El león dormido

Marian Izaguirre

Fragmento

cap-1

 

A veces en mis sueños veo un poblado. Al fondo hay una tienda de campaña con la bandera rifeña: un rombo blanco, una luna verde y una estrella. Y más allá, desenfocado, el campamento militar de los rebeldes: fardos, caballos, armas y una bruma confusa que lo deja todo reducido a un espacio sin contenido, puramente referencial. El silencio resulta sobrecogedor.

Luego la veo a ella.

La pequeña mestiza que Gerald Holbrooke inmortalizó para siempre; el pelo abundante y rizado, cubierto por una gasa, la sonrisa luminosa y los ojos rasgados… Es todavía joven y hermosa. Me habla con la voz que tendrá después. Muchos años después…

Es extraño. Todo sucedió tan deprisa…

Miranda se marchó un 21 de junio. Ese mismo día conocí a Lucía Osman.

Fue a comienzos del verano de 1995. Recuerdo que era miércoles. Llegué a casa después de haber vagado durante toda la noche por una ciudad de apariencia interminable: bares desconocidos, oscuros y ruidosos antros, calles periféricas, en fin, un laberinto en el que es muy fácil perderse, sobre todo cuando se lleva el caos instalado en el propio cerebro. Apenas tenía fuerzas para desvestirme. Tiré los pantalones al suelo y me desplomé sobre la cama.

Y de pronto vi el papel.

Era amarillo y estaba cuidadosamente desplegado sobre la mesilla de noche. Inmediatamente intuí que ese pequeño trozo de papel tenía algo que ver con Miranda. Me senté en la cama y traté de descifrarlo. No fue difícil. El mensaje era tan contundente como un puñetazo entre ceja y ceja: mi última novia, una pelirroja estadounidense de aspecto salvaje y carácter más salvaje todavía, había comprado un billete de avión, Madrid-Nueva York-Buffalo, y lo había cargado a mi número de cuenta. Ni siquiera consideró adecuado escribir una escueta nota de despedida, eres un cabrón, no quiero volver a verte, desaparece de mi vida… No. Miranda se las había arreglado para poner tierra de por medio y dejarme, de paso, una deuda de casi cien mil pesetas.

En fin, debo reconocer que no le faltaban razones para obrar de ese modo, así que me levanté, me puse los mismos pantalones con los que había estado deambulando durante toda la noche por el territorio de la confusión y me fui a ver a César.

Compongo el recuerdo como si remendara una red llena de agujeros. Todo está en su sitio y sin embargo nada parece suficientemente sólido. El aire se cuela por todos los agujeros de mi memoria y trae un incomprensible olor a peces muertos. Porque detrás de esa escena un tanto ridícula y previsible, detrás de la soledad a la que me condenaba la marcha de Miranda, se escondía ella, la muchacha a la que iba a conocer muy pronto en el cuerpo de una vieja.

Sus ojos todavía sobrevolaban el mundo.

Iban a la caza de algo.

Y ese algo era yo.

Debía de tener un aspecto bastante lamentable, barba de dos días, ojeras y aquel pantalón de dril completamente arrugado. Entré en la productora, saludé con la mano a la recepcionista, que me miró como si fuera a robarle el bolso de un tirón, y entré en el despacho de César.

El vídeo estaba encendido. César se encontraba de espaldas a la puerta, en el sofá, delante del monitor y tenía una goma elástica en las manos. Por la pantalla se deslizó la última secuencia de un reportaje que habíamos editado la tarde anterior. Era una imagen muda. Una puesta de sol en las costas de Barbate. Sobre la arena, destrozada por la marea, se podía ver una patera y al fondo una pareja de la Guardia Civil.

—Vaya —exclamó César al verme. Su voz tenía el tono inconfundible de alguien que está harto de esperar—. Llegas a destiempo, como siempre. Te estoy llamando al móvil desde las nueve de la mañana, pero lo tienes apagado. ¿Por qué llevas ese jodido teléfono si nunca lo conectas?

Eché mano al bolsillo de la camisa y me di cuenta de que, en aquella ocasión, ni siquiera lo llevaba encima. Por un instante temí haberlo perdido, pero luego recordé una silueta oscura en la mesilla de noche, justo al lado de aquella nota amarilla en la que se podía leer el itinerario Madrid-Nueva York-Buffalo. César me miraba con impaciencia, mientras yo intentaba desembarazarme de esa estúpida imagen.

—¿Qué demonios te pasa? Tienes una pinta horrible.

Hice un gesto con la mano, queriendo dar a entender que no estaba para demasiadas explicaciones.

—¿Resaca?

—Más o menos. Miranda me ha dejado.

César no pareció sorprendido.

—¿Definitivo?

—Supongo. Se ha ido a Buffalo.

—Definitivo —sentenció con tono indiferente—. Bien, pues vamos a lo nuestro.

Hice ademán de ir hacia el sofá, pero César se levantó en ese mismo momento. Tenía cara de pocos amigos. Con un expresivo barrido de mano, señaló la pantalla en la que no quedaba el más mínimo resto de algo que había estado allí y que evidentemente le preocupaba.

—Acabo de ver tu cinta. No vale, Pablo, no vale. ¿Qué coño crees que puedo hacer con eso? No tiene entidad documental, no es espectacular, ni revulsivo, ni siquiera puedo venderlo como un reportaje de actualidad. ¿Quieres decirme qué demonios has estado haciendo en los dos últimos meses? Pensé que esta vez me traerías algo con lo que pudiéramos trabajar. Y me entregas esta mierda sobre los magrebíes que cruzan el estrecho. ¿Tienes idea de cuántos reportajes de este tipo se emiten semanalmente por televisión? Si queremos que nos compren el material hay que ser originales, hay que echarle imaginación, arriesgarse y explotar las noticias que gustan a la gente. Te dije que hicieras algo histórico, algo sobre los duques de Windsor o sobre el hundimiento del Titanic, eso es lo que la gente quiere ver, cosas que permanecen en la memoria colectiva y que se agrandan con el tiempo, hermosas historias de amor y grandes catástrofes que se recordarán siempre; pero no, el señor Pablo Ferrer está demasiado ocupado arruinando su vida y no puede tomarse nada en serio. De verdad chico, no sé qué pretendes.

Me encogí de hombros. No me resultaba fácil articular ninguna de las supuestas disculpas que César esperaba de mí. Por mucho que me esforzara no sería capaz de pronunciar nada más allá de ese sencillo y elemental pensamiento: Miranda se ha ido a Buffalo.

César sacó la cinta del reproductor de vídeo y me la tendió con un gesto de desesperación.

—Joder, Pablo. Como sigas así, dentro de poco estarás acabado.

Le miré con ojos vidriosos, los mismos ojos de borracho insomne con los que solía mirar a Miranda por las mañanas. Tenía esa irritante actitud paternalista que me sacaba de quicio.

Me acerqué a la ventana y deslicé la vista por un paisaje de rascacielos y terrazas con piscina, mientras él se explayaba en uno de sus aburridos sermones sobre la competitividad del mercado. A mí todo aquello me producía un aburrimiento mortal, ni siquiera era su socio, así que me traían sin cuidado sus desvelos y sus jodidas preocupaciones de empresario, yo solo era un periodista a sueldo que trataba de sobrevivir a su propia destrucción.

Mientras él hablaba y hablaba, me dediqué a recordar los viejos tiempos. Habíamos trabajado juntos durante los difíciles años de la dictadura franquista. Fueron días duros, intensos, de una extraña complejidad. Hicimos una verdadera revolución de tinta que iba a servir para

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