Allí, donde se acaba el mundo

Catherine Poulain

Fragmento

cap-1

Tendríamos que estar siempre camino de Alaska. Pero ¿para qué llegar? He preparado el petate. Es de noche. Un día abandono Manosque-les-Plateaux, Manosque-les-Couteaux, corre el mes de febrero, los bares están siempre llenos, humo y cerveza… Me voy a los confines del mundo, al Gran Azul, hacia el cristal y el peligro, me voy. No me apetece morir de aburrimiento, de tanta cerveza, de una bala perdida. De desgracia. Me voy. Estás loca. Se burlan de mí. Siempre se burlan. Sola en esos barcos, con esas hordas de hombres, estás loca… Se ríen.

Sí, reíd, reíd. Bebed. Colocaos. Por mí como si queréis morir. Yo no. Me voy a Alaska a pescar. Ciao.

Me he ido.

Voy a atravesar el gran país. En Nueva York siento ganas de llorar. Lloro sobre mi café con leche, luego salgo. Aún es muy temprano. Camino por las grandes avenidas desiertas. El cielo se ve muy alto, muy claro, entre las torres que se elevan en el aire crudo en una ascensión delirante. En unos pequeños puestos-caravana venden café y dulces. Sentada en un banco frente a un edificio que espejea incendiado por el sol naciente, me tomo un insípido café americano con una magdalena enorme, una esponjita dulzona. Poco a poco me vuelve a embargar la alegría, una ligereza difusa en las piernas, el deseo de levantarme, la curiosidad por ver lo que hay al final de la calle, tras la primera esquina y hasta la siguiente… Entonces me pongo en pie y echo a andar; la ciudad se despierta, aparece la gente, empiezo a sentir vértigo. Me abandono a él hasta quedar agotada.

Cojo el autocar. Un autocar Greyhound con el dibujo de un galgo. Pago cien dólares para recorrer la ruta de un océano a otro. Salimos de la ciudad. He comprado galletas y manzanas. Arrellanada en el asiento, contemplo las highways múltiples, los flujos de la carretera de circunvalación que se cruzan, se separan, se juntan, se entrecruzan y se pierden a lo lejos. Al hacerlo siento náuseas, así que me como una galleta.

No llevo más equipaje que un pequeño petate del ejército. Lo he bordado y lo he forrado con telas preciosas antes de emprender el viaje. Me han dado un anorak de un azul cielo desvaído. Me paso el viaje cosiéndolo; las plumas revolotean a mi alrededor igual que si fueran nubes.

—¿Adónde va? —me preguntan.

—A Alaska.

—¿Para qué?

—Voy a pescar.

—¿Ya lo ha hecho alguna vez?

—No.

—¿Conoce a alguien allí?

—No.

God bless you

God bless you. God bless you. God bless you

—Gracias —contesto—, muchas gracias.

Estoy contenta. Me voy a Alaska a pescar.

Atravesamos desiertos. El autocar se vacía. Tengo dos asientos para mí sola, puedo recostarme, con la mejilla pegada al frío cristal de la ventanilla. Wyoming está cubierto de nieve. Nevada también. Me como las galletas mojadas en unos cafés americanos muy ligeros al ritmo de los McDonald’s y los bares de carretera. Coso y desaparezco entre las nubes del anorak. Y de nuevo se hace de noche. Estoy despierta. A ambos lados de la carretera parpadean casinos, ruedas de neón centelleantes, vaqueros luminosos blandiendo una pistola…, se encienden, se apagan… En lo alto se percibe una media luna tenue. Dejamos atrás Las Vegas. No se ve ni un árbol, solo guijarros y matorrales quemados por el invierno. El cielo no tarda en clarear por el oeste y el día llega antes de que nos dé tiempo siquiera a presentirlo. La carretera discurre recta ante nosotros, con unas montañas nevadas a lo lejos y, sola en la meseta desierta, una vía de tren que se aleja hacia el horizonte, hacia la mañana. O hacia ninguna parte. Unas vacas tristes nos miran al pasar. Quizá tengan frío. A la hora del almuerzo volvemos a hacer un alto en una gasolinera donde rugen camiones cromados. En ella hay una bandera estadounidense ondeando al viento contra un cartel de cerveza gigante.

Por el camino empiezo a cojear. Subo y bajo del autocar renqueando. «God bless you», me dicen con mayor inquietud. Hay un anciano que también cojea. Nos miramos con cierta complicidad. Una noche, en un área de servicio, se arremolinan en torno a mí varios mendigos. «Are you a chicano? You look like a chicano, you look like my daughter», dice uno de ellos. Y reanudamos la marcha. Soy una chicana con las mejillas encendidas, con las mejillas coloradas, que cojea, que come galletas envuelta en una nube de plumas mientras contempla la noche sobre el desierto. Y que va rumbo a Alaska para pescar.

En Seattle me reúno con un amigo pescador. Vamos a su barco. Lleva años esperándome. Mi foto cuelga de los mamparos. Le ha puesto mi nombre al velero. Más tarde rompe a llorar. Este hombretón que está de espaldas a mí, que solloza en su litera. Fuera ya está oscuro y llueve. «Quizá sería mejor que me fuese», pienso.

—Quizá sea mejor que me vaya… —murmuro.

—Sí, eso —dice—, ahora vete.

Es noche cerrada y fuera hace un frío tremendo. Mi amigo sigue llorando, y yo también.

—Quizá debería estrangularte… —me dice luego con tristeza.

Me asusto un poco. Me fijo en sus manazas, noto que me está mirando el cuello.

—Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? —le pregunto con una vocecita.

No, tal vez no lo haga… Lleno el petate lentamente. Así y todo, me pide que me quede, que me quede una noche más.

Cogemos el ferry sin cruzar palabra, él clava los ojos enrojecidos en el mar, yo me dedico a mirar el agua, su semblante adusto, mis manos, cuyos contornos acaricio indefinidamente. Luego echamos a andar por la calle. Me acompaña hasta el aeropuerto. Va delante de mí, me quedo sin resuello cuando trato de seguirle el paso. Llora. Y yo lloro detrás.

cap-2

El corazón de los fletanes

cap-3

Hace un día espléndido en Anchorage. Aguardo tras el cristal. Un indio ronda a mi alrededor. He llegado a los confines del mundo. Tengo miedo. Vuelvo a subir a un avión muy pequeñito. La azafata nos ofrece un café y una galleta, y a continuación nos internamos en la bruma, desaparecemos en su ciega blancura, «Tú lo has querido, rica, aquí tienes los confines del mundo». La isla aparece entre dos hilachas de niebla: Kodiak. Bosques oscuros, montañas, y también la tierra parda y sucia que asoma bajo la nieve derretida. Siento ganas de llorar. Ahora toca ir a pescar.

Me tomo un café en el vestíbulo del pequeño aeropuerto, frente a un oso grizzly enfurecido. Pasan hombres con un petate al hombro. Espaldas anchas, rostro curtido, avejentado. No dan muestras de verme. Fuera, el cielo blanco, unas colinas grises y gaviotas que pasan incesantemente por doquier lanzando gemidos.

Llamo. Digo: «Hola, soy la amiga del pescador de Seattle. Me dijo que estaba usted al tanto, qu

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