Si dijéramos la verdad

Clare Pooley

Fragmento

Monica

Monica

Había intentado devolver la libreta. En cuanto comprendió que su extraordinario dueño se la había dejado, la cogió y salió corriendo detrás de él, pero ya no lo vio. Se movía a una velocidad sorprendente para ser tan mayor. Tal vez, en realidad, no quería que lo encontrasen.

Era una libreta escolar sencilla, de color verde pálido, como la que Monica llevaba a la escuela de pequeña para apuntar todos los detalles sobre los deberes. Sus amigas cubrían sus cuadernos con dibujos de corazones, flores y los nombres de los últimos chicos de los que se habían enamorado locamente, pero a Monica no le gustaba garabatear. Le inspiraba demasiado respeto el buen material de papelería.

En la cubierta había cinco palabras, grabadas con una preciosa caligrafía inglesa:

El proyecto de la autenticidad

En una letra más pequeña, en la esquina inferior, estaba la fecha: «Octubre, 2018». A lo mejor, pensó Monica, había una dirección en la parte de dentro, o por lo menos un nombre, para poder devolverla. Aunque físicamente no tuviera nada de especial, irradiaba cierto aire de importancia.

Abrió el cuaderno. En la primera página solo había escritos unos pocos párrafos.

¿Conoces bien a las personas que viven cerca de ti?

¿Y ellas a ti? ¿Sabes siquiera cómo se llaman tus vecinos? ¿Si tuvieran un problema o hiciese días que no salieran de casa, te enterarías?

Todos mentimos sobre nuestra vida. ¿Qué pasaría si, por una vez, compartiéramos la verdad? ¿Lo que te define, lo que hace que encaje todo lo demás? Y no por internet, sino con las personas de carne y hueso que te rodean.

Tal vez nada. O puede que contar esa historia cambiase tu vida, o la de alguien a quien todavía no hubieras conocido.

Eso es lo que quiero averiguar.

Continuaba en la página siguiente y Monica se moría de ganas de seguir leyendo, pero era una de las horas de más trabajo en la cafetería y sabía que era crucial no retrasarse si no quería volverse loca. Metió la libreta en el hueco junto a la caja registradora donde guardaba las cartas y los folletos de diversos proveedores. La leería más tarde, cuando pudiera concentrarse como era debido.

Monica se estiró en el sofá de su piso de encima de la cafetería, con una copa grande de sauvignon blanco en una mano y la libreta abandonada en la otra. Las preguntas que había leído aquella mañana la reconcomían un poco, le exigían respuestas. Se había pasado todo el día hablando con la gente, sirviéndoles cafés y pasteles, charlando del tiempo y los últimos cotilleos de los famosos. Pero ¿cuándo era la última vez que le había contado a alguien algo sobre ella misma que… importara de verdad? Y, si se paraba a pensarlo, ¿qué sabía ella de sus clientes, más allá de si les gustaba el café con leche o el té con azúcar? Abrió la libreta por la segunda página.

Me llamo Julian Jessop. Tengo setenta y nueve años y soy artista. Vivo en los Chelsea Studios, en Fulham Road, desde hace cincuenta y siete años.

Esos son los datos básicos, pero la verdad es esta: ESTOY SOLO.

A menudo paso días enteros sin hablar con nadie. A veces, cuando tengo que hablar por lo que sea (porque me llama alguien para ofrecerme un seguro de protección de pagos, por ejemplo), me encuentro con que me sale un graznido porque mi voz se ha hecho un ovillo y ha muerto en mi garganta por falta de cuidado.

La edad me ha vuelto invisible. Es algo que me resulta especialmente duro, porque siempre me habían mirado. Todo el mundo sabía quién era. No tenía que presentarme, me plantaba en el umbral mientras mi nombre recorría la sala en una cadena de susurros, seguidos por una serie de miradas subrepticias.

Me encantaba pararme delante de los espejos y caminaba poco a poco por delante de los escaparates para repasar el corte de mi americana o la ondulación de mi cabello. Ahora mi reflejo me asalta a traición y a duras penas me reconozco. Es irónico que Mary, que habría aceptado de buena gana lo inevitable del envejecimiento, muriese a la edad relativamente temprana de sesenta años, mientras que yo sigo aquí, obligado a presenciar cómo me vengo abajo poco a poco.

Como artista, he observado a las personas, he analizado sus relaciones y he reparado en que siempre existe un equilibrio de poder. Un miembro de la pareja es más amado y el otro, más amante. Yo tenía que ser el más amado. Ahora comprendo que daba a Mary por sentada, con su belleza sana y corriente y sus mejillas sonrosadas, siempre atenta, siempre fiable. No aprendí a apreciarla hasta que la perdí.

Monica hizo un alto para pasar la página y beber un buen trago de vino. No estaba segura de que Julian le cayera muy bien, aunque le daba bastante pena. Sospechaba que él preferiría la antipatía a la compasión. Siguió leyendo.

Cuando Mary vivía aquí, nuestra casita siempre estaba llena de gente. Había un ir y venir constante de niños del barrio, porque en Mary tenían una fuente constante de anécdotas, consejos, refrescos y patatillas con forma de monstruo. Siempre había algún amigo artista menos exitoso que se presentaba a cenar sin previo aviso, además de la modelo que estuviera posando para mí en aquel momento. Mary siempre guardaba las formas y se mostraba hospitalaria con las demás mujeres, de modo que tal vez yo era el único que se fijaba en que nunca les ofrecía bombones con el café.

Siempre estábamos ocupados. Nuestra vida social giraba en torno al Club de las Artes de Chelsea y los bistrós y boutiques de King’s Road y Sloane Square. Mary trabajaba muchas horas como comadrona y yo recorría el país pintando el retrato de personas que se creían dignas de pasar a la posteridad.

Todos los viernes por la tarde desde finales de los años sesenta, a las cinco de la tarde, paseábamos hasta el vecino cementerio de Brompton, el cual, dado que sus cuatro esquinas conectaban los barrios de Fulham, Chelsea, South Kensington y Earl’s Court, era un práctico punto de encuentro para todos nuestros amigos. Planificábamos el fin de semana sobre la tumba del almirante Angus Whitewater. No lo conocíamos, pero daba la casualidad de que tenía una impresionante losa de mármol negro sobre su lugar de reposo que conformaba una mesa estupenda para dejar las bebidas.

En muchos sentidos morí a la vez que Mary. No respondía a las llamadas de teléfono ni las cartas. Dejé que la pintura se resecara en la paleta y, en una noche insoportablemente larga, destruí todos mis lienzos inacabados; los rasgué hasta reducirlos a serpentinas multicolores y luego los convertí en confeti con las tijeras de costura de

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