La reina de las nieves

Michael Cunningham

Fragmento

cap-1

 

A Barrett Meeks se le apareció una luz celestial sobre Central Park, cuatro días después de que, una vez más, hubiese salido malparado de sus amores. No era, ni mucho menos, la primera vez que le daban la patada, pero sí la primera que se lo comunicaban con un mensaje de texto de cinco líneas, cuya quinta frase era un deseo formal y demoledor de buena suerte para el futuro, seguido de tres xxx minúsculas.

Los cuatro últimos días había hecho lo posible por no dejarse desanimar por lo que, en último extremo, parecía una serie de rupturas cada vez más tibias y escuetas. Cuando tenía veinte años el amor casi siempre había terminado en estallidos de llanto y gritos capaces de despertar a los perros del vecino. En una ocasión, él y quien estaba a punto de convertirse en su ex se habían peleado a puñetazos (aún recuerda el ruido de la mesa al volcarse y el sonido del molinillo de pimienta al rodar por las tablas del suelo). En otra, una discusión a gritos en Barrow Street, una botella rota (la palabra «enamorarse» todavía le trae a la memoria unos pedazos de cristal verde en la acera al pie de una farola) y la voz de una anciana, ni chillona ni refunfuñona, que salía de una ventana baja y oscura y decía sin más: «Chicos, ¿es que no veis que aquí vive gente que está intentando dormir?», como la voz de una madre exhausta.

Cuando cumplió los treinta y luego se acercó a los cuarenta, las despedidas se fueron pareciendo cada vez más a una negociación comercial. No faltaban las penas ni los reproches, pero desde luego se volvieron menos histéricas. Llegaron a ser como tratos e inversiones que, por desgracia, habían salido mal, a pesar de los cuantiosos beneficios que se habían prometido al principio.

No obstante, esa última despedida era la primera que le comunicaban con un mensaje de texto, el adiós apareció, inesperado y sin que nadie lo pidiera, en una pantalla poco mayor que una pastilla de jabón de hotel. «Hola Barrett supongo q ya sabes de q va esto. Al menos lo hemos intentado ¿eh?»

En realidad, Barrett no supo de qué iba aquello. Lo entendió, claro: el amor, junto con todo lo que supusiera ese amor en el futuro, había sido cancelado. Pero ¿«supongo q ya sabes de q va esto»? Era como si un dermatólogo te dijese después de la revisión anual: «Supongo que ya sabe que ese lunar de su mejilla —esa manchita de color chocolate a la que más de una vez se han referido como uno de tus encantos (¿quién le había dicho que la versión maquillada de María Antonieta estaba justo en ese sitio?)— es en realidad un cáncer de piel».

Al principio, Barrett respondió del mismo modo: con un mensaje de texto. Un e-mail parecía anticuado; una llamada de teléfono, desesperada. De modo que oprimió las minúsculas teclas. «Uf no me lo esperaba por qué no lo hablamos, estoy donde siempre. xxx.»

Al acabar el segundo día, había enviado dos mensajes más, seguidos de dos recados en el contestador, y había pasado la mayor parte de la segunda noche resistiéndose a enviar un tercero. Cuando acabó el día número tres, no solo no había recibido respuesta alguna, sino que también empezó a comprender que no la habría, que el serio y fuerte doctorando canadiense (psicología, Columbia) con quien había compartido cinco meses de sexo, comida y bromas personales; el hombre que había dicho: «Podría ser que te quisiera de verdad», después de que Barrett recitara el «Ave María» de Frank O’Hara mientras se bañaban juntos; el que había sabido los nombres de los árboles cuando pasaron aquel fin de semana en las Adirondacks, sencillamente había pasado página; que Barrett se había quedado en el andén y, sin saber cómo, había perdido el tren.

«Te deseo felicidad y suerte para el futuro. xxx.»

La cuarta noche, Barrett iba por Central Park de regreso a casa tras una revisión dental, que por un lado le había parecido deprimentemente vulgar y por el otro una exhibición de entereza. Muy bien, líbrate de mí con cinco frases hirientemente anónimas y que no aclaran nada. («Siento que no haya funcionado como esperábamos, pero sé que lo hemos intentado.») No voy a descuidar mi dentadura por ti. Me voy a alegrar y a dar gracias de saber que, bien mirado, no necesito una endodoncia.

Aun así, la idea, inesperada, de que no volvería a contemplar la pura y desenvuelta belleza de aquel chico, que tanto se parecía a los jóvenes, ágiles e inocentes atletas que pintó de forma tan adorable Thomas Eakins; la idea de que no volvería a ver al muchacho quitarse apresuradamente los calzoncillos antes de meterse en la cama, que no presenciaría su generosa e inocente satisfacción ante los pequeños placeres (una cinta con un popurrí de canciones de Leonard Cohen que le había grabado, titulada «Por qué no te suicidas sin más»; una victoria de los Rangers), le parecía literalmente imposible, una violación de la física del amor. Igual que el hecho de que, por lo visto, nunca sabría qué había ido tan mal. El último mes habían tenido alguna que otra pelea, se había producido algún que otro vergonzoso silencio en la conversación. Pero había dado por sentado que era solo que ambos estaban entrando en la nueva fase; que sus desacuerdos (¿Crees que podrías intentar no llegar tarde alguna vez? ¿Por qué me ninguneas así delante de mis amigos?) eran indicios de una intimidad cada vez mayor. No se le había pasado ni remotamente por la cabeza que una mañana comprobaría los mensajes de texto y descubriría que el amor se había perdido, con más o menos el mismo remordimiento que uno sentiría al extraviar unas gafas de sol.

La noche de la aparición, Barrett, después de librarse de la amenaza de la endodoncia, y de prometer que utilizaría el hilo dental con más regularidad, había atravesado el parque y estaba aproximándose a la mole iluminada y glacial del Metropolitan Museum. La nieve grisácea, plateada y cubierta de escarcha crujió debajo de sus pies cuando tomó un atajo hasta la línea 6 del metro, bajo las gotas que caían de las ramas de los árboles, contento al menos de volver a casa con Tyler y Beth, de tener quien le esperase. Se sentía entumecido, como si le hubiesen inyectado novocaína en todo el cuerpo. Habría querido saber si, a los treinta y ocho años, se estaba convirtiendo no tanto en una figura de ardor trágico, un loco santo del amor, como en un gestor intermedio que firmaba un acuerdo (sí, se habían producido algunas pérdidas en la cartera comercial, pero ninguna catastrófica) y pasaba al siguiente con aspiraciones renovadas pero no mucho más razonables. Ya no se sentía tentado de planificar un contraataque, de dejar recados cada hora en el contestador o de montar guardia ante el edificio de su ex, aunque diez años antes era justo eso lo que habría hecho: Barrett Meeks, soldado del amor. Ahora solo acertaba a imaginarse envejeciendo en la miseria. Si lograra reunir fuerzas para hacer una demostración de ira y ardor sería únicamente para disimular el hecho de que estaba arruinado, porque lo estaba; por favor, amigo, ¿le sobran unas monedas?

Atravesó el parque con la cabeza gacha, no por vergüenza sino por cansancio, como si le pesara demasiado para llevarla erguida. Miró el modesto charco azul grisáceo de su propia sombra, arrojada por las farolas en la nieve. Observó cómo se deslizaba sobre una piña, sobre unas agujas de pino vagamente rúnicas desperdigadas aquí y allá y sobre el envoltorio de una barrita de Oh Henry

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