Tendríamos que estar siempre camino de Alaska. Pero ¿para qué llegar? He preparado el petate. Es de noche. Un día abandono Manosque-les-Plateaux, Manosque-les-Couteaux, corre el mes de febrero, los bares están siempre llenos, humo y cerveza… Me voy a los confines del mundo, al Gran Azul, hacia el cristal y el peligro, me voy. No me apetece morir de aburrimiento, de tanta cerveza, de una bala perdida. De desgracia. Me voy. Estás loca. Se burlan de mí. Siempre se burlan. Sola en esos barcos, con esas hordas de hombres, estás loca… Se ríen.
Sí, reíd, reíd. Bebed. Colocaos. Por mí como si queréis morir. Yo no. Me voy a Alaska a pescar. Ciao.
Me he ido.
Voy a atravesar el gran país. En Nueva York siento ganas de llorar. Lloro sobre mi café con leche, luego salgo. Aún es muy temprano. Camino por las grandes avenidas desiertas. El cielo se ve muy alto, muy claro, entre las torres que se elevan en el aire crudo en una ascensión delirante. En unos pequeños puestos-caravana venden café y dulces. Sentada en un banco frente a un edificio que espejea incendiado por el sol naciente, me tomo un insípido café americano con una magdalena enorme, una esponjita dulzona. Poco a poco me vuelve a embargar la alegría, una ligereza difusa en las piernas, el deseo de levantarme, la curiosidad por ver lo que hay al final de la calle, tras la primera esquina y hasta la siguiente… Entonces me pongo en pie y echo a andar; la ciudad se despierta, aparece la gente, empiezo a sentir vértigo. Me abandono a él hasta quedar agotada.
Cojo el autocar. Un autocar Greyhound con el dibujo de un galgo. Pago cien dólares para recorrer la ruta de un océano a otro. Salimos de la ciudad. He comprado galletas y manzanas. Arrellanada en el asiento, contemplo las highways múltiples, los flujos de la carretera de circunvalación que se cruzan, se separan, se juntan, se entrecruzan y se pierden a lo lejos. Al hacerlo siento náuseas, así que me como una galleta.
No llevo más equipaje que un pequeño petate del ejército. Lo he bordado y lo he forrado con telas preciosas antes de emprender el viaje. Me han dado un anorak de un azul cielo desvaído. Me paso el viaje cosiéndolo; las plumas revolotean a mi alrededor igual que si fueran nubes.
—¿Adónde va? —me preguntan.
—A Alaska.
—¿Para qué?
—Voy a pescar.
—¿Ya lo ha hecho alguna vez?
—No.
—¿Conoce a alguien allí?
—No.
—God bless you…
God bless you. God bless you. God bless you…
—Gracias —contesto—, muchas gracias.
Estoy contenta. Me voy a Alaska a pescar.
Atravesamos desiertos. El autocar se vacía. Tengo dos asientos para mí sola, puedo recostarme, con la mejilla pegada al frío cristal de la ventanilla. Wyoming está cubierto de nieve. Nevada también. Me como las galletas mojadas en unos cafés americanos muy ligeros al ritmo de los McDonald’s y los bares de carretera. Coso y desaparezco entre las nubes del anorak. Y de nuevo se hace de noche. Estoy despierta. A ambos lados de la carretera parpadean casinos, ruedas de neón centelleantes, vaqueros luminosos blandiendo una pistola…, se encienden, se apagan… En lo alto se percibe una media luna tenue. Dejamos atrás Las Vegas. No se ve ni un árbol, solo guijarros y matorrales quemados por el invierno. El cielo no tarda en clarear por el oeste y el día llega antes de que nos dé tiempo siquiera a presentirlo. La carretera discurre recta ante nosotros, con unas montañas nevadas a lo lejos y, sola en la meseta desierta, una vía de tren que se aleja hacia el horizonte, hacia la mañana. O hacia ninguna parte. Unas vacas tristes nos miran al pasar. Quizá tengan frío. A la hora del almuerzo volvemos a hacer un alto en una gasolinera donde rugen camiones cromados. En ella hay una bandera estadounidense ondeando al viento contra un cartel de cerveza gigante.
Por el camino empiezo a cojear. Subo y bajo del autocar renqueando. «God bless you», me dicen con mayor inquietud. Hay un anciano que también cojea. Nos miramos con cierta complicidad. Una noche, en un área de servicio, se arremolinan en torno a mí varios mendigos. «Are you a chicano? You look like a chicano, you look like my daughter», dice uno de ellos. Y reanudamos la marcha. Soy una chicana con las mejillas encendidas, con las mejillas coloradas, que cojea, que come galletas envuelta en una nube de plumas mientras contempla la noche sobre el desierto. Y que va rumbo a Alaska para pescar.
En Seattle me reúno con un amigo pescador. Vamos a su barco. Lleva años esperándome. Mi foto cuelga de los mamparos. Le ha puesto mi nombre al velero. Más tarde rompe a llorar. Este hombretón que está de espaldas a mí, que solloza en su litera. Fuera ya está oscuro y llueve. «Quizá sería mejor que me fuese», pienso.
—Quizá sea mejor que me vaya… —murmuro.
—Sí, eso —dice—, ahora vete.
Es noche cerrada y fuera hace un frío tremendo. Mi amigo sigue llorando, y yo también.
—Quizá debería estrangularte… —me dice luego con tristeza.
Me asusto un poco. Me fijo en sus manazas, noto que me está mirando el cuello.
—Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? —le pregunto con una vocecita.
No, tal vez no lo haga… Lleno el petate lentamente. Así y todo, me pide que me quede, que me quede una noche más.
Cogemos el ferry sin cruzar palabra, él clava los ojos enrojecidos en el mar, yo me dedico a mirar el agua, su semblante adusto, mis manos, cuyos contornos acaricio indefinidamente. Luego echamos a andar por la calle. Me acompaña hasta el aeropuerto. Va delante de mí, me quedo sin resuello cuando trato de seguirle el paso. Llora. Y yo lloro detrás.
El corazón de los fletanes
Hace un día espléndido en Anchorage. Aguardo tras el cristal. Un indio ronda a mi alrededor. He llegado a los confines del mundo. Tengo miedo. Vuelvo a subir a un avión muy pequeñito. La azafata nos ofrece un café y una galleta, y a continuación nos internamos en la bruma, desaparecemos en su ciega blancura, «Tú lo has querido, rica, aquí tienes los confines del mundo». La isla aparece entre dos hilachas de niebla: Kodiak. Bosques oscuros, montañas, y también la tierra parda y sucia que asoma bajo la nieve derretida. Siento ganas de llorar. Ahora toca ir a pescar.
Me tomo un café en el vestíbulo del pequeño aeropuerto, frente a un oso grizzly enfurecido. Pasan hombres con un petate al hombro. Espaldas anchas, rostro curtido, avejentado. No dan muestras de verme. Fuera, el cielo blanco, unas colinas grises y gaviotas que pasan incesantemente por doquier lanzando gemidos.
Llamo. Digo: «Hola, soy la amiga del pescador de Seattle. Me dijo que estaba usted al tanto, que podía quedarme a dormir en su casa un par de noches hasta que encontrara un barco en el que embarcar».
Una voz neutra de hombre. Pronuncia unas palabras. «Oh shit!», oigo que contesta una mujer. «Welcome, Lili —pienso—. Bienvenida a Kodiak.» Ha dicho: «Oh shit».
Una mujercita enjuta sale de una camioneta, cabello amarillo y fino, rostro cansado, una boca de labios delgados y pálidos que no sonríe, ojos de porcelana azul. Conduce sin pronunciar una palabra. Avanzamos por una carretera muy recta entre hileras de árboles, después el paisaje se torna yermo. Bordeamos el mar y cruzamos por pequeños brazos de agua que la helada ha rizado.
—Dormirás aquí. —Me indican un sofá del salón.
—Bien, gracias —digo.
—Hacemos redes para los pescadores. Redes de cerco. Conocemos a todo el mundo en Kodiak. Te ayudaremos a buscar trabajo.
—Vaya, gracias.
—Anda, siéntate, haz como si estuvieras en tu casa, aquí tienes el váter, ahí el baño, aquí la cocina. Si te entra hambre, coge lo que quieras del frigorífico.
—Bien, gracias.
Se olvidan de mí. Tomo asiento en un rincón y me pongo a tallar un pedazo de madera. Luego salgo. Me gustaría buscarme una cabaña, pero hace demasiado frío. La tierra parda y la nieve sucia. El gran cielo gris sobre las montañas peladas, tan cerca. Cuando regreso están comiendo. Me siento en el sofá, aguardo a que el tiempo pase, aguardo a que se haga de noche para que desaparezcan y ponerme cómoda y tal vez dormir.
Me dejan en la ciudad. Sentada en un banco frente al puerto me como unas palomitas de maíz. Cuento mi dinero, los billetes y la calderilla. Necesito conseguir trabajo deprisa. Un tipo me llama desde la dársena. Bajo el cielo blanco resulta hermoso como una estatua antigua recortándose contra el agua gris. Los tatuajes le llegan hasta la nuca, bajo el casco oscuro y rizado de cabellos rebeldes.
—Me llamo Niképhoros —se presenta—. Y tú, ¿de dónde eres?
—De lejos —contesto—, he venido a pescar.
Parece sorprendido. Me desea buena suerte.
—¿Hasta luego, quizá? —suelta antes de cruzar la calle.
Sube tres escalones de cemento desnudo que hay en la acera de enfrente y empuja la puerta de un edificio de madera austero y oscuro. En lo alto pone B AND B BAR, entre dos ventanales, uno de ellos resquebrajado.
Me pongo en pie y bajo por la pasarela.
—¿Buscabas algo? —me dice un hombre grueso desde la cubierta de un barco.
—Trabajo…
—Entonces, ¡sube a bordo!
Nos tomamos una cerveza en la sala de máquinas. No me atrevo a hablar. El hombre es amable y me enseña a hacer tres nudos.
—Ahora ya puedes salir a pescar… —me dice—. Pero, sobre todo, habla con aplomo cuando vayas a pedir trabajo. Que los hombres a tu alrededor sepan con quién están tratando.
Me alarga otra cerveza, y entonces me viene a la mente un bar lleno de humo de tabaco.
—Tengo que irme —le anuncio con un hilo de voz.
—Vuelve cuando quieras —dice—, no dudes en hacerlo si ves el barco atracado.
Me marcho por la dársena, voy de barco en barco preguntando «¿Necesitan a alguien a bordo?». Nadie me oye, el viento se lleva mis palabras entrecortadas. Me paso un buen rato repitiendo la pregunta antes de que alguien me conteste:
—¿Has pescado alguna vez?
—No… —balbuceo.
—¿Tienes papeles? Tarjeta verde, licencia de pesca…
—No.
Me miran extrañados.
—Ve y pregunta un poco más allá, ya verás como terminas encontrando algo… —me dicen de nuevo amablemente.
No encuentro nada. Con el estómago a reventar de palomitas, regreso a la casa para dormir en mi sofá. Me ofrecen trabajar como nanny, cuidando de los hijos de los que saldrán a faenar, pero es una humillación terrible. Lo rechazo con suave obstinación, con la cabeza baja, sacudiéndola de un lado a otro. Pregunto dónde hay cabañas. Me contestan con tono evasivo, así que termino ayudando a mis anfitriones a coser las redes.
Pero al final encuentro. Me proponen dos puestos de marinero el mismo día: pesca del arenque frente a la costa, a bordo de un seiner, o embarcar en un palangrero para la pesca del bacalao negro en alta mar. Me quedo con el segundo porque long-lining suena más bonito, porque será duro y peligroso y porque la tripulación estará compuesta de marineros avezados. El tipo alto y flaco que me contrata me mira con asombro y dulzura. Cuando me ve con el abigarrado petate, dice sin más: «¡Qué hermosa es la pasión!». Después la mirada se le endurece.
—A partir de ahora tendrás que demostrar lo que vales. Tenemos tres semanas para pertrechar el barco, reparar las líneas y encarnar los palangres. En adelante, el único propósito en tu vida será trabajar para el Rebel, día tras día, noche tras noche.
«Me gustaría que me adoptase un barco», murmuro en el silencio ventoso de la noche. Llevamos varios días trabajando en un local húmedo, tras unos cajones de hojalata donde se estiban los palangres. Reparamos las líneas, cambiamos las brazoladas arrancadas y los anzuelos torcidos. Aprendo a hacer empalmes. A mi lado, un hombre trabaja en silencio. Ha llegado tarde, con la mirada perdida, y el patrón se ha puesto a gritar. Apesta a cerveza rancia y masca tabaco. De vez en cuando le da por escupir en la taza llena de roña que tiene delante. Jesús está sentado frente a mí y me sonríe. Jesús es mexicano. Es bajito y fornido, de cara redonda y piel atezada, con unas mejillas como albaricoques. De una habitación oscura sale un tipo seguido de una chica jovencísima y gruesa, una india. Al pasar junto a nosotros, agacha la cabeza, aparentemente incómodo.
—Anda, parece que Steve tuvo suerte anoche… —dice el patrón dejando escapar una risa burlona.
—Si a eso le llamas tener suerte… —contesta mi vecino, y a continuación me dice, sin despegar los ojos del cajón, sin siquiera pestañear—: Gracias por la estatua.
Lo miro sin comprender. Ha puesto cara seria, pero da la impresión de que sus ojos negros me sonríen.
—Lo que quiero decir es que es una estatua hermosa… La de la Libertad. ¿Acaso no fuisteis vosotros, los franceses, quienes nos la regalasteis?
En la radio suenan canciones country. Alguien prepara café y nos lo tomamos en unas tazas que a lo sumo han debido de limpiarse con el faldón de alguna prenda.
—Habrá que traer agua en los bidones —dice John, un rubio alto y muy pálido.
—Me llamo Wolf, como el lobo —murmura mi vecino.
Prosigue diciéndome que hace quince años que pesca, que ha naufragado tres veces, que algún día tendrá su propio barco, quizá al final de esta temporada, por qué no, si las capturas son buenas, si no se dedica más de la cuenta a pintar la ciudad de rojo. No entiendo.
—¿La ciudad?, ¿de rojo?
Se ríe, Jesús hace lo propio.
—Quiere decir cogerse un pedo.
A mí también me gustaría pintar la ciudad de rojo, lo ha captado. Promete llevarme con él en cuanto regresemos a puerto. Luego me da una bola de tabaco.
—Toma, colócatela así… Pégatela a la encía.
Estoy contenta, no me atrevo a escupirla, por lo que termino tragándomela. La bola me abrasa el estómago. «El que algo quiere, algo le cuesta», pienso.
Jesús me lleva a la casa por la noche.
—El mar me da miedo —me cuenta—, pero no me queda otro remedio que salir a faenar, mi mujer está embarazada. En las conserveras no se gana lo suficiente. Me gustaría mucho que pudiésemos irnos de la autocaravana donde vivimos en estos momentos con más gente; alquilar un piso solo para nosotros dos y el bebé.
—A mí no me da miedo morir en el mar —le contesto.
—Calla, no hables de ese modo, nunca se debe decir ese tipo de cosas.
Parece que lo he asustado.
El tipo alto y flaco responde al nombre de Ian. Me ha traído a su casa, situada a las afueras de la ciudad, perdida entre bosques sombríos. A los demás se les ha puesto una cara muy rara. Creen que el patrón tendrá suerte esta noche. Su mujer ya no vive aquí, se aburría como una ostra en Alaska; ahora vive en Oklahoma con sus hijos, en un lugar soleado. Él se reunirá con ellos cuando finalice la pesca y venda la casa. Está prácticamente vacía, ya no quedan más que un par de colchones en las habitaciones desiertas, un sillón grande de color rojo frente a un televisor —su sillón—, un fogón y un frigorífico del que saca unos bistecs descomunales.
—¡Come algo, esqueleto de pajarito! Si no, no aguantarás…
Dejo tres cuartas partes de la carne. Me manda al frigorífico de las maravillas, en él encuentro multitud de helados. Tumbada en el suelo, miro la ventana. La noche ha caído sobre Alaska, y yo, dentro, pienso, con el viento y los pájaros en los árboles: «¡Ojalá que todo esto dure, que los de Inmigración no me pillen nunca!».
Cada noche el patrón alquila una película y la vemos mientras cenamos, él un bistec y yo un helado. Él presidiendo la estancia desde su bonito sillón rojo y yo sentada en el colchón, rodeada de almohadones. Ian me cuenta cosas hasta quedar sin aliento, emocionado por la historia, el rostro trémulo, un rostro alargado y triste de adolescente desengañado que se ilumina con el recuerdo de una imagen, un gesto. Entonces se echa a reír. Me habla de los hermosos buques que ha gobernado, de aquel barco tan bonito, el Liberty, que echó a pique durante un temporal un mes de febrero, en el mar de Bering, frente a las islas Pribilof, sin perder un solo hombre; se fueron a pique porque iban hasta los topes de cangrejos (pero que fuesen hasta los topes de cangrejos o de cocaína es algo sobre lo que nadie se pone de acuerdo en la ciudad). Se ríe de sí mismo y de sus veinte años, cuando aún no era miembro de Alcohólicos Anónimos y bebía hasta que lo sacaban de los bares a rastras, tal vez por los pies.
Pasan los días. Trabajamos sin interrupción. A veces Wolf y yo vamos a almorzar al Safeway, el hipermercado de la zona. Por el camino de regreso me vuelve a hablar del barco que algún día tendrá. El semblante se le vuelve serio y deja de sonreír. Me pide que me embarque con él.
—Sí, a lo mejor, si no me odias cuando acabe la temporada —respondo.
Me habla de nuevo de una novia a la que amaba y de cómo ella lo dejó un día. Desde entonces padece insomnio, añade con tristeza.
—Todo ese tiempo perdido… —continúa diciendo.
—Sí —asiento.
—Te hace falta la licencia de pesca para embarcar —continúa tras escupir una bola de tabaco—. Es la ley, suele haber inspecciones y los troopers no te lo pondrán fácil…
Esa tarde bajamos juntos a la tienda de artículos de caza que hay en la ciudad. El dependiente me alarga una ficha. No parece percatarse de que Wolf apunta mi talla en pies y en pulgadas y me murmura al oído un número de la Seguridad Social que se acaba de inventar. Marco con una cruz la casilla «residente». El vendedor me tiende una tarjeta.
—Aquí la tienes, estás en regla… Son treinta dólares.
Regresamos al puerto y recorremos los muelles hasta el B and B. El cielo del puerto se refleja en las grandes cristaleras desnudas. Una de ellas sigue resquebrajada. En lo alto de los peldaños hay un hombre de pecho ancho y vientre abombado con sus gruesos brazos en arco alrededor del torso, altas botas de pescador vueltas y stetson de fieltro bien calado sobre los mechones pelirrojos. La hebilla del cinturón resplandece. Nos saluda con un gesto de la cabeza, esboza una sonrisa forzada con el cigarrillo en la comisura de los labios y se hace a un lado para franquearnos el paso.
—Significa Beer and Booze —me comenta Wolf al abrir la puerta.
Dentro hay varios hombres acodados a la barra de madera, de espaldas a nosotros, con el cuello hundido entre los hombros. Buscamos dónde sentarnos. La camarera está cantando cuando entramos y su voz clara y potente asciende entre el humo. El cabello negro le cae a la altura de las caderas en pesados mechones. Al volverse, juguetea haciendo balancear la mata oscura por la espalda y se dirige hacia nosotros contoneándose.
—Hola, Joy —la saluda Wolf—. Vamos a tomar dos cervezas.
Un hombre corpulento se acerca a Wolf con una copa de alcohol fuerte en la mano, vodka quizá.
—Este es Karl, el danés —me dice Wolf—. Te presento a Lili… —añade volviéndose hacia él.
Karl tiene el pelo amarillo recogido de mala manera en una coletita tiesa, un rostro ancho y veteado de venitas rojas y párpados pesados bajo los cuales se filtra una mirada azul acuosa de vikingo.
—Si todo va bien, volvemos a zarpar mañana —dice entre dos chasquidos, acercándose la copa a los labios—. Estamos listos. Las capturas deberían ser buenas, si los dioses quieren.
Wolf asiente. Me he terminado la cerveza. Inmersa en la oscuridad del bar, una mujer de pelo muy rojo apura su copa. A continuación se levanta, pasa al otro lado de la barra y se acerca a nosotros. La camarera del pelo negro se sienta en el sitio de la mujer.
—Gracias, Joy —dice Wolf—, vamos a tomar lo mismo, con un chupito de aguardiente para acompañar…
—¿Todas se llaman Joy? —pregunto a media voz cuando la mujer se aleja.
—No, todas no… —dice Wolf riendo—. La primera es Joy la india, esta es Joy la pelirroja y hay otra, la gran Joy, que es gordísima.
—Ah —digo.
—Y cuando las tres Joy coinciden en el bar, a los tíos ni se los oye… Pueden tirarse hasta cinco días bebiendo cuando se ponen a ello. Y no les dejan pasar una.
Karl está cansado. Apura la copa y pide una más. Paga otra ronda. Joy la pelirroja deja una ficha de madera junto a mi copa, aún llena.
—Esta tarde he conocido a un tío —prosigue Karl arrastrando la voz—, acaba de llegar del Pacífico Sur, de pescar camarones… Allí pescan en mangas de camisa y en pantalón corto… En pantalón corto, ¿te imaginas? ¡Y viene aquí a pescar bacalao! No tienen ni pajolera idea esos cabronzuelos… No saben lo que es working on the edge, trabajar en el filo de una espada, eso es lo que hacemos nosotros, solo nosotros, lo del Pacífico Norte en invierno, el barco cubierto de hielo que hay que romper a mazazo limpio y los barcos que se van a pique…, ¡solo nosotros sabemos qué es!
Estalla en una carcajada estrepitosa, se queda sin aire un instante y se sosiega. Una sonrisa plácida le hiende el rostro y la mirada se le pierde en el vacío. De repente se acuerda de mí.
—¿Quién es la pequeña?
—Trabajamos juntos —dice Wolf—. Va a embarcarse en el Rebel para la temporada del bacalao negro. No lo parece, pero es fuerte.
Karl se levanta trastabillando y me pasa dos brazos enormes por los hombros.
—Bienvenida a Kodiak —dice.
Wolf lo empuja suavemente.
—Vámonos. No olvides la ficha, Lili, guárdala en el bolsillo, te da derecho a una consumición. No hay mejor tipo en el mundo que él —me dice al salir—, pero no quería que te asustases. Además, no debes dejar que nadie te toque, en eso se basa el respeto.
Ha anochecido. Cambiamos de bar. El Ships’s está aún más oscuro. En la sala cuadrada y escueta del fondo varios hombres juegan al billar en unas mesas vetustas bajo el resplandor blanco del viejo neón. Una chica corpulenta tira de la cuerda de una campanilla cuando entramos. Los hombres gritan.
—Llegamos en buen momento —dice Wolf—, invita la casa…
Nos hacemos un hueco entre el tumulto. Wolf se espabila. La mirada se le ilumina y la mandíbula se le pone tensa, sus dientes relucen en la penumbra, dos colmillos blanquísimos.
—Esto es The Last Frontier —murmura.
La camarera nos sirve dos vasitos de un líquido incoloro.
—Invito yo —dice ella.
El carmín se le ha corrido por las arruguitas del labio superior y la sombra azul sobre los párpados arrugados contrasta con el rostro ancho y blanco de rasgos pesados, cansados.
—Me llamo Vickie… Este es un país duro —añade cuando Wolf me presenta—. No solo hay ángeles deambulando por ahí. Ándate con ojo… Si te ves en aprietos, aquí me tienes.
Nos tomamos tres copas. Luego abandonamos la lóbrega taberna, a la amiga camarera, a los hombres desenfrenados, los cuadros de mujeres desnudas que hay encima del billar, cuyas ancas redondeadas y sedosas parecen emerger de las paredes sucias; a las ancianas indias borrachas, sentadas en fila al final de la barra, impasibles, con un amago de sonrisa aflorando de vez en cuando a las altivas comisuras de la boca. En el Breaker’s me piden un documento de identidad. Saco la licencia de pesca. La camarera tuerce el gesto.
—Tiene que ser con foto…
Busco el pasaporte.
—Ahora ya puedes emborracharte… —dice Wolf.
—Sabes, si tengo suerte, naufragaremos —le digo al tipo alto y flaco una noche—, y vosotros os salvaréis, todos excepto yo.
Porque cada día y cada noche me acuerdo de Manosque-les-Couteaux. No quiero que acaben conmigo.
—No tienes por qué morir. Te quedas en Alaska y ya.
—Me están esperando.
—No vuelvas —prosigue—. Este invierno me gustaría hacer la temporada del cangrejo con el Rebel en el mar de Bering, todavía no tengo dotación. Si demuestras tu valía podrás embarcar conmigo.
—¿Me llevarías contigo a pescar cangrejos?
—Será muy duro. El frío, la falta de sueño, trabajar veinte h
