Las horas robadas

María Solar

Fragmento

cap-1

1

Abril de 1979

Cuando Lola llegó a casa no la esperaba ningún beso detrás de la puerta, aunque le hubiera gustado. Hacía solo unos años eran los niños los que la besaban. Una lluvia de besos pegajosos con restos de chocolate, los más dulces y necesarios. Tras ellos venía un aluvión de frases que comenzaban por «¿Sabes, mamá?». Y así los problemas se quedaban fuera. Tras la puerta solo había sitio para el amor, aunque no fuera adulto. Pero ahora los niños eran adolescentes y ya no la esperaban al entrar, por eso notaba más la ausencia de los besos que su marido ya no le daba, y si se los diera, ella ya no los sentiría con la intensidad de antes, para qué se iba a engañar.

Encontró a su hija Ana donde esperaba, pegada al televisor. Miraba la pantalla embobada y solo de vez en cuando salía de ese estado para meterse un bocado en la boca en un gesto más robótico que consciente. Estaba sentada en el sofá con el plato de la cena colocado sobre las rodillas encima de un trapo de cocina que la aislaba del calor que desprendía la loza. Veía un programa musical en directo con grupos y solistas de moda, que cantaban acompañados por unos histriónicos bailarines. La presentadora lucía un moderno mono de color verde con un lazo rojo anudado a la cintura y perneras de pata de elefante. A Ana aquella mujer le parecía fascinante, tan rubia, tan bien vestida siempre. La envidia y el modelo a seguir por todas las adolescentes como ella. Todo era perfecto en el televisor, a través de él llegaba la imagen de un mundo de triunfadores siempre guapos y sonrientes que Ana envidiaba. Ese era su referente, no Lola, su madre, aunque fuera una mujer fuerte, rebelde y luchadora. Al contrario, a esas edades las madres pasan a la retaguardia de los referentes y de los intereses.

El embobamiento y el volumen del televisor hicieron que Ana no la oyese entrar en casa. No se enteró de su llegada hasta que la tuvo delante. Lola, elegante y sonriente, saludó como siempre, cariñosa, felicitándola por haber calentado la cena a una hora prudente.

—¿Aún no ha llegado tu padre?

—No, ya ves —contestó con un par de miradas furtivas sin descentrar el foco de atención de la pantalla.

—Estará al caer, salimos juntos del bufete, pero él tenía unos asuntos que resolver. No creo que tarde. Voy a calentar la cena para los dos.

—Caliéntala también para Roberto, que aún no ha llegado —comentó Ana.

La noticia del nuevo retraso de su hijo molestó a Lola. Aquello venía también a cuento de las últimas notas que había traído y que no eran precisamente buenas como acostumbraba. Mientras hablaba con su hija desde la cocina, recogía los platos de la cena del abuelo, que seguían allí, encima del mármol del mesado. Encendió la cocina de gas, puso la olla al fuego y fue colocando tres servicios en la mesa. Siempre había tenido esa disposición de hacer muchas cosas y hablar a la vez. Cuando terminó, volvió a la sala a intentar mantener una conversación con su hija adolescente, embelesada con el televisor.

—¿El abuelo ya está descansando?

—Sí, se fue temprano a la cama, yo llegué a las seis y pico y ya no lo vi.

—¿Cómo que no lo has visto? A ver si los platos son aún los de la comida y no ha cenado… Ve ahora mismo a su cuarto a llamarlo.

La adolescente suspiró contrariada por el encargo, por la interrupción y por la lata de la conversación con su madre. Solo la alivió que estaban en los anuncios, así que se metió otro bocado en la boca y se fue a buscar al abuelo.

Vivía con ellos desde hacía cinco años. Tres o cuatro meses después de morir la abuela, se presentó en la puerta sin avisar siquiera y con la intención de quedarse para siempre después de medio siglo viviendo en Argentina. Se había pasado casi toda la vida emigrado. En realidad, había vivido más años allá que aquí. De alguna manera era de los dos lugares y de ninguno. Hasta su acento lo delataba; allá sonaba de aquí, aquí sonaba de allá. Un buen día llegó con una maleta pequeña, llamó al timbre y en el mismo umbral de la puerta le comunicó a su hija Lola que venía para quedarse. Nadie lo esperaba, pero nadie preguntó. El abuelo volvía a sus orígenes, tal vez porque pese a sus negocios y a su fortuna, se había quedado solo. Aquí estaba su única familia, su hija, sus nietos y también su casa, y era bien recibido, no se necesitaban explicaciones.

Ana se apresuró con el recado para regresar antes del final de los anuncios y tuvo la suerte de que nada más poner un pie en el pasillo, se encontró a su hermano Roberto, que venía de la calle aún más apurado que ella. No perdió la ocasión de pasarle el encargo.

—¿Ah, ya vienes? Pues ve tú a buscar al abuelo, que mamá está enfadada contigo por llegar tarde. Quiere saber si ya ha cenado o no. Pregúntaselo.

A Roberto el encargo le sirvió de excusa para retrasar un poco el encuentro con su madre, que a buen seguro no iba a estar de buenas.

Los retrasos y las malas notas tenían el mismo origen: desde hacía unas semanas Roberto tenía novia. Le había pedido para salir a una chica de clase, Nuria, y estaban juntos. Los exámenes lo habían pillado justo en el momento en el que sus días pasaban en un estado de aturdimiento, pensando únicamente en cómo pedirle que fuese su novia. Tardó mucho en armarse de valor. No era nada fácil hacer la pregunta en cuestión: «¿Quieres salir conmigo?». En opinión de sus amigos más íntimos, conocedores de los apuros del chaval, Nuria había dado suficientes señales de que le correspondía. Todos coincidían en eso, pero Roberto, de tanto darle vueltas a la cabeza, a veces se convencía firmemente de que era cierto y al instante de todo lo contrario.

Cuando ella se le acercaba, cuando lo rozaba en el laboratorio de química donde les había tocado ser pareja por orden alfabético, cuando olía su maravillosa colonia, a Roberto comenzaba a hervirle el cuerpo. Le latía el corazón taquicárdico, se sentía revuelto y hasta temblaba. Cualquiera diría que aquello se parecía más a una enfermedad que a un enamoramiento.

A veces pensaba que cuando por fin consiguiera besarla, que era lo que más deseaba en el mundo, tal vez se desmayaría, o no sabría besarla, que sería peor, porque entonces querría morirse de vergüenza. Aunque en realidad ya la había besado. La había besado docenas de veces, cientos de veces en sus sueños y ensoñaciones, dormido y despierto o esperando para dormirse. Ahí era cuando más la besaba, aguardando el sueño.

Todo lo que sentía era extremo: el miedo, el amor, la confusión, los nervios, la alegría, la pena… Nuria estaba todo el día en su cabeza desde el momento en el que abría los ojos. El primer pensamiento del día era para ella, igual que todos los posteriores. Nuria, Nuria, Nuria. Sentía que en su cabeza no había sitio para nada ni para nadie más. Nuria lo ocupaba todo y se le aparecía por todas partes, por entre las ecuaciones matemáticas, entre las fórmulas químicas y en medio del vocabulario de inglés. No había nada más interesante que ella.

Cada vez estaban más tiempo juntos, en ocasiones incluso solos. Todo el mundo se había dado cuenta ya de que estaban enamorados. Se notaba. Por eso a veces los otros simplemente desaparecían y ellos se quedaban solos. Solos los dos.

Acostumbraban a reír mucho juntos. E

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