Animales luminosos

Jeremías Gamboa

Fragmento

cap-1

 

Salvo por el claroscuro, se diría que la escena es demasiado simple. Una calle desierta de nombre anodino en un sitio así, en una noche cerrada, no tendría ningún interés si no fuera por las luces del único local iluminado: el contraste que se forma entre las tiendas y oficinas de ventanas apagadas como los ojos de un miope echado a perder y ese restaurante solitario que resplandece discretamente y revela un ambiente semivacío porque está a punto de cerrar. Más allá de sus cristales se distinguen apenas dos mesas ocupadas: una con una pareja algo cansada de conversar y otra en la que una mujer le habla a un hombre que quizás la escuche, pero que mira con insistencia hacia el exterior, como buscando algo que se le hubiera perdido. El resto del espacio interior lo compone un grupo de mesas vacías resaltadas por velas bajas que configuran una pequeña constelación que parece haberse refugiado del frío exterior de la noche. Las pequeñas luces se suceden unas a otras hasta extraviarse en el fondo, donde son emboscadas por las sombras.

Quien habita la escena con sentimientos encontrados es Todd, el chico que trabaja como anfitrión de ese restaurante que lleva el nombre de un animal de esta zona de la llanura norteamericana donde él no nació ni se crio, y a la que aún no se acostumbra del todo. Todd es de Minneapolis y ahora tiene veintiocho años. Le complica sobre todo esa mezcla de campo y sofisticación que rodea a la universidad por la que vino a vivir aquí hace tres años. Consiguió este puesto a tiempo parcial hace casi dos y le gustó porque queda cerca a su casa, en esa zona límite entre las viviendas iluminadas de manera cansina y el resplandor de los edificios del Centro. Le gustó también porque la paga es buena, el ambiente es amable y su puesto, que logró debido a la armonía de sus facciones, la belleza pálida de sus ojos celestes y ese aire de elegancia que despide todo el tiempo sin necesidad de hacer ningún esfuerzo, es bastante mejor que atender en una cadena de comida rápida o emplearse en una fábrica. Tres veces por semana, Todd cumple su medio turno de la mejor manera que puede. Estos horarios le dan tiempo para los estudios, para salir de vez en cuando a la noche y para seguir rumiando los planes que se ha trazado para el futuro. Es verdad que hay vértigo en ellos, pero la presión es como la de cualquier trabajo y él se ha vuelto experto en el suyo.

Hoy, por ejemplo, Todd llegó temprano como siempre y antes de que el cielo hubiera terminado de oscurecerse se puso el pantalón, los zapatos negros, la camisa y el saco impecablemente blanco que constituyen su uniforme. Luego ayudó a comprobar que sus compañeros hubieran terminado de vestir las mesas del restaurante con manteles y servilletas de tela en forma de antorchas, acomodó las velas cerradas en urnas delicadas, colocó un par de tarjetas de reserva, abrió la puerta del restaurante y sacó el atril de luz con la carta que puso a un lado de la calle. Finalmente, con la mejor disposición, se detuvo en la puerta a esperar a los clientes. A todos les dio la bienvenida con su mejor sonrisa mientras recogía sus abrigos y bufandas y guantes, chequeó el libro de registros colocado sobre el atril interior con la lista de las reservas, trató de recordar el nombre de muchos de ellos y de pronunciarlos de un modo tal que les hiciera sentirse bien, y los condujo a sus mesas, donde los vio desarmar las servilletas de tela para llevárselas a las piernas y hojear la carta sin detenerse a mirar la lista de precios. Como siempre, Todd les sugirió un aperitivo y supervisó la manera en que revisaban los platos, atento para recomendar el vino que mejor maridaría con las carnes de res o de cordero o de ganso o de avestruz o de salmón. Comprobó la efectividad de sus sugerencias en la fluidez con que recibió las órdenes, pero también en la naturalidad con la que las parejas, ya cómodas, hablaban de los asuntos de la casa, del ejercicio de sus profesiones, del futuro de sus hijos o de la situación económica y política en su país. Todd vigiló a los comensales como un halcón a la espera de cualquier señal que requiriera su intervención. Los vigiló sin dejar de sonreír con el miedo agazapado de que alguno tuviera una queja sobre un plato o sobre alguna copa que hubiera quedado vacía. Cuando notaba un movimiento en una de las mesas, se acercaba para asesorarla, y su atención crecía si llegaba el momento de los postres, el café descafeinado o los tragos de sobremesa. Sabía que en todos sus movimientos era preciso emplear una elegante intensidad, la voz nítida y ligeramente elevada, el movimiento grácil de sus manos delicadas y hermosas. Todo era así hasta el momento inevitable en que un cliente —por lo general, un hombre de edad, listo para volver a casa— hacía ese ademán universal de firmar en el aire que lo obligaba a avisarle a uno de sus compañeros que preparara la cuenta de esa mesa. El cliente pagaría con tarjeta de crédito y dejaría una propina obligatoria mientras él se acercaba a la puerta dispuesto a entregarles a todos sus abrigos y también sus guantes y gorros antes de sonreírles por última vez y desearles que regresaran pronto. Lo demás era la rutina. Una y otra vez las mesas, una y otra vez la mirada de halcón, una y otra vez las manos juntas a la altura de su pecho y la leve genuflexión hasta que el local quedara vacío, o casi. Las noches menos felices, dos o tres parejas a las que les gustaba hablar mucho después de la cena solían quedarse pidiendo cocteles hasta tarde y, en un punto de la oscuridad, habría que traerles la cuenta porque el local tenía que cerrar debido a su licencia. Esta no parece ser una de esas noches. Todd ha encontrado un momento para dirigirse a la barra donde están los chicos que han venido por él, de modo que va hacia allí. Descubre que delante de los tres hay un grupo de copas mojadas y decide que las secará mientras hable con ellos.

—¿Y entonces? —se escucha decir, y de pronto se da cuenta de que su tono es más alto que el que sus compañeros han estado empleando y de que además ha sonado un poco artificial porque su turno de trabajo aún no ha acabado—. ¿Resolvieron su discusión?

Se trataba de definir si el sitio aquel en que vivían todos era o no era una ciudad. Así de antojadizo. Él había dejado la discusión a medias porque tenía que trabajar en las mesas. Ese era el tema que había recordado al primer respiro y que ahora retomaba.

—Es decir, ¿llegaron a una conclusión? —agrega, y toma la primera copa para secarla.

Los tres chicos del otro lado de la barra, de espaldas al grupo de mesas vacías, se le quedan mirando un segundo. Lo único que parece unirlos es la juventud. En todo lo demás se les ve distintos, aun cuando en conjunto los hermane su radical diferencia con los clientes habituales del restaurante.

—No nos lo hagas recordar —le dice uno de ellos, sentado en uno de los extremos de la barra, un tipo de piel tan uniforme y tostada que hace pensar en el verano. Ese tono contrasta bellamente con sus ojos color de miel. Se llama Nico y es de Tucson, aunque sus padres nacieron en Colombia. Tiene veintiséis, viste una chamarra de cuero marrón que resalta sus ojos y un jean. A diferencia de los otros dos, que tienen copas semivacías de vino al frente, él está tomando ron de un vaso pequeño.

Todd le sonríe:

—Pues para mí es una ciudad excelente —dice.

Nico está por asentir, per

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos