Las herederas

Aixa de la Cruz

Fragmento

libro-4

I

Cajas, cajitas, joyeros, pastilleros, urnas, estuches, jarrones. Esta casa que ahora les pertenece alberga un museo de recipientes. De marfil, de madera de pino, de ébano, de barro, de porcelana, de cristal, de los papeles satinados que se utilizan en papiroflexia. Nora los revisa de uno en uno, peinando de abajo arriba y de izquierda a derecha cada superficie del salón, y casi siempre tantea vacío, o papel de mocos, o monedas de céntimo y pilas gastadas, pero de vez en cuando grita ¡bingo! y se guarda un Valium en el bolsillo trasero del pantalón, que, después de una hora de rastreo, comienza a estarle prieto. También tiene la boca pastosa de masticar polvo antiguo y le gustaría hacer un descanso para tomarse una cerveza, pero no puede parar, no puede parar; está en plena contrarreloj y no puede, no puede perder. Escucha los pasos nerviosos de su hermana en el piso de arriba y sabe que, en cuanto las diligentes manos policiales de Olivia terminen de inspeccionar los dormitorios y el cuarto de baño grande, volverá a la planta baja y requisará lo que quede. Así que Nora, en mitad de sus vacaciones sin sueldo, se encuentra de nuevo a la carrera, trabajando bajo presión, midiéndose con un deadline… Encerrada en la vorágine compulsiva que se ha tragado su vida adulta, vaya. Esto haces, esto eres. Toda una infancia de competir y perder contra Olivia la preparó para ser una buena mártir del periodismo freelance y ahora el periodismo freelance la arroja anfetamínica e imbatible de vuelta al ruedo original, a cerrar el ciclo. Ha esnifado una raya en cuanto ha llegado, para sobrellevar la intensidad agotadora del reencuentro familiar, y otra más pequeña, de recordatorio, después de que su hermana decretase la inauguración de esta gincana con un comentario tan preciso como excéntrico: «Hay que seguir el rastro de las drogas». Parece que alguien ha estado viendo demasiadas series de televisión de esas en las que los antivicio son los héroes y la gente como yo somos basura, piensa, y se divierte imaginando la cara que pondría Olivia si supiera que compite con dopaje. Siempre haciendo trampas, le diría, y alguna cosa peor. Pero no hay dopaje que obre milagros, hermana. Le gustaría explicarle que el dopaje es a veces discriminación positiva, unos segundos de ventaja para los corredores que llegan lesionados a la línea de salida, y otras veces, simplemente, un requisito encubierto de la competición en sí. Porque el cuerpo tiene límites que ignoran los ideales de progreso y superación. Porque nuestras fibras no se concibieron para coronar etapas de montaña en bicicleta, siempre un poco más deprisa que nuestros padres, ni hay forma de contestar cincuenta mails, realizar cuatro entrevistas por teléfono y dos por WhatsApp, escribir cinco mil palabras, mantener activas las redes sociales, actualizar el currículo, ducharse, vestirse y maquillarse para asistir a la presentación de ese nuevo suplemento cultural donde quizás, si sonríes lo suficiente, entablarás contacto con esa gente que podría encargarte otras cinco mil palabras para mañana, y así con todo, al finalizar el día, dormir seis horas.

El dopaje no obra milagros, no, y lo cierto es que, ahora mismo, agradecería un poco de ayuda. Pero su prima Erica, que juega en el suelo con la baraja de la abuela a algún solitario arcaico, no parece interesada en su búsqueda.

—Oye, tú, ¿por qué no mueves el culo y revisas los cajones del secreter?

Erica ni siquiera se incorpora para contestarle. Recoge las cartas dispuestas en círculo sobre la alfombra, las integra en el mazo y baraja.

—Me parece que ya tienes pastillas para dormir durante un año.

Lo cierto es que apenas tendría para un mes, pero no lo dice, porque la cuestión no es esa.

—Venga, Erica, que ya sabes que no es por eso.

Y es que no es por eso. No la guía la codicia. Lo que pasa es que no quiere que Olivia se quede con todo el alijo para devolverlo a la farmacia como dicta el protocolo, como debe hacerse, como debe ser. Al fin y al cabo, este es el tesoro de su abuela. El trabajo de una vida. Pero parece que solo una yonqui entiende a otra yonqui. El esmero con el que se dispersan las migajas, siempre ocultas y siempre a mano, en los mejores escondites; los remanentes de hoy dispuestos para la escasez que podría depararnos el futuro. Tiene un algo de juego infantil, porque a los niños, como a los adictos, les encanta acumular por el placer simple que da lo mucho frente a lo poco. Lo ha aprendido del pequeño Peter, que ahí sigue, en el jardín, recopilando hojas secas en el remolque de su tractor de plástico y clasificando en montoncitos los frutos que arrojan las distintas variedades de coníferas que lo ensombrecen. Busca al niño de vez en cuando a través de los ventanales porque sabe que su madre, de pie a su lado, no lo ve. Lis tiene desde que ha llegado los ojos turbios y perplejos, fijos en cualquier lugar de ningún sitio. A Nora le recuerda a los gatos que se paran en mitad del pasillo a maullarle a un fantasma. No sabe qué es lo que toma, pero es obvio que está narcotizada, tanto o más que ella. La diferencia es que su consumo de psicofármacos no debe alarmarlas porque está pautado por un psiquiatra. Los detalles de su crisis, que la tuvo apartada de su propio hijo durante las últimas navidades, siguen siendo un misterio, pero Nora sabe que su prima Lis ha pagado el peaje: se dejó evaluar —diga del uno al nueve cuánto le apetece arrojarse por la ventana—, despersonalizar y etiquetar. A cambio, obtuvo su receta. Nora se resiste a pedirla. Ella solo cree en el consumo autoprescrito, y por eso es tan alto el valor que les confiere a estas pastillas que les ha legado la abuela junto con la casa. Por lo pronto, significan que la próxima vez que necesite benzodiacepinas legales para gestionar los efectos secundarios de la anfetamina ilegal que consume no acabará en urgencias. No tendrá que inventarse un cuadro de ansiedad ni, cabizbaja, humillarse ante el médico de turno: perdón perdón doctora me da mucha vergüenza pero es que ayer tomé alguna droga no sé muy bien qué era si es que yo nunca antes pero ya sabe qué tontería y ahora me duele el pecho y me hormiguea el brazo izquierdo y tengo taquicardias y lo cierto es que hace horas que solo pienso que voy a morir. Han sido cuatro veces este invierno y cada una en un hospital diferente, alternando la seguridad social con el seguro privado que se paga con este único fin, para no crear suspicacias, pero en las cuatro se sintió de vuelta a un mismo escenario de la adolescencia, firmando de nuevo aquel papel en el que adujo fragilidad mental para que el ginecólogo le concediera el regalo de un aborto farmacológico. Misma alienación, misma rabia. Así que no me digas que es por vicio, Erica:

—Es para honrar la voluntad de los muertos.

La prima se carcajea porque no es posible tomarse en serio algo semejante fuera de un telefilme, lo reconoce, y su risa es puro óxido nitroso que se propaga por el aire, así que Nora inhala y después se dobla, se atraganta, ríe como rebuznan los burros, y esto disgusta mucho a su hermana Olivia, tan enemiga de la felicidad ajena (la propia ni siquiera la conoce), que trota escaleras abajo a reprimir su tontería.

—Espero que no estéis haciendo el imbécil con esto de las pastillas de la abuela.

Ambas callan, se contienen con los mofletes hinchados y rojos. Olivia no es su madre (no es madre de nadie) pero las encierra en el rol de hijas menores, primas asilvestradas por el verano campestre que acaban de derruir la montaña de grano trillado, que se han bebido el orujo de hierbas o han dejado suelto al perro sin guardar primero a las gallinas. Ha sido así desde que tienen memoria: Erica y Nora frente a Olivia y Lis. Primas que se prefieren por encima de sus hermanas. Hermanas erróneas. Mutuamente incomprensibles.

—Por favor, antes de robar nada, enseñádmelo. Para que lo identifique. Por favor.

Ahora Olivia suena lastimera, suplicante, y esto Nora no se lo permite. Da un paso al frente y la confronta con la gestualidad de un animal que protege su porción de carroña.

—A ver, que tampoco hace falta tener una carrera en medicina como tú para distinguir los Valium de los ibuprofenos. Y ya te digo yo que aquí no hay más.

Con su agresividad, Nora consigue que su hermana, tan poco dada a alzar la voz, se deje arrastrar por la inercia y adopte el mismo estilo de pelea de gallos con el que la azuza. Sin bajarse del primer peldaño de las escaleras, ostentando ese pequeño pedestal que simboliza su estatus de hermana mayor y de ciudadana exitosa, Olivia traga saliva y le responde a gritos.

—¿Pero tú eres idiota o te lo haces? ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¿Es que no tienes respeto por nada, joder? ¿Ni por lo que le ha pasado a la abuela?

Nora definiría a su hermana como una de esas personas que, en los funerales, censura el llanto excesivo de los familiares lejanos y fuerza el de los allegados que se mantienen serenos, utilizando para ello la violencia que estime necesaria. Porque el dolor se tiene que sentir cuando toca, donde toca y como toca. Sin prórrogas, sin anestesia y, por supuesto, sin sentido del humor. No le sorprende, por tanto, que les restriegue su duelo, insinuando que, como Erica y ella ríen, están menos afectadas por la pérdida; que tienen revestimientos callosos o, simplemente, sufren menos. Lo que no acaba de entender es la obsesión fiscal que la ha poseído, esta necesidad de registrar e inventariar cada pastilla como si quisiera imponerle un diagnóstico al cadáver, etiquetado y medicalizado más allá de la muerte. ¿Será que tiene miedo de que haya fármacos peligrosos a nuestro alcance?, se pregunta. ¿Será que asume la tentación de seguir los pasos de la abuela como esa inercia irresistible que atrae a la bella durmiente hacia el huso que ha de pincharla? El pensamiento está ahí, supone; latiendo, latente en sus cuatro cabecitas. Parece que un suicidio en la familia constata lo que siempre se sospecha, que la locura corre en los genes, que estamos bíblicamente perdidas. Pero, aunque Nora entiende la aprensión, no la secunda. Es pensamiento mágico contra la materialidad que las aplasta. Si estamos locas, sostiene, será porque nos han enloquecido.

libro-5

II

Erica busca la tierra, su cercanía, el calor intenso que su cercanía le libera en la zona sacra —justo ahí donde se acaba la columna y comienza esa cola de animal que ya no está pero una vez estuvo; ahí donde el cuerpo recuerda un pasado tigre y un pasado reptil— y por eso ha encontrado su espacio sobre el suelo del salón, sobre un mosaico de baldosas curvas, rotas y desiguales, que acusan la cantidad de veces que, a lo largo de los años, las raíces de los árboles se han intentado adentrar en la casa. Celebra estas cicatrices de la mampostería porque dan cuenta de que, en el campo, no tiene sentido amurallarse. Es absurdo intentar que la naturaleza respete la diferencia entre lo que está dentro y lo que está fuera, o fingir que una vivienda se erige sobre algo que solo la contiene. Pero esto apenas lo entiende nadie. Ni siquiera la abuela, que lo entendía casi todo, llegó a trascender su ilusión de membrana, esa trinchera interior que divide lo humano de lo que no lo es. A doña Carmen, como la llamaban los del pueblo, le gustaba enseñorearse con los obreros que le desahuciaban a machetazos la vida arbórea, y le gustaban las puertas, las paredes, las hornacinas y los compartimentos secretos. Erica ha encontrado la baraja de echar las cartas allí donde siempre jugaban a esconderla: en la caja fuerte oculta por el espejo del recibidor, con la clave 7-4-90, la fecha de su nacimiento, porque ni tu madre ni tu hermana ni tus primas tienen ningún respeto y me las manosean echándose solitarios, pero tú, mi pequeña vikinga, tú sí que entiendes que hay cosas sagradas y sabes cómo se las tiene que cuidar.

Y es cierto que Erica entiende lo sagrado. Lo entiende o lo intuye, pero, sobre todo, lo busca. Cada noche, a oscuras sobre su cama, cierra los ojos e inhala lenta y suavemente hasta colmar los límites de su capacidad torácica. Contiene la respiración, cuenta hasta tres, y elige la zona de su cuerpo que se va a apagar cuando exhale. Ahora los pies, decide, y, mientras sus pulmones pierden aire, un cosquilleo de miembro dormido se extiende a través de sus empeines, rodea sus talones y, finalmente, los desconecta del resto del cuerpo. Músculo a músculo, región a región, conquista la ligereza, una ligereza que le permite visualizarse como una embarcación a la deriva a través de un río selvático o como una pluma que asciende, y es así, flotante y cosa, que logra vislumbrar el acceso a las dimensiones vedadas. Un umbral de luz en los márgenes de la córnea, nuclear, chisporroteante. Sabe que aún le queda mucho para poder traspasarlo, porque su cabeza jamás se detiene por completo; es increíble la cantidad de niveles simultáneos en los que opera la conciencia. Cuando logra silenciar el flujo del pensamiento, las exploraciones del aquí y ahora y antes y ayer, irrumpe una voz notarial, descriptiva, que va radiando sus acciones. Estás respirando. Estás intentando olvidar que respiras. Erica solo consigue librarse de ella con grandes dosis de concentración —siempre en fase postovulatoria y casi siempre después de un ayuno largo, o en lugares como este, en los que la noche cruje—, y cuando lo hace, cuando se despoja del peso anatómico y también del lingüístico, en mitad de la ceguera comienzan a brotar imágenes. Manchas de luz, serpenteantes como las que hace el fuego y apenas sugerentes, o representaciones icónicas muy precisas, rostros y objetos que no guardan relación con ella y que parecen arrancados de las vidas de otras. Son tan extraordinarios que le cuesta dejarlos ir, pero para aprehenderlos hace falta describirlos, y entonces regresa la voz que va radiando, vuelven las palabras y vuelve con ellas al punto de partida. Solo recuerda, por tanto, las visiones que le han hecho fracasar, las que rompen el proceso de disolución hacia otros mundos. Ha visto ecosistemas en miniatura, diseños en racimo de jardines o tal vez neuronas que se interconectan y expanden, el muñón de un antebrazo de hombre, un jarrón repleto de serpientes, dos ancianas que se besan en los labios, una sombra con cuernos y ojos como ascuas —esto último pertenece a un orden ligeramente distinto de su experiencia ya que no estaba meditando sino follando, pero con los párpados prietos, al fin y al cabo— y, finalmente, anoche, una cascada de naipes, una baraja española que se disolvía en la oscuridad de su fondo de ojo y que hoy le ha llevado a revisar la caja fuerte de la abuela en busca de sus cartas de la fortuna. Se pregunta si lo habría hecho de todos modos, si la visión fue una orden o un simple recordatorio de algo que estaba en la punta de su lengua, pero no hay manera de saberlo. Es raro que no registrara la casa nada más llegar como sí lo están haciendo sus primas, pero también es cierto que a ella siempre la reclaman los exteriores, y el pueblo la recibió con el naranja fluorescente de las caléndulas. Se adelantó en un día a las demás, sí, pero lo pasó recolectando flores y preparando un secadero y pelando ramas de saúco. Y es que la abuela la inició en el universo de las hierbas, en sus propiedades activas, sus fines medicinales, cosméticos e incluso psicoactivos, pero jamás le enseñó el significado de las cartas. No obstante ahora, al sentir el lomo de la baraja entre sus manos, al doblegarlo suavemente, recuerda los gestos, la liturgia, y se deja arrastrar por ellos.

Primero hay que barajar con la mano derecha mientras se piensa en el motivo de la consulta. Quiero hablar con mi abuela. Quiero saber si está bien. Si vamos a estar bien las que quedamos. Luego se cortan tres mazos que se giran para descubrir tres cartas que darán las claves de la lectura. Una sota de bastos, un dos de copas, un seis de oros. Por último se reagrupa el mazo, se descartan veinte naipes alternos y se sitúan los restantes en cinco filas de a cuatro, lo que arroja una fiesta de figuras del derecho y del revés que a Erica le causan un poco de agobio, una sensación de cierre en la garganta, y muchas espadas, que no son buenas, con muy pocos oros, que sí lo son. Sabe que en las mejores predicciones siempre aparecen varios ases juntos y no es el caso, así que recoge la tirada y baraja de nuevo. Esto también formaba parte de la idiosincrasia de la abuela: cuando no le gustaba una respuesta, reformulaba la pregunta. Así que tres mazos. Tres cartas. Un dos de copas, una sota de bastos y un seis de oros. ¿No es lo mismo que le ha salido antes? Repite la operación procurando evitar cualquier simetría inconsciente y para ello hace un primer montón de apenas tres naipes y otros dos que le salen abultados como barrigas de embarazada. Descubre entonces un dos de copas, una sota de bastos y un tres de espadas, y es gracias a esta última carta, a la variación realista que introduce, que necesita seguir jugando, porque se siente en el vértice entre dos dimensiones, la lógica y la fantástica, congelada en el aire y sin saber de qué lado caerá.

—Oye, tú, ¿por qué no mueves el culo y revisas los cajones del secreter?

Erica entiende y respeta la búsqueda de su prima, su intuición apenas consciente de que hay un mensaje cifrado en el rastro de tranquilizantes, pero ahora no puede ayudarla porque está absorta en su propio misterio. Si la abuela decidió comunicarse con Nora a través de un botiquín disperso por la casa, es perfectamente lógico que enterrara su mensaje para Erica en la baraja que tiene entre manos. Pero para confirmarlo se va a saltar las normas. En lugar de regresar a la rutina de los tres mazos, esparce las cartas como si fueran pintura, de un solo gesto y en línea recta, y descubre entonces, al azar, uno de sus cuarenta reversos. Y ahí está de nuevo el dos de copas. Persistente, insistente. Tan indescifrable como ineludible. Y siniestro, sobre todo siniestro.

—La memoria de los muertos —balbucea Nora sin mucho sentido, y algo con aire explota en alguna cavidad del cuerpo de Erica. El reventón le sale por la boca con sonido de carcajada, aunque también podría haberse traducido en un grito o en un chillido, en cualquier expresión de pánico sin mucho fuelle, en todo caso, porque el susto la ha dejado sin aire. Es evidente que su prima también tiene miedo —solo hay que fijarse en la tensión que acumula en las mandíbulas, y en la expresión torcida de su rostro—, y se deja arrastrar por la risa de Erica, por este intento de desahogo que ahora comparten y las proyecta por la casa como psicofonías. No tarda en aparecer Olivia, también desencajada aunque por motivos distintos. Olivia siempre intenta poner orden, porque es su forma de controlar lo inexpresable, lo que percibe y no entiende. Olivia necesita entenderlo todo y, cuando fracasa, grita.

—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!

La familia es una dimensión cargada, piensa Erica mientras recoge las cartas dispersas por el suelo; un espacio sin ventilación. Y tal vez sea por eso que su hermana Lis se niega a entrar aquí con ellas. Llegó hace horas, pero sus maletas siguen en la calle, junto al coche, y ha almorzado en un pícnic con Pito sobre el césped del jardín. Es obvio que posterga el momento de pisar el suelo sobre el que Erica reposa sus vértebras y su dos de copas, ahora solitario, aislado del mazo. Es obvio que algo aleja a Lis de estos muros, y tampoco necesita conocer los detalles. Cualquier aprensión le resulta comprensible porque la presencia de la abuela es densa, y con ella son cinco en total las mujeres que comparten techo. Por suerte, la casa es grande, y el campo y los cerros y el páramo en lo alto, vastos como vértices de antimateria. Aquí hay sitio para todas, Lis. Eso le gustaría decirle. Pero prefiere respetar sus tiempos, al menos hasta que el atardecer reviente el cielo con su pirotecnia nuclear y empiece el frío. En esta zona de Castilla, incluso en pleno verano, refresca al anochecer, y entonces habrá que rescatar al niño, y acostarlo, y quemar unas ramitas de artemisa que disipen la energía viciada, pero cada cosa a su tiempo. Por ahora, su atención sigue secuestrada por ese naipe que la mira como si las dos copas fueran ojos. Y algo tendrá que hacer con él. Saca el teléfono móvil y se queda dudando. Resulta un tanto chusco recurrir a la tecnología para resolver un enigma de estas características, pero ¿acaso no es internet una metáfora recurrente en sus cavilaciones sobre el más allá? Cuando piensa en la reencarnación, en la paradoja de que nazcamos vírgenes y al mismo tiempo capaces de recordar vidas anteriores, siempre se imagina que la conciencia que sobrevive al cuerpo es una suerte de copia de seguridad que se almacena en la nube; que al igual que hay contenidos que solo existen en su dispositivo y que morirán con él cuando le falle la batería o se lo roben o pierda el bolso, hay otros que permanecen incorpóreos, a la espera de un nuevo soporte en el que descargarse. Así que no es del todo estúpido lo que está a punto de hacer, o eso se dice. Abre el navegador y teclea una búsqueda rápida. Accede a un manual de interpretación de la baraja española que enseguida se guarda en favoritos porque ofrece una descripción sucinta y clara del significado de cada naipe. El dos de copas se asocia a la creación; embarazos o proyectos vitales. Erica puede descartar lo primero porque hace meses que no se acuesta con un hombre, así que la lectura solo puede referirse a sus planes de negocio, a que la abuela está de acuerdo con que transforme esta casa en un medio de vida. Junta sus manos en el pecho, con los pulgares sobre el corazón, y mira al cielo, agradecida. Sabe que no será fácil convencer a su hermana y sus primas de que no vendan, y menos aún de que le permitan convertir este mausoleo de terrores familiares en un santuario abierto al mundo, pero esta señal le sirve de empuje, la proyecta hacia un lugar que aún no existe pero que encaja dentro de un patrón cargado de sentido.

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III

La tarde avanza con sus paréntesis de amnesia habituales. La quetiapina es una elipsis entre lo que vino antes y vendrá después. Un vacío acotado por la espalda de Peter. Siempre de espaldas a ella. A salvo del abrazo y de cualquier señal de apego. Lis escarba la tierra con un palo a las cinco de la tarde y amontona semillas de pino a las ocho menos cuarto. No ha habido angustia entre medias, pero tampoco memoria. Lo que sucede les sucede a las demás. En el interior de la casa, por ejemplo. Su prima Nora aparece y desaparece tras los ventanales que dan al jardín. Se mueve con prisa, buscando algo, como si la realidad tuviera un reverso, algo más allá de la apariencia y el ruido. Pero lo que ve es mucho más de lo que hay. Lo ha entendido con los fármacos. El resto es poesía. O psicosis. Pero ya no. Si le da miedo entrar es porque prevé la regresión, el recuerdo traumático. No el objeto cortinas. No el dibujo de unas flores. Lo que sucedió, que le sucedió a ella y no a las demás. Eso es lo único que cuenta. Eso y la espalda de Peter, que, cuando se gire y la confronte con su rostro de facciones chatas, será su Peter. Ni más ni menos. El que le ha tocado. Bebé linaje, sangre de su plasma. Cuánto más fácil habría sido parir al bebé de otra, que fue lo que le prometieron y acabó siendo lo que más quería. Lis, la única mujer que descartaba las guías sobre duelo genético que repartían en la sala de espera de la clínica, resplandeciente en su vendetta contra lo idéntico, soñaba con renovar su estirpe. Bebé bastardo, sangre limpia. No una madre, sino la incubadora de una sorpresa. ¡Un huevo Kinder!, gritaba su marido con un entusiasmo forzado, al borde del grito, y ella se abría una cerveza y brindaba, aunque el alcohol estuviese en la lista de sustancias con veto y cualquier precaución fuera poca para amortizar el dispendio en tratamientos futuristas. Todos la alabaron entonces. Qué bien se comportó, con qué templanza. Lo contrario a una loca, ¿no? Y es que, mucho antes de conjurar siquiera el plan, ella estaba ya al corriente de sus trabas anatómicas; las había sentido desde niña, con la lengua hinchada de masticarse el dolor con cada regla, así que el diagnóstico solo confirmó lo que en cualquier caso no temía. Para él fue más difícil. La mala suerte, cuando viene por partida doble, despierta supersticiones. Para un hombre todo es más difícil. La infertilidad, el insomnio, el dolor de tímpanos, los elásticos del pañal, qué esquivos. Aunque eso vino más tarde. Lo primero fue el revés, el incomprensible dardo de la concepción. La buena suerte, cuando viene por partida doble, también despierta supersticiones, y con lo innatural de lo natural en sus cuerpos, qué otra cosa sino un milagro. Fue durante el periodo de descanso que le concedieron en la clínica tras los tres primeros abortos. Lis, trituradora de tejidos vírgenes, pensaba en sí misma como una receptora de órganos que rechaza sucesivos trasplantes. Una receptora codiciosa, privilegiada, que toma y regurgita lo que otras mujeres se dejaron extirpar por un puñado de euros. Y es que la donación es altruista, ¡pero el altruismo tiene premio!, le explicaban las enfermeras con un entusiasmo de comercial de seguros. Había comenzado a sentirse asqueada, y a beber y a fumar a escondidas, como quien se rinde sin pronunciar las palabras de rendición, y entonces, una noche de borrachera que ninguno de los dos recordaría, se coaligaron sus defectos cromosómicos. No era lo esperable. Ni siquiera lo soñado. Pero al fin era. Dos líneas rosas. Un grano de arroz. Una nuez. Un varón perfectamente sano en una familia en la que los varones —el primo, el tío, el abuelo…— peligran en el medio extrauterino. A salvo por el momento. Sin frío, sin hambre, sin la estridencia de las voces de sus padres, tamizadas a través de una sordina acuosa. No heredarás la muerte prematura del padre de Olivia y Nora. No heredarás la nariz de mi hermana Erica, ni la locura de mi abuela, ni el cáncer que la dejó viuda tan joven. Así le rezaba a su vientre del tamaño de un melón francés, una sandía, una pelota de baloncesto y un bebé a punto de explotar.

Leyó que, si un feto creciera durante los nueve meses de embarazo a la misma velocidad de las primeras semanas, alcanzaría el tamaño del sol. La vida intrauterina está fuera de este tiempo y de este espacio y se rige por las normas del universo. Lo arranqué del cosmos. Átomo de luz, desastre radioactivo en mi vientre, ahora erguido junto al árbol con la seguridad de un árbol, más alto que la carretilla en la que deposita sus trofeos y aparentando ser mayor de lo que es por su autonomía, su desapego, su rechazo hacia Lis. Bebé adulto. Bebé no bebé. Y como sangre de su plasma, sangre que odia su propia sangre. Los psiquiatras ni siquiera intentan convencerla de que su hijo es normal; le dicen que cada niño es único, que no lo compare con otros. Pero a los nueve meses ya andaba y a los once, en su primer día de guardería, se arrojó de sus brazos para entrar en clase como quien huye de un río de lava. Del calor insoportable de una madre. Mide los centímetros que la separan de su espalda y calcula un metro y veinte. Siempre es un metro y veinte. Repite este experimento por desidia. Se aleja dos pasos, y el niño, sin girarse a verla, recula, pero si se mueve hacia un lado, respetando el cuadrilátero invisible por el que danzan, Peter permanece en su sitio. Ya, ya se lo han explicado muchas veces. La distancia de rescate. Pero no. No es una correa invisible, sino un perímetro de seguridad. La trinchera que se abre en torno a un cementerio de residuos. Solo queda discernir si es miedo, rabia o desprecio. Nombrar la maldición, el origen, ya que conoce de sobra sus efectos y el instante en el que los fulminó, separándolos de cuajo. Podrán persuadirla

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