Parece que dentro de la casa hubiera un animal. No un animal prehistórico y torpe, ni tampoco un animal acorralado, aunque tiene algo de todo esto. Es un hombre enfadado no se sabe bien por qué. Al menos ella piensa que nada de lo que les ha ocurrido jamás en la vida puede justificar ese enfado. Nada que ella haya hecho o dicho o siquiera sentido puede justificar esa energía que viene de montes lejanos o de lo más profundo de la tierra. De los mismos montes y del mismo socavón llegan a veces las palabras o la ternura. En algún punto en la mañana se torció el aire. ¿Cuál fue el momento exacto, qué milímetro de la sábana, qué paso a destiempo hacia la cocina, qué gesto? Ahora ya no se puede pensar en nada, en medio de la batalla el oxígeno difícilmente llega hasta el cerebro.
Los gritos son como lanzas que atraviesan la casa. Algo muy importante debe de estar pasando en la cabeza del hombre, un estallido devastador que ha anulado su rostro. Lo que la mujer ve son unos ojos que de todos modos ya ha visto antes, semicerrados por la ira, afilados, que la miran a veces, porque no siempre quieren mirarla, con una dureza sobrenatural. Ella ha intentado hablar, pero su discurso se ha diluido en la sombra. Ahora tiene que gritar también, grita para gritar no me grites, grita para gritar qué estás haciendo, grita qué coño te pasa y no me hables así, grita para entender o para hacerse entender pero la garganta le falla, es un llanto ronco lo que le sale al abrir la boca; tendría que ser más sólida, más alta, más robusta. Tendría que ser minúscula, un insecto venenoso, algo que pudiera clavarse en ese globo que no para de crecer y hacerlo estallar. Pero no puede. Va de un extremo a otro de la casa, cada vez más nerviosa, y no sabe si es indignación o miedo o ambas cosas, solo mueve a un lado y a otro la cabeza, esto no me puede estar pasando a mí, y no se atreve a gritar vete de aquí, no vuelvas nunca más, se aferra con su voz ronca y con su llanto a las palabras y a la cordura, como si fuera a servirle de algo. La letanía del hombre va creciendo y no hay nada en ella que lo pueda aplacar. Le está echando la culpa, está aullando una desesperación indómita, y ella se ha metido en la habitación de su hija, que está en casa de su padre, y allí empieza a vestirse y se ve a sí misma como fuera del mundo, representando un papel que no le corresponde. Entonces él entra también en esa habitación pero no para mirarla ni para vencerla, quiere alcanzar una maleta que hay en la parte de arriba del armario y la empuja para llegar al lugar correcto porque quizá ella se ha interpuesto en su camino, qué haces, qué estás haciendo, me voy de aquí, grita él, esto es insoportable, en el fondo no son palabras lo que el hombre pronuncia, es solo una actitud, un desprecio. Ella sabe que todo es una ficción. Que hay una bujía rota ahí dentro, algo aprendido en una cueva que permite escenificar la agonía, la sinrazón, porque solo importa la cascada, no el contenido: ¿qué significado, qué parte es la que se salva tras todo esto? ¿Qué ha pasado para estar ahí, ahora, qué ha vuelto a romperse? Dejarse ir, contra todo. Al bajar la maleta de las alturas hay un tropiezo en los brazos fuertes del hombre, un golpe absurdo, y ella lo mira espantada, ¿cómo se ve en sus ojos esta consternación, qué color tiene? ¿Qué ha hecho ella para que todo esto ocurra, qué es lo que quiere decirle, a qué lugar pretende arrojarla? No puede entender nada porque nada de esto le está ocurriendo a ella, no es su película. A pesar de todo es él quien se indigna, porque ella se ha apartado, ha recogido las manos en la cara, ha dado un brinco, y el simple reflejo de huida provoca en él otro ataque, ¿es que acaso ella está insinuando que él pretendía hacerle daño? ¿Cómo se atreve? ¿Es que está loca? Estás loca, joder, no aguanto más.
Loca. Debe de estar loca pero el animal no va a llamarla loca. El dinosaurio torpe no va a llamarla loca, el perro malherido, la fiera sin su jaula, ella no está loca ahora mismo, está sorda, muda, está ciega, no está loca. El hombre arrastra la maleta hasta el dormitorio y como un títere robusto empieza a recoger ropa del suelo y abre cajones y ella todavía cegada y sorda y muda por un impulso racional va tras él y le dice ya está bien, qué estás haciendo, qué coño te he hecho yo, para de una vez, y él con toda su bravura de la cueva le responde ¿que qué has hecho?, déjame en paz de una puta vez, y esas palabras parecen tener algún sentido aunque ella no puede oírlas bien porque él y su espalda grande y su cuello de león y el color brillante de su piel se asoman a la ventana en un espasmo y ella intenta agarrarlo, las ventanas abiertas, los vecinos, ¿está pensando ella en los vecinos del silencioso patio interior, teme que se tire al vacío?, no puede ser, no hay vecinos ni hay caída porque aquello es la cascada absurda de esta representación y los gritos y ella sabe, siente, que todo es una grandísima mentira, un efecto sonoro, una trampa mortal, un método ridículo e intolerable que al hombre le enseñaron hace tiempo para ganar una absurda batalla, una batalla sin inicio, sin razón, sin detonante, una batalla sin final y sin victoria, no se puede ganar lo que uno ya posee, no se puede ganar lo que uno jamás podrá tener, es la música hueca del delirio, el tronar vacío del poder, el teatro sórdido, sin cuerpo, sin palabra, sin luces. La guerra para nada. Solo para la herida. Qué ridícula resulta la ira cuando no hay nada verdadero que arrojar al otro. Agitación, brazos, herradura. Haría falta una inyección de escopolamina, una mano de santo, volver a los inicios, que él fuera capaz de mirarla, de verla a través de la hostilidad, haría falta la caricia de un niño, que el universo no estuviera sostenido por agujas.
Tiene que irse de ahí, ahora mismo. Sale de la habitación, cruza el pasillo, atraviesa el salón, todo esto lo hace con su nueva piel de fantasma. El corazón debe de estar en algún lugar dentro del tórax, le grita también, añicos. Coge su bolso y sale de la casa y claro que da un portazo. En el ascensor está temblando. Su cara arrugada en el espejo, roja de apretar, los ojos ciruelas ya caídas, el ascensor baja al portal y ve una sombra a través del cristal de la puerta metálica y cuando la abre, ¿o la han abierto desde fuera?, ahí está la policía. Es un agente calvo y serio, un policía con su uniforme y su autoridad que la mira y le pregunta. Está aquí por ella. Esto está pasando y antes que la vergüenza la recorre el escalofrío. Han llamado los vecinos. Y pregunta. Y le pide que le enseñe la documentación, y ella lo hace, y él apunta. Y pregunta. Y dice ella algo así como nervios, torrente de voz, no me ha hecho daño. Tiene que decir esto porque qué va a saber el policía de su corazón añicos y de sus entrañas y de la irrealidad y la sordera y la ceguera y la mudez. No me ha hecho daño. Esa es la verdad. Eso es lo que el policía está preguntando exactamente, ninguna otra cosa. ¿Está arriba, en casa? Sí. Tenemos que subir. ¿Yo puedo irme? Sí, puede usted irse. Al atravesar el portal, al bajar con dignidad los cuatro escalones de mármol, se cruza con el otro agente, que es más alto, más joven, y que tampoco tiene cara para ella. Ambos se meten en el ascensor. Ella sale a la plaza.
Es una de las plazas más bonitas de Madrid. Una plaza en cuesta recogida tras el muro de piedra gris de una iglesia, con tierra y árboles delgados y altos. Las terrazas están casi vacías y ella sube y sube y deja la plaza atrás y bordea la calle de la iglesia y se queda parada en una esquina, entre la piedra y los bares y las palomas. No sabe a quién llamar. No debe llamar a nadie. No puede explicar. Agarra el teléfono entre las manos como una soga que la mantiene atada a algún lugar. Hace calor, son las dos de la tarde, principios de julio. No hay bullicio, solo algunos guiris ocupando las sillas donde la sombra cae. Ya no puede llorar. Está en medio de la calle, en el centro de su ciudad, y no quiere moverse. Adónde podría ir. Su casa está ahí abajo y da unos pasos y se asoma. Los dos agentes, que ya han debido de hacer su trabajo, están enfrente de su portal, al otro lado, cerca de la puerta de los jardines. Esperan. Ella no sabe nada de protocolos policiales ni tampoco de selvas. Recibe un mensaje: Oliva, dónde estás. Ha venido la policía y me querían detener.
En el mercado de la Cebada quedan pocos puestos abiertos. Solo los fines de semana hay movimiento, cuando algunas pescaderías venden bandejas de marisco ya cocido, latas de cerveza y botellas de sidra, y el bar que hay frente a la carnicería grande hace hamburguesas y pinchos y la gente va allí a comer de pie y a beber. Entre semana es un mercado a medio gas. Tanto en la planta de arriba como en la de abajo hay pasillos enteros con el cierre echado. Es un mercado demasiado grande ahora, y en invierno resulta frío, pero en verano es un buen refugio.
Oliva se para delante de la charcutería que hay nada más bajar las escaleras, en la primera esquina. El señor es simpático, siempre le da conversación, le agradece con los ojos que compre allí. No es su tienda preferida, es una charcutería por la que no ha pasado el tiempo: la mortadela conserva el rosa fucsia que tenía en su infancia, el salami brilla fosforescente, los salchichones sudan, prietos, junto a la sobrasada y los jamones apagados. Oliva debería evitar comer todo eso. Pero el hombre vende un queso viejo que está buenísimo, y cada vez que ella se lo pide él le cuenta de dónde viene, quién lo trae, cuánto tiempo lleva curándose en el secadero y por qué es más caro de lo normal. Oliva lo escucha y sonríe y le dice ponme un poquito más, y el charcutero limpia el cuchillo con mimo y envuelve el trozo de queso en un papel blanco y resbaladizo de principios del siglo pasado. Luego se queja. Se queja de que los lunes hay muchos puestos que no abren, y eso no es bueno. Los clientes no pueden llegar un lunes al mercado y encontrarse las dos pollerías cerradas, o con solo una pescadería abierta en la planta de abajo. No se ponen de acuerdo, dice el hombre, y nos tenemos que poner de acuerdo. Esto se está muriendo y hay que mantenerlo entre todos. Si cierra Daniel, por ejemplo, yo no puedo cerrar, no se puede dejar a la gente sin su chorizo. Y luego está lo de los fines de semana, con las fiestas. De eso no vivimos, vivimos de nuestros puestos. Tenemos que coordinarnos para librar, pero nada, aquí cada uno va a lo suyo. Cualquier día nos quedamos sin mercado. El charcutero tiene una barriga grande y redonda debajo del delantal, una calva que reluce bajo las bombillas desvaídas de su pequeño habitáculo y unos párpados de cera que cubren solo la mitad de sus tristes globos oculares. Cuando Oliva llegó al barrio siempre pasaba de largo por esa tienda, porque el charcutero, en las distancias largas, le parecía un hombre desagradable. Sin embargo ahora le provoca ternura. Lo imagina soltero; no puede evitar, cada vez que él desarrolla la situación, la cálida protesta de sindicato, imaginárselo llegando a casa, un pequeño piso en el barrio, de techos altos, con las cortinas que su propia madre colgó cuando vivía, con oscuros bodegones en las paredes y olor a puchero y a calefacción central, no puede imaginárselo de otra forma que sentado, solo, en un sillón orejero frente a la televisión, cenando pan con queso viejo y un huevo frito y unos rábanos picantes flotando en un cuenquito blanco que ni siquiera es de porcelana, sino de esos que regalaban con los yogures en 1983. Le gustaría equivocarse. Oliva le dice: si cierra el mercado, a mí me da algo. Ya no me gusta comprar en las grandes superficies. Tampoco en los súper exprés que ahora han decorado de verde para que la gente piense que come sano. Cuando dice esto observa las aceitunas ahogadas en la mortadela rosa de la vitrina del charcutero y sabe que es imposible comer sano. Qué más te pongo. Ella no quiere nada más, pero pide: un poco de queso fresco de cabra, pero no me pongas mucho porque nadie más en casa lo come, es solo para mí. Y él agarra con cuidado el queso y pregunta, ¿así?, un poco más, contesta ella, y luego él pesa y envuelve y guarda y ya está, no necesito nada más hoy, y qué te debo, son cuatro con ochenta, no tengo efectivo, siempre me pasa igual, aquí no puedo pagar con tarjeta, ¿verdad?, no, pero no te preocupes, me lo das otro día, no, hombre, no, te pago ya, voy y saco, que no, que no te preocupes, que me lo das mañana, o cuando vuelvas, o cuando te acuerdes. Oliva no puede abrazar al hombre, acariciarle la calva, darle un par de palmadas en el hombro, pero intenta sonreírle con energía y da las gracias moviendo la cabeza. Estas son las cosas por las que merece la pena venir. Se despide del charcutero y enfila el pasillo central buscando a su hija.
Irena no aparece por ahora, pero no se alarma. Tiene todavía que ir a la carnicería y comprar fruta y verdura, y la niña no se va a perder en el mercado. Irena siempre se queja cuando Oliva le dice que la acompañe, pero luego entra corriendo, se desliza por las rampas de cemento que hay junto a las escaleras para bajar los carros y desaparece entre los pasillos. A veces se encuentra con la hija de los de la tienda de vinos, que tiene su misma edad, y juegan juntas a esconderse por los múltiples agujeros del edificio. Otras veces, la mayoría, Oliva la encuentra en el escaparate de la esquina de la entrada trasera, donde hay una vitrina enorme con una exposición de muñecos playmobil, escenas de guerra con sus abundantes ejércitos de tierra y mar, poblados de la Edad Media, deportes acuáticos o granjas imposibles a las que no les falta un detalle. Es mucho más que un belén sofisticado. Una maqueta de cómo debería ser el mundo, ordenado, quieto, con cada elemento a una prudente distancia del otro. Cuando la están atendiendo en la carnicería, por fin la ve aparecer. Irena viene corriendo desde el fondo del pasillo y se choca contra su madre, la abraza con un empujón. Tiene el pelo cobrizo desordenado, las horquillas que por la mañana Oliva le puso a los lados de la cabeza cuelgan ahora del cabello, sin finalidad. Mamá, ¿vamos a ver la exposición ahora? ¿No la has visto tú ya? Sí, pero la quiero ver contigo otra vez, porque te quiero enseñar una cosa. Oliva sabe que cuando acabe de comprar irá demasiado cargada, no cogió el carrito, mal hecho, quizá pensó que él luego podría ayudarla, pero no, ha mirado el móvil varias veces y no hay señales, así que irá demasiado cargada y le dolerán las manos y los hombros, y todo será prisa por volver, pero le dice que sí, que claro, que ahora van, aunque cuando esté sosteniendo las bolsas con las berenjenas, y la media sandía y los melocotones, y las cebollas y las patatas y los aguacates, cuando ya esté cargada de plátanos y manzanas y quizá una docena de huevos ecológicos y pan tostado del que vende el del puesto del aceite, empezará a ponerse nerviosa y a la vez muy triste, aunque luchará por combatir esta tristeza, porque qué de malo hay, es una mañana de finales de agosto y ella está yendo sola a comprar al mercado con su hija porque nadie más tiene que ir con ella, por algo está separada del padre de Irena, para hacer sola con su hija las cosas, e intenta apartar esta lástima de sí misma, pero no lo consigue del todo porque va muy cargada y porque ha sido generosa en las compras, ha intentado que después del esfuerzo el frigorífico de su casa esté repleto y sea alegría, provisiones para las mañanas, los mediodías y las madrugadas, y le duele la espalda y tendrá contracturas después si baja la cuesta cargada con tantas bolsas, parándose de a poco, así que en vez de alejar la tristeza la convierte en una inquina sin dirección que casualmente cae de pleno en la niña de seis años que la acompaña al mercado, ahora no puede ser, Irena, ¿no ves lo cargada que voy?, tenemos que volver a casa, pero, mamá, me dijiste que íbamos a ver los playmobil, sí, pero tú ya los has visto, pero es que te quiero enseñar una cosa, mamá, porque en cada uno hay un muñeco que no debería estar ahí y hay que encontrarlo y es muy divertido y no puede ser, Irena, no insistas, ya vendremos otro día, ¿no ves que voy cargada como una mula?, ¿es que no lo ves?, necesito llegar a casa, te he dicho que nos vamos. Y se van. La niña obedece enfadada, pero de todos modos cuando pasen por la tienda de los chinos que hay frente al mercado querrá pararse en el escaparate a observar los peluches y luego querrá que miren la programación del teatro de la callejuela frente a la iglesia por si hay algún mago que no haya visto aún, y al pasar frente a la papelería de la plaza, que por suerte está cerrada, le preguntará a la madre que si puede comprarle alguna cosa, lo que sea, cuando abra, otro día, y Oliva irá posponiendo, y posponiendo, negativa tras negativa, parándose de vez en cuando a descansar, soltando las bolsas en el suelo para reorganizar el peso, y todavía mirará el móvil a ver si hay señales, pero no hay, y por fin llegarán las dos al portal, y ella sacará las llaves del bolso, y abrirá, y soltará la carga en el ascensor, y se mirará las manos y el dibujo cortante de las asas de plástico en las palmas, y ya están en casa.
Irena entra corriendo y atraviesa el salón, y el pasillo, y llega a la cocina porque tiene mucha sed y además Oliva le ha prometido que puede comerse una porquería de chocolate que guarda en el frigorífico. La madre sabe que nadie se ha movido, que está todo igual que cuando se fueron, por eso en su móvil no hay ninguna señal. La puerta de su dormitorio está cerrada, como la dejó. Irena grita: ¿todavía duerme Max? ¡Max, despierta, es la hora de comer, eres un dormilón! Oliva ha llegado a la cocina, arrastrando el peso de las bolsas. Déjalo, Irena, calla. Vete a ver la tele. Ahora preparo la comida. Se apoya en la encimera, observa los restos del desayuno de las dos, todo lo que dejó sin recoger. Ahora tendrá que limpiarlo y poner cada cosa nueva en su lugar. Son casi las dos de la tarde. Se desnudaría, si pudiera, y entraría en el dormitorio cerrado, a descansar, a hundirse en la cama grande junto al cuerpo caliente que simplemente yace, durmiendo un sueño oscuro y alejado.
El portal del edificio tiene el suelo de mármol y vigas de madera barnizadas en el techo. Algún adorno de escayola retorcida en las esquinas. Desde fuera no parece señorial, pero es un edificio en condiciones, tocado por esa respetada comunidad de vecinos del centro de Madrid que tiene clara una cosa: la capital, cuando se lo puede permitir, brilla. La capital tiene portales frescos en verano y fríos en invierno, porque uno ha de llegar a casa y sentirse a salvo de las inmundicias: las ignominiosas facturas del gas, el límite descerebrado de los alquileres, las colas en los centros de salud cuando llegan la urticaria y el reúma. El mármol consuela, dispone. Entran los vecinos en el ascensor con otro talante. Además de todo lo que ya traía el edificio desde su construcción, hace más de un siglo, las generaciones han ido conservando las buenas costumbres. Por ejemplo, que el portal esté más limpio que una patena. Una señora teñida de rubio y con chándal y deportivas, que ha llegado de algún país del Este, lo limpia con esmero. También las escaleras y los rellanos de los cinco pisos, el ascensor, con su caparazón de hierro y su espejo de medio cuerpo. Las puertas. Las escaleras son por supuesto de madera y están tan bien barnizadas como las vigas del techo. Tres veces por semana, a saber, lunes, miércoles y viernes, la señora rubia teñida se pone los cascos y sube y baja y friega y palmotea, y el palo de la fregona y el de la escoba rebotan en las puertas de los vecinos y nadie se asusta, porque todo el mundo sabe que están limpiando, limpiando el buen caparazón, limpiando de puertas para fuera.
Hay un patio interior que nadie utiliza y que está igual de limpio que el cubículo del ascensor y el pasamanos de las escaleras. Hay otro patio interior, más pequeño y escondido, siempre sucio, lleno de pinzas de la ropa caídas y de prendas olvidadas y aplastadas en el suelo como cadáveres y también de tiestos de plantas que han cedido al vacío. A ese patio se entra por una casa deshabitada, la antigua casa del portero. Esto es lo único en que la respetable comunidad de vecinos ha decidido ahorrar, el privilegio que ha soltado, no sin nostalgia: la casucha de la planta baja, la antigua casa del portero, cerrada desde hace años. Y nada más entrar al portal, junto a las escaleras que llevan al ascensor, hay un gran macetero con una hermosa y alta aspidistra. Tiene las hojas verde oscuro, un verde serio, de centro de capital, resistente y orgulloso. La señora teñida de rubio agarra tres veces por semana un paño deshilachado, blanco y suave, que un día fue una sábana o un delantal, y lo humedece para acariciar cada hoja con delicadeza y liberarla del polvo. La reluciente aspidistra, tenaz como las adelfas de las autopistas pero sin veneno, da la bienvenida a los vecinos al entrar y los despide al salir. Recibe también al chico que cada tarde, con su voluminoso manojo de llaves, entra sigiloso en el portal a hacer el trabajo sucio y práctico de las comunidades de vecinos del centro de Madrid: sacar a la calle el cubo propio, con su número pintado en el plástico duro, y ponerlo justo al lado de la puerta para que, a partir de esa hora, y no antes, los habitantes del edificio vuelquen en él sus inmundicias, sus basuras recicladas o sin reciclar. Este edificio de la plaza de la Paja acumula derramas sensatas. Las cosas se arreglan a su debido momento. Hay un silencio prieto en su portal.
En el segundo piso se abre la puerta de la letra B. Son las casas de la izquierda, las de verdad, que dan con sus varios balcones a la plaza. Las A y las B son las casas bien. Las C son las de enfrente, las de la derecha según se sale del ascensor, y no tienen balcones y sus ventanas dan a los dos patios interiores. La señora y el señor salen del segundo B, porque son señores bien, y preparados con su ropa de moverse y sus cazadoras de gente disciplinada, se disponen a dar su paseo. Como es finales de verano, salen tarde, son más de las ocho. Cuando los días se acorten, empezarán a pasear mucho antes, sobre las cuatro y media, algunos días a las cinco, si él se ha quedado muerto frente a la televisión y ella no ha conseguido despertarlo a tiempo, la boca abierta, el labio de arriba pegado en su finura a la dentadura postiza. Van a dar un paseo, a mover los huesos agachados, así que no usan el ascensor, porque la subida y bajada de las escaleras forma parte del ejercicio diario. Cierran con cuidado detrás de ellos la puerta alta y oscura que blinda el que antes fue un hogar lleno de niños y ahora es una reliquia. Pero están juntos, él lleva dieciocho años jubilado y ella es la capitana de un escuadrón con un solo soldado. Bajan con más cuidado aún las escaleras, rectamente, pasito a paso: el barniz es mal amigo de la osteoporosis. No se dicen nada, pero tienen la operación bien estudiada; ella primero, más ágil, un poco rechoncha pero tensas las caderas, el pelo cardado y plata, las gafas de montura dorada, la sonrisa escondida que es imposible saber por qué motivo arrancará, o si no lo hará nunca; él, detrás, alto, sin garbo ya, también sin tripa, casi sin pelo, elegante en su torpeza, callado hasta la médula y arrugado. Llegan victoriosos al rellano y ella comprueba de paso si efectivamente todo está lo limpio que debe estar. Y al doblar el último tramo, rodeando el ascensor en su coraza de hierro, se encuentran con las vecinas del cuarto piso: Oliva e Irena. Ellas esperan. Porque viven en el cuarto y porque a Oliva le da una pereza infinita subir las escaleras. A veces Irena insiste en bajarlas, pero su madre tiene miedo de que pierda el equilibrio con sus saltitos de cabra montesa y se caiga. Suelen coger el ascensor, tanto para subir como para bajar, y allí están, la niña charloteando cualquier nimiedad, la madre mirando el móvil. Los señores del segundo saludan con rigidez. O eso le parece a Oliva. Por un momento tiene la impresión de que no la han saludado siquiera, de que solo han escudriñado a Irena, buscando piojos o telebasura en sus ojillos vivos, pero seguramente no habrá sido así. Habrán dicho buenas tardes, la niña habrá dicho hola, pero Oliva, que estaba mirando la pantalla del móvil, solo acierta a ver la espalda de los dos, mientras bajan las escaleras hacia la puerta de la calle, rectos y respetables. Oliva siempre ha sido una mujer sociable, pero desde hace un tiempo no le gusta que la pillen desprevenida. Siente frío cuando se cruza con los vecinos, sobre todo con los que viven en la parte rica del edificio. Su casa da a los patios. Llevan meses viviendo allí, pero no conoce a nadie. Apenas distingue los ruidos. Apenas saluda en el portal, o a lo mejor apenas la saludan a ella.
Oliva está en la cocina, tiene en la mano un cuchillo viejo y afilado que serviría para rebanarle el cuello a un bisonte. Su técnica de cortar cebolla no es muy avanzada, acaba partiéndola en trozos demasiado grandes, a pesar de que la hoja, con un buen baile de muñeca, podría destrozar el bulbo en finas láminas de papel. Hunde el cuchillo en la misma dirección varias veces, intentando no inhalar los vapores, y luego en la contraria, y ya, echa los pedazos a la olla que ha puesto al fuego. Ahora le toca al calabacín. Cuando ya lo ha enjuagado debajo del grifo y se dispone a cortarlo, Max aparece en la cocina. Ha entrado en la casa sin decir hola, aunque siempre suele decir hola desde la puerta, un hola interrogante, con su vozarrón. Oliva tiene la música puesta en la cocina y no lo ha oído llegar. Pero es imposible que su sombra no lo ocupe todo cuando se acerca.
Max dice hola ahora, cuando ya está detrás de ella, que agarra con una mano el calabacín y con la otra el cuchillo rebanacuellos de bisonte. El cuerpo de Max es grande e ineludible. La abraza. Oliva siempre salta cuando él la aborda así, pero es un resorte mínimo, algo que queda disuelto en un segundo entre los brazos del hombre y en su tórax, que tiene la altura perfecta para engullirla: la boca de Max se hunde en el cuello de Oliva y uno de sus brazos se cruza entre sus pechos y el otro la domina. Mientras la agarra, la mano derecha de Max, no sin antes apretar, apresar, tantear, se mete por la cintura de su pantalón de estar por casa y también por debajo de sus bragas. Quizá no era un buen momento, quizá no se haya lavado los dientes todavía, quizá no esté todo lo limpio ahí abajo que debiera. No se han dicho ni dos palabras, pero Max separa desde atrás los labios vaginales de Oliva y busca en el principio del agujero hasta la humedad. Siempre sabe cuándo, cómo, de qué forma instigar y resbalarse. Las manos de Max nunca hacen daño. Oliva estaba intentando preparar una crema de verduras para cuando al día siguiente llegara su hija de casa de su padre, y tiene un calabacín en una mano y en la otra un cuchillo que podría sajarla en un descuido. Pero ahora tiene, además, un dedo de Max dentro de ella, moviéndose en círculos. Sus rodillas se doblan lo justo, pero él la sostiene, y Oliva suelta por fin lo que tiene en las manos y se agarra al borde de la encimera y balbucea se está quemando el aceite, y es el hombre quien apaga el fuego con la mano libre.
Al principio esto era muy habitual. Max estaba haciendo cualquier cosa, mirando móviles de última generación en su ordenador, poniendo música o cocinando, o estaba mirándola y escuchándola contar algo muy importante y de pronto, no se sabe si por deseo o por imposición, la tomaba. Quizá no acababa de hacer el trabajo completo, simplemente le hacía lo necesario para vencerla, porque Max tiene un control absoluto sobre el cuerpo de la mujer. Por ejemplo, se llenaba de saliva las manos y se las pasaba a Oliva por toda la cara. Luego el cuello, más tarde los pechos. Podía meter la cara entre sus piernas en cualquier momento, sin avisarla, del derecho, del revés, de pie, sentada. Podía hacerla llegar al orgasmo y luego besarla y sonreírle y seguir con lo que estuviera haciendo, sin pedirle nada a cambio. Esto ocurría sobre todo al principio. Toda situación podía romperse para abrirse al sexo.
Hoy lo ha vuelto a hacer, aunque ya hace mucho que no es el principio. Debe de estar de muy buen humor. La lleva al dormitorio. No van juntos, la lleva él. Es tan suave dejarse hacer. Sobre la cama le quita la ropa. No le costará explotar. Es mediodía, por la ventana abierta del dormitorio cae una esquina de sol sobre una esquina de la cama. No toca la luz los cuerpos, que trabajan más arriba. No te muevas, dice él, y es él quien se mueve, ni demasiado rápido ni demasiado lento, mientras se la come. Oliva tiene toda su vida encima de la piel ahora mismo, huele los hombros de él, su cuello ancho, le muerde la barbilla, la nuez. El orgasmo llega como una rebelión, inhumano. Por la ventana abierta del dormitorio escapan los gemidos hacia el patio de vecinos, el griterío del amor, los lamentos que no duelen. Él habrá intentado que ella guarde silencio, pero no lo conseguirá esta vez. El orgasmo de él, sin embargo, no hace ruido, pero tiembla en los cimientos y los tensa.
Justo al lado del portal está el Tío Timón. Es el primer bar en la parte de la calle que baja hacia la calle Segovia, y cuenta con toda la explanada de la plaza enfrente, la que da acceso al jardín del Príncipe de Anglona, sin competir con el resto de mesas de la parte alta de la plaza, que cada restaurante viste con manteles de diferentes colores para que se distingan sus territorios. Este bar está más alejado, pero cualquiera que entre en la plaza desde la iglesia abarcará con la mirada las mesas dispuestas bajo los dos plataneros. En los de arriba siempre hay gente; este solo se llena los fines de semana, el resto del tiempo es un lugar para los vecinos, una parroquia sagrada que por algún motivo no colonizan los turistas. El asunto de su localización es menor, lo que lo hace distinto es su idiosincrasia. Abre todos los días menos los lunes y los martes. El dueño y cocinero es un tipo de Extremadura, alto, de brillantes ojos azules y cara morena. Lleva un bar en el centro mismo de una gran urbe como si fuera una taberna de pueblo y a la vez un club de alterne de carretera y un bistró. El Tío Timón tiene aires de posada y de cafetería de las afueras, pero al mismo tiempo luce pequeños detalles exquisitos, las mesas adornadas con finos jarrones minúsculos de los que brotan paniculatas secas, música electrónica que suena a las tres de la tarde cualquier día, unos platos elaborados desde las vísceras del amor a la cocina y clientes de postín, que lo convierten en un lugar único, acogedor y vibrante, donde se tiene la sensación de habitar la casa propia o el territorio perverso de los sueños.
Ha bajado sola al Timón, es viernes, la hora del aperitivo, ha decidido tomarse la tarde libre porque aún quedan días para la entrega de su próximo encargo. Oliva se dedica a maquetar libros, revistas, catálogos y manuales de las más disparatadas materias. Trabaja por su cuenta, en su propia casa, casi desde que acabó la facultad. Estudió Humanidades y es maquetadora; el recorrido de su vida laboral le resulta incomprensible, como si faltara algo o como si fuera una niña impostora; como si fuera, en realidad, el recorrido de otra que no es ella.
La noche anterior había sido una buena noche de hogar. Cenaron cordero al horno, él preparó la pata con el mismo mimo con el que le recorre la carne. Unos espárragos verdes y gruesos salteados en la sartén y media botella de vino. Sexo en el sofá. Fricciones al elegir una película. Película que nadie vio, pues se quedaron dormidos en los primeros quince minutos. Por último un sueño espeso, ya en la cama, que ha durado hasta más de las once de la mañana. El plan era levantarse temprano, desayunar e ir juntos al mercado a por provisiones para el fin de semana; luego ir al Timón a tomar el aperitivo y dejar pasar la tarde, a ver si algo ocurría. Oliva ha bajado sola porque confía en que el plan no se destroce por completo. Levantar a Max de la cama ha sido imposible, Oliva no lo suele intentar, consigue salir del abrazo apisonadora a una hora determinada, cuando lleva demasiado tiempo despierta y se da cuenta de que él no piensa levantarse. Esta mañana ha sido como casi siempre. Después de desayunar sola en la cocina ha ido al cuarto a susurrar al durmiente: ¿te acuerdas del plan?, se está haciendo tarde para ir al mercado. Max ha gruñido una mordida inhóspita, en esos momentos mañaneros se abre una realidad paralela. Le ha dicho algo así como qué pesada, por dios, déjame dormir, me encuentro mal, ve tú al mercado, por qué tenemos que ir los dos. En el imaginario de ella esas situaciones destilan un regusto a posguerra, pero la vida se impone a veces: no digas nada, hazte el desayuno, dúchate mientras él resopla, dormido sin la paz, su cuerpo ocupando todo el largo de la cama, la pierna saliendo del gurruño de la sábana. Se ha pintado los labios de rojo mate y ha confiado en el futuro.
Sentada sola en la barra del Timón da sorbitos cortos a su vermú mientras parlotea con la camarera, una andaluza entrañable y cariñosa. Su teléfono suena y es él: primero la voz de ultratumba la perturba, pero hay un resto infantil en el tono: ¿estás abajo?, ¿por qué te has ido sin mí?, ¿dónde están mis lentillas? Oliva gestiona un tono dulce que no le pertenece y contesta a cada una de las preguntas como si hablara con un chimpancé aturdido. Lo ha conseguido: ahora bajo, dice él. Y cuando baja se ha obrado el milagro. Con el pelo aún mojado por la ducha, los ojos hinchados entorpeciendo el bosque de pestañas, el cuello de la camisa mal doblado y las manos oscuras apaciguadas, Max sonríe a todos al entrar en el bar, sonríe como si fuera tímido, y se acerca a ella para besarla. En el beso de labios gordos hay una devoción y un recordatorio.
Luego todo es el baile. En sociedad, Max y Oliva son las dos caras de una misma moneda. Ella es sociable, sencillamente confiada. Él tiene un magnetismo arrollador con demasiadas aristas: depende de cómo le dé la luz, es un líder o un excluido. Pero ambos, juntos, consiguen en muchas ocasiones algo parecido a la perfección. El entusiasmo, el hedonismo, la pura jerarquía del placer. Una infección que calienta las horas interminables de algunos días y algunas noches, donde todo está bien, sin más, donde ninguno de los dos quiere acortar la cuerda, y alrededor de ellos cuaja una simetría cósmica. Oliva perdona con el beso primero al señor maleducado que esta mañana le habló desde la cama y se comporta como si también ella fuera otra; una que no tiene motivos para sufrir. Piden algo para beber juntos, la camarera les acerca unas tapas recién hechas, cada uno de ellos cotorrea con los parroquianos por su cuenta o a dúo, cualquier cosa buena puede suceder a partir de ahora. De vez en cuando él, tópico y vehemente jefe de manada, la abraza por sorpresa y la piropea delante de todos, le susurra al oído guarradas preciosas, promesas. De los muslos de ella, de sus caderas y su cuello, no hay centímetro vacío para sus manos, aunque los dos se muevan por el bar como si estuvieran solos. Se deslizan arriba y abajo, los baños, el recodo de la escalera que conduce a estos, la puerta de la calle, donde se fuma, las varias esquinas de la barra, las mesas cuadradas dispuestas en el escueto salón. Ellos no se sientan, van disputándose los espacios como en una partida de ajedrez que nadie debe ganar, se cruzan a veces, se chocan, se buscan, se besan, incluso se muerden, participan y provocan conversaciones dispersas, chispeantes,