Gran Cabaret

David Grossman

Fragmento

Alza los ojos hacia la sala como si se hubiera olvidado por un momento de dónde se encuentra, pero enseguida se rehace y, encogiéndose de hombros, esboza una sonrisa de disculpa.

—Después de diez horas de viaje llegamos a un lugar perdido del desierto del Néguev, o del de la Aravá, cerca de Eilat… Veamos, intentaré comunicarme conmigo mismo, que en paz descanse… Pone los ojos en blanco, echa la cabeza hacia atrás y murmura: ya lo veo…, veo unas montañas marrones y rojas, un desierto, tiendas de campaña, los barracones de la comandancia, el comedor, y una bandera de Israel deshilachada en lo alto del mástil, un charco de gasóleo, un generador degenerado que se apaga a cada momento, y unas fi ambreras de metal, el típico regalo del bar mitzvá y que teníamos que fregar con un estropajo asqueroso y agua fría, de manera que siempre estaban grasientas…

El público vuelve a estar tranquilo, disfrutando de un terreno conocido. Dóvaleh y yo pasamos cuatro días en el mismo destacamento, dormimos casi siempre en la misma tienda y comimos en la mesa del mismo comedor sin decirnos ni media palabra.

—Y los instructores, allí en la base, quiero decir, los oficiales, eran todos una panda de tarados, cada uno a su manera. Copias en bruto de un ser humano. En el ejército de verdad no los habían querido y por eso los ponían a mandar a unos pobres niños. Uno era bizco y no veía más allá de sus narices, el otro tenía los pies planos, otra tenía una hernia y otro era de Holón. Creedme si os digo que de los diez instructores que allí había a duras penas se podía llegar a componer una sola persona normal.

—Dime, añade, dirigiéndose a la médium, ¿por qué te empeñas en agriarme la leche del termo? Mira cómo se ríen todos. ¿A ti no te hacen gracia mis bromas?

—No.
—¿Cómo? ¿Que no cuento chistes graciosos?
—Tus chistes son muy malos, le responde con la mirada fija en la mesa y los dedos acariciando las asas del bolso.

—¿Malos porque no hacen reír, le pregunta él con suavidad, o malos porque, digamos, encierran cierta maldad?

Ella no contesta de inmediato. Reflexiona.
—Las dos cosas, dice finalmente.
—O sea que mis chistes no tienen gracia, repite él, y además contienen maldad.

Ella vuelve a reflexionar: Sí.
—La comedia en vivo es así.
—Pues no me parece bien.
Él la mira largamente, divertido: Entonces, ¿por qué has venido?

—Porque cuando en la casa de cultura de mi pueblo hablaron de una comedia en vivo, yo creí que sería una especie de karaoke.

Conversan como si en la sala no hubiera nadie más que ellos dos.

—Pues ahora que ya sabes lo que es, te puedes ir. —Quiero quedarme.

—¿Para qué? No solo no estás disfrutando, sino que sufres. —Es verdad. Su rostro muestra tristeza. Cada estado de ánimo por el que pasa se le refleja al momento en la cara. En realidad tengo la impresión de que durante el transcurso de la velada la he estado observando a ella tanto como a él. Pero solo ahora me doy cuenta de que no dejo de pasear la mirada de él a ella y que lo juzgo a él según la reacción de ella.

—Es mejor que te vayas. A partir de ahora te va a resultar todavía más duro.

—Quiero quedarme. Cuando frunce los labios el círculo rojo que se forma le da el aspecto de un pequeño payaso ofendido. Dóvaleh se chupa las mejillas por dentro y los ojos parecen juntársele.

De acuerdo, susurra, pero te lo he advertido, preciosa. Luego no me vengas con reclamaciones.

Ella lo mira sin entender y se encoge.
—¡Adelante, Natanya!, grita de pronto con una voz terrible que suena a ladrido. Pues como os decía, tras diez horas de viaje, llegamos y nos meten en una tienda de campaña. Eran unas tiendas grandes, para unas diez o veinte personas, ¿o serían para menos? No lo recuerdo, nada, que no…, la verdad es que ya casi no me acuerdo de todo aquello, no os fiéis ni de media palabra de lo que os cuente, que tengo el cerebro como un colador, os lo juro por mi madre, tan agujereado lo tengo que cuando mis hijos todavía sabían que tenían padre y venían a visitarme a mi casa, les decía eh chicos, poneos unas tarjetitas con los nombres.

Se oyen unas débiles risas.
—Allí, en Beer Ora, nos enseñaron todo lo que un orgulloso muchacho hebreo debe saber: a trepar por una pared, por si volvemos a tener la necesidad de escapar de los muros de un gueto; a reptar por los conductos de los alcantarillados; a recibir en clave las instrucciones militares para que los nazis no sepan lo que decimos y se desesperen; y hasta nos obligaban a tirarnos desde una torreta a una lona, ¿os acordáis de eso?; y a caminar por una cuerda como un camaleón; y a hacer marchas y más marchas, de día y de noche, sudando y corriendo alrededor de la base, en medio de un calor asfixiante; y a disparar cinco balas con un pequeño fusil checo que nos hacía sentir como James Bond; y eso que a mí —parpadea con encanto— disparar me traía un poco el recuerdo del sabor a madre, a yiddishkeit, porque mi madre, no sé si os lo he contado…, ¿os lo he contado ya?, trabajaba en una fábrica de armas, en Jerusalén, clasificando munición, eso es lo que hacía mi querida madre, seis turnos a la semana, un trabajo que mi padre le había conseguido porque seguro que alguien le debía algo y por eso la aceptaron, con todo su bagaje. Ni que me matéis entenderé nunca qué se le pasó a mi padre por la cabeza para buscarle un trabajo como ese: nueve horas al día manipulando balas de metralleta, ¡ta-ta-ta-ta-ta! Dóvaleh empuña una metralleta imaginaria y dispara en todas direcciones mientras se ríe con una voz muy ronca: ¡Beer Ora, allá voy! Ay, y los turnos en la cocina, entre aquellas ollas gigantes; y la sarna, con todos allí rascándonos como pequeños Jobs de juguete, por no hablar de las diarreas, porque a nuestro chef de cocina le debían de haber dado una estrella Michelin en la especialidad de cólicos…

Así continúa durante un rato sin mirarme a los ojos.
—Y por la noche fiestas, hogueras y cánticos… En los ejercicios para jóvenes bomberos me hicieron apagar una luciérnaga con la polla, así que fi guraos el cachondeo de los compañeros, chicos y chicas a una, el yin y el yang bailando el krakowiak y yo convertido en el gracioso de mi destacamento, sí, sí, os podéis reír libremente, se me pasaban de mano en mano como una pelota, porque era muy pequeño y ligero, también de edad era el más joven de todos, porque en el colegio me habían pasado de curso, pero dejemos eso…, tampoco es que fuera una lumbrera, simplemente los profesores estaban hartos de mí y de una patada me enviaron al curso superior. El caso es que en el campamento me convirtieron en un talismán, en el peluche de sus deseos. Antes de cualquier ejercicio, y sobre todo, antes de las prácticas de tiro, venían todos y me daban un capón, pero eso sí, con cariño, sin mala leche. Y me llamaban Bambino; por primera vez en mi vida tenía un nombre normal y no me llamaban «el botas» o «el trapero»…

Así fue como me encontré con Dóvaleh allí: llegué a la base, entré en la tienda de campaña para sacar las cosas del petate y me encontré con tres fornidos chicos, a los que no conocía, tirándose unos a otros una gran bolsa militar dentro de la cual gritaba de safo ra da men te un niño. Yo no conocía a aquellos chicos. Era el único de mi colegio al que habían enviado a esa tienda. Imagino que el profesor que nos había distribuido por el campamento supuso que yo me sentiría como un extraño me pusiera donde me pusiera. Recuerdo que me quedé petrificado a la entrada d

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