Secretos de placer (Trilogía del placer 3)

Elena Montagud

Fragmento

cap-1

1

Me detengo ante la lápida de esa mujer a la que no he conocido y que, sin embargo, ocupa un hueco doloroso entre nosotros. Su sombra se me antoja cada vez más alargada. Contemplo las palabras grabadas en la losa de mármol y, durante un momento, me pregunto —una vez más— si lo poco que él me ha contado acerca de su historia es real. Leo: «Naima Safont. Cariñosa hija, amante novia, excelente profesional y carismática mujer. Jamás te olvidaremos. Nos dejaste demasiado pronto…».

Un escalofrío más helador de lo normal me recorre la espalda, y tengo que contenerme para no echarme a temblar ante el rostro de esa fotografía que me devuelve la mirada. Deduzco que Naima era apreciada por todo el mundo. Incluso sus compañeros de trabajo quisieron participar en su afectuosa despedida. También Héctor, por supuesto. No parece que estuviera enfadado con ella por lo que le hizo.

Introduzco las manos en los bolsillos de la chaqueta y niego con la cabeza, arrepentida de haber venido hasta el cementerio. ¿Qué pretendo obtener de esta visita? Aquí nadie va a obsequiarme con las respuestas que, últimamente, mi corazón necesita.

—¿Quién eras en realidad, Naima? —pregunto a la mujer de la foto como si pudiese contestarme. Me acerco un poco más a la losa y constato el asombroso parecido que existe entre nosotras, y eso a pesar de que Naima está muy joven en ese retrato—. Te habría traído unas flores, pero no sé cuáles te gustaban. De hecho, no sé nada de ti. Ni siquiera a qué te dedicabas exactamente. Es extraño, ¿no? Con lo mucho que tu recuerdo nos ha afectado y, aun así, eres una completa desconocida para mí.

Me quedo callada unos segundos con la mente en otra parte, hasta que reparo en una familia que llora un par de lápidas más allá; en especial me fijo en la niña pequeña, que no puede controlar unos gemidos cargados de pena. Ante esa imagen un pinchazo me atraviesa el corazón y decido que ya es hora de marchame. No me gustan nada los cementerios, menos aún la tristeza que emana de todo en ellos, incluso de los cipreses. Además, Héctor está a punto de llegar del trabajo, y se preguntará por qué no estoy en casa escribiendo.

Avanzo hacia la familia con timidez y un tanto nerviosa. Debo pasar por su lado necesariamente para salir. Cuando estoy a escasos metros, una mujer se separa del grupo y echa a andar. No sé los motivos, pero hay algo en su modo de caminar —rápido, pero al mismo tiempo elegante— que me provoca una gran inquietud. Yo también ando con premura, dispuesta a alcanzar a esa figura que parece huir. Ignoro con qué me encontraré, y tampoco entiendo las voces de mi cabeza que me dicen que continúe hacia delante.

A medida que me aproximo esa mujer me resulta tremendamente familiar. Tiene el cabello muy oscuro, largo hasta la mitad de la espalda. Va vestida con un elegante abrigo negro que le llega hasta las rodillas y, a pesar de sus altos tacones, avanza resuelta. La verdad es que casi está corriendo; incluso tengo que apretar el paso para alcanzarla. De repente aprecio que se le cae algo blanco del bolsillo, y pienso que es la oportunidad perfecta para llamar su atención.

—¡Eh, señora! —exclamo justo en el momento en que dobla una esquina.

Llego hasta el objeto y lo recojo. Se trata de un inmaculado pañuelo con unas iniciales bordadas en color dorado en uno de los bordes: N. S. El corazón me brinca en el pecho ante esas dos simples letras que, por algún extraño motivo, se me antojan una premonición. Trato de convencerme de que tan solo es una coincidencia, así que continúo avanzando hasta la esquina por la que la mujer ha desaparecido. Lo hago más despacio, un poco asustada.

Asomo la cabeza con cuidado porque no quiero que nadie me vea, a pesar de que hace unos segundos anhelaba encontrarme con ella. Para mi sorpresa, esa calle del cementerio está completamente vacía. Ni rastro de la dueña del pañuelo. Doy un par de pasos más y entrecierro los ojos, no sea que estén jugándome una mala pasada. Pero no, aquí no hay nadie. ¿Cómo es posible que la mujer de cabellos oscuros se haya esfumado? La calle no tiene salida; termina en el muro, por lo que la única opción es trepar por él y después saltar al otro lado. Creo que está demasiado alto para que ella lo haya intentado. Además, ¿qué motivos tendría para hacer esa tontería?

—Me estoy volviendo loca —murmuro con una sonrisa nerviosa.

Y entonces noto a mi espalda un vientecillo helador, como si alguien se hubiera colocado detrás de mí. Al darme la vuelta me topo con los inexpresivos ojos de la mujer que, tiempo atrás, Héctor amó. Un grito se me congela en la garganta y me echo a temblar.

Naima me observa como una muñeca, sin reflejar ningún tipo de sentimiento en los ojos o en el rostro. En la foto que Héctor me enseñó, era una mujer muy expresiva, de mirada despierta y seductora; sin embargo, la figura que tengo delante parece haber perdido todo rastro de vida. «¡Y es que así es!», pienso. Tengo delante a una persona que murió años atrás en un accidente de tráfico.

—Hace tanto tiempo que él no viene… —susurra en ese momento la triste copia de Naima con una voz hueca y sin apenas separar los labios—. Dime, Melissa, ¿por qué dejó de visitarme? ¿Es que no nos merecemos, todos, un perdón?

Me llevo una temblorosa mano a la boca y niego con la cabeza, sin poder articular palabra. No sé qué debo contestarle. Es que no puedo hablar. Me he quedado sin palabras. Naima me mira sin parpadear y acerca su rostro al mío.

—Yo era culpable, pero él también lo fue —añade la Naima que tengo delante—. Y ninguno de los dos supimos perdonarnos. —A pesar de estar contando algo triste y doloroso, su tono y sus gestos son anodinos—. Pero tú, Melissa, ¿sabrás perdonarlo a él?

—¿Melissa?

Me sobresalto al notar una mano en mi hombro. No es la de Naima, sino la de Héctor, que me observa preocupado.

—¿Una pesadilla?

Parpadeo atontada y me doy cuenta de que me he quedado dormida con la cabeza apoyada en el escritorio. El Word todavía está abierto, a mitad de capítulo de la nueva novela que estoy escribiendo. Últimamente no descanso mucho con tal de cumplir los plazos, así que doy cabezadas en cualquier parte.

—¿Por qué me miras así? —le pregunto con una terrible sensación de malestar en todo el cuerpo a causa del maldito sueño.

—Estabas muy agitada, murmurando palabras incoherentes.

—¿De verdad?

Abro mucho los ojos, totalmente sorprendida. Recuerdo los últimos segundos del sueño, la pregunta de Naima. Sacudo la cabeza con tal de alejarlos de mí.

Héctor y yo nos quedamos en silencio. Aparto la mirada y la dirijo a la pantalla del ordenador. Descubro algo entre las frases escritas que me paraliza el corazón: me he dirigido a uno de los personajes con el nombre de Naima. Si Héctor se da cuenta se preguntará qué sucede, así que con toda la rapidez del mundo cierro el portátil y me vuelvo hacia él esbozando una sonrisa falsa.

—¿En serio estás bien?

—Lo estoy —asiento, tratando de mostrarme segura.<

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