todd.

—A lo mejor colocaron a ese escritor loco solo por el asunto del manicomio —dice el anfitrión, mientras dispone sobre la barra un par de postres. Seguramente se arruinarían si nadie los consume esta noche, lo mismo que el vino abierto—. Tenemos el manicomio más grande de esta parte del oeste. Gente que prefirió explotar dentro de su mente antes que recordar algo horrible de su pasado. Ese privilegio solo es de ciudad.

—También tenemos el mayor índice de locos sueltos de todo el Estado —dice Nate—. Pero el hecho de que haya locos o asesinos no convierte a este lugar en una ciudad.

—¿Cómo que no? —salta Nico, teatralmente. Le está siguiendo la cuerda a la broma de Nate solo para continuar con la charla y porque Nate realmente le cae bien.

—En A sangre fría dos tipos matan a una familia entera en Holcomb, Kansas, y no por eso Holcomb se ganó el título de ciudad —dice Nate.

Nico vuelve a mirar el techo y abre los brazos en un gesto dramático de ruego y después de eso baja la mano en un gesto de rendición y le pide a Todd una cerveza. Todd se la alcanza y les pregunta a él y a Nate si quieren otra. Sus copas ya están vacías. Ambos le dicen que sí y Todd se las deja abiertas sobre la barra antes de irse a las mesas. Les han dado un par de sorbos cuando Nate pregunta qué piensan hacer esta noche en la ciudad y los otros dos se ríen. Él no dice nada porque no tiene nada qué decir. Nico le habla a Nate de una chica cuyo nombre se le escapa y Nate le devuelve la pregunta con el nombre de otra; parece un duelo tenso que se resuelve cuando Nico levanta los hombros en un gesto que contiene algo de resignación con un poco de indiferencia. Cuando Todd vuelve le preguntan qué piensa hacer esta noche y Todd dice que esperará a que la cuenta del trabajo cierre y entonces todos podrían irse a algunas fiestas con chicas. Lo dice así, en español, y lo mira a él; luego sonríe de un modo encantador y hace un gesto que contiene un poco de esperanza y algo de tristeza. Nate lo mira a él, que ha seguido la conversación en silencio, y le hace un ademán que indica que también está incluido en el plan.

—¿Vienes con nosotros? —le dice Todd, formalizando la invitación.

—Claro —contesta él, y al decirlo siente que algo dentro de sí se ha iluminado o se ha intensificado, aunque no sabría determinar qué ha sido exactamente; se parece a la alegría que uno siente cuando una chica te acepta salir a bailar.

Todd los deja un momento para cerrar el local mientras Nico y Nate barajan opciones de lo que podrían hacer esta noche. Los nombres de los lugares de los que hablan no los ha escuchado jamás, ni las claves que dicen, ni la jerga que usan, y se siente como un niño aceptado en un equipo de gente grande que tiene propósitos que lo exceden. El silencio no lo molesta porque entiende que ellos saben que de los cuatro él es quien menos conoce la noche norteamericana, así que, por un momento, mientras los escucha sin prestarles atención, vuelve a pensar en el milagro secreto de estar incluido en un plan de chicos de este país. Hace unas semanas algo así le hubiera parecido imposible. ¿Cómo lo hubiera previsto? Normalmente, Nate y él se encontraban en un café dentro del campus, donde se reunían por espacio de dos horas para ejecutar el programa que se trazaron desde que se conocieron: hablar una hora en inglés, en la que Nate aprovechaba para presentarle palabras y expresiones que le serían útiles en la vida que pretendía llevar en este país; y otra en español, en la que él a veces practicaba algunas de las clases que le tocaría dar en esa universidad algún año próximo, cuando se le acabara la beca especial que lo obligaba solo a estudiar. Al principio tocaban temas impersonales y a juicio de ambos útiles para obtener vocabulario y aceitar la gramática —el clima, sus rutinas diarias, las clases—, pero no tardaron mucho en descubrir que algunos asuntos los apasionaban por igual y, entonces, el objetivo empezó a diluirse hasta un punto en que ambos se entregaron a una sofisticada mezcla de lenguaje corporal y spanglish para hablar casi exclusivamente de literatura. Nate contaba de su viaje a Rusia como parte de un intercambio solventado por la universidad y su amor por Bulgákov y El maestro y Margarita, pero pronto, por alguna razón u otra, recalaba en los autores del boom —sobre todo los de corte fantástico o sobrenatural traducidos a su idioma: Cortázar, Borges, García Márquez—. Él le preguntaba por la literatura norteamericana que adoraba y que, en parte, solía decirle, lo había animado a venir a este país. Las dos horas pasaron a ser más de dos horas y un día Nate le propuso empezar a encontrarse en el Centro, en la calle Pearl, que era un lugar más animado.

Uno de esos días había sido hoy. Esta tarde de viernes la conversación fue más intensa que otras veces, al punto de que se extendió por casi tres horas y, al final de ellas, Nate le preguntó si no quería seguir conversando y quizás ir a ver libros usados a unos locales que quedaban cerca. Él dijo que sí, ¿por qué no?, y entonces los dos continuaron su charla en una tienda de libros de segunda mano llamada Red Letter, donde había cientos de títulos clásicos de narrativa norteamericana, y también de poesía, y entre ellos eligió un par que compró por recomendación de Nate. Fue a la salida de la tienda, frente a unas casas algo ya grises que había en ese tramo alejado de la calle Pearl en la que ya no había paseo peatonal, que Nate le dijo si no quería tomarse otro café, o a lo mejor una cerveza. Él contestó que la cerveza le provocaba. El aire enfriaba y el viento empezaba a soplar en la calle principal cuando entraron a un sitio con decoración hindú llamado Mountain Sun y se sentaron en una de sus mesas bajas a pedir cerveza casera. Él tomó lo que pidió Nate y brindó con él. Siguieron conversando sobre los libros que habían comprado, cuando Nate le dijo que su roommate trabajaba ese día en un restaurante de la calle Walnut, y que esa noche se habían dado las condiciones para pasar un rato a estar con él; si él quería, podrían comer algo en casa de Nate e ir luego al sitio de su amigo a tomar algo sin pagar. ¿Le interesaba? Él le dijo que sí, aunque como no esperaba una propuesta de ese calibre quizás no fue tan enfático en su afirmación. Ya estaban parados en medio de la calle Pearl tras las cervezas en el Mountain Sun cuando Nate le planteó nuevamente su idea y esta vez él le dijo que sí, le dijo que, sin lugar a dudas, eso o cualquier otra cosa que Nate propusiera; la verdad es que él no tenía nada que hacer esa noche ni ninguna otra noche, pues su única actividad durante los fines de semana era precisamente esa, juntarse y conversar con Nate.

Nate le dijo que su casa estaba muy cerca, así que ambos tomaron una transversal a Pearl y caminaron por ella mientras el cielo se oscurecía. Dieron con la calle Canyon, que era donde estaba la casa que Nate compartía con Todd y con Sofía, una jugadora de softball de la universidad. La casa era como muchas que él había visto durante los pocos meses que llevaba allí: un departamento en un edificio corto de madera de un color sombrío y a través de cuyas escaleras exteriores se llegaba a una especie de loft que ocupaba parte de lo que serían el tercer y cuarto pisos. Nate abrió la puerta y ambos entraron a un ambiente común de techos altísimos que más bien parecía la sala de estar algo derrengada de una película ya vista. Había una tele de grandes dimensiones, unos muebles y cojines de diversas procedencias, una cocina mediana que compartían todos los que vivían allí y, a un extremo, dos habitaciones que, le contó Nate, ocupaban Todd y Sofía. A un lado de la puerta de la cocina se levantaba una escalera de madera que trepaba pegada a la pared lateral y desembocaba en una especie de balcón interior con vista a la sala; en él, dos puertas anunciaban sendos cuartos sin duda más pequeños. Nate le propuso verlos y subieron. Uno, el primero, hacía las veces de almacén y allí se agrupaban los objetos más diversos de los habitantes anteriores y recientes. En el otro dormía Nate. Era un sitio reducido, iluminado por una lámpara de pie que apuntaba a un colchón sobre una tarima modesta y, al lado de ellos, regados en el piso, libros de poesía y narrativa, y también guías y revistas especializadas de ajedrez, y más allá una pequeña ventana que daba a una vista de jardines y plantas silvestres, y más al fondo un horizonte de casas similares a esta que desembocaban en el centro y detrás de las cuales se veían las montañas. Nate se lo enseñó rápidamente durante el tiempo que le tomó encontrar un par de cuentos que había escrito y que quería compartir con él. Mientras él leía algunos pasajes sobre un profesor de ajedrez que miraba con atención a una chica de ojos traslúcidos, Nate empezó a leer sus correos en la laptop. Lo escuchó teclear con intensidad y luego lo vio cerrarla de forma abrupta. Él intentó decirle algo sobre lo que había leído, pero Nate no estaba muy atento a sus opiniones. Parecía algo ido. Cuando salieron, Sofía había dejado su habitación y estaba ocupada terminando de prepararse para ir a un entrenamiento. Era rubia, gruesa y de baja estatura, tenía las mejillas coloradas y un aire rudo, pero su voz era suave y se puso a hablar con Nate apenas bajaron. Él pudo percibir, por un momento, la experiencia de estar por primera vez en un hogar en el que solo se hablaba inglés y donde tres chicos norteamericanos compartían su vida en la universidad. Era como estar en un set de televisión. Sofía se quejaba del horario impuesto por su entrenad

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