Ataduras

Domenico Starnone

Fragmento

cap-1

1

Por si se te ha olvidado, muy señor mío, ya te lo recuerdo yo: soy tu mujer. Sé que esto solía gustarte y ahora, de repente, te fastidia. Sé que finges que no existo y que jamás he existido porque no quieres quedar mal con esa gente tan culta con la que te codeas. Sé que llevar una vida ordenada, tener que retirarte a tu casa a la hora de cenar, dormir conmigo y no con quien te dé la gana, te hace sentir idiota. Sé que te da vergüenza decir: vamos a ver, me casé el 11 de octubre de 1962, con veintidós años; vamos a ver, dije sí delante del cura, en una iglesia del barrio Stella, y lo hice solo por amor, nada me obligaba a ello; vamos a ver, tengo responsabilidades, y si no entendéis lo que significa tener responsabilidades, sois unos mezquinos. Lo sé, lo sé de sobra. Pero te guste o no, el hecho es este: yo soy tu mujer y tú eres mi marido, llevamos doce años casados —doce años en octubre— y tenemos dos hijos, Sandro, nacido en 1965, y Anna, nacida en 1969. ¿Tengo que enseñarte los documentos para hacerte entrar en razón?

Basta, perdona, me estoy pasando. Te conozco, sé que eres una persona respetable. Pero, por favor, en cuanto leas esta carta, vuelve a casa. O, si todavía no te ves con ánimo, escríbeme y explícame qué te está pasando. Trataré de entenderlo, te lo prometo. Ya tengo claro que necesitas más libertad, y es justo, tus hijos y yo haremos lo posible para no ser una carga para ti. Pero debes contarme con todo detalle qué hay entre esa chica y tú. Han pasado seis días y ni llamas por teléfono, ni escribes, ni apareces. Sandro me pregunta por ti, Anna no quiere lavarse el pelo porque dice que solo tú se lo sabes secar bien. No basta con jurar que esta señora o señorita no te interesa, que no la verás más, que para ti no cuenta, que no ha sido más que el pretexto de una crisis que venías incubando desde hacía tiempo. Dime cuántos años tiene, cómo se llama, si estudia, si trabaja, si no hace nada. Apuesto a que fue ella la primera en besarte. Tú eres incapaz de tomar la iniciativa, lo sé, o te arrastran o no te mueves. Y ahora estás aturdido, vi la expresión que tenías cuando me dijiste: he estado con otra. ¿Quieres saber lo que pienso? Pienso que todavía no te has dado cuenta de lo que me has hecho. ¿Entiendes que es como si me hubieras metido la mano por la garganta y tirado, tirado, tirado hasta arrancarme lo que tengo en el pecho?

cap-2

2

Al leer lo que escribes, parece que yo sea el verdugo y tú la víctima. No lo soporto. Estoy poniendo todo el empeño de que soy capaz, me estoy sometiendo a un esfuerzo que ni te imaginas, ¿y la víctima serías tú? ¿Porque levanté la voz, porque rompí la jarra del agua? Debes reconocer que algún motivo tenía. Apareciste sin previo aviso casi después de un mes de ausencia. Parecías tranquilo, hasta afectuoso. Pensé: menos mal, ha vuelto en sí. En cambio tú me dijiste, como si tal cosa, que la misma persona que hace cuatro semanas para ti no tenía interés alguno —todo un detalle de tu parte, decidiste que era hora de darle un nombre, la llamaste Lidia— ahora es tan importante que no puedes vivir sin ella. Si se excluye el momento en que aludiste a su existencia, me hablaste como si se tratara de un aviso a los trabajadores a partir del cual yo solo podía decir: de acuerdo, vete con esa Lidia, gracias, haré lo que esté en mi mano para no causarte más molestias. Y en cuanto intenté reaccionar, me cortaste, pasaste a otros temas generales sobre la familia: la familia en la historia, la familia en el mundo, tu familia de origen, la nuestra. ¿Tenía que quedarme callada y tranquilita? ¿Eso pretendías? Qué ridículo eres a veces, crees que basta con hilvanar discursos generales y contar alguna de tus batallitas para que las cosas cuadren. Pero yo estoy harta de tus jueguecitos. Me contaste por enésima vez, pero con un tono patético que en general no utilizas, cómo las pésimas relaciones de tus padres te arruinaron la infancia. Utilizaste una imagen de efecto, dijiste que tu padre había rodeado a tu madre con alambre de espino y que sufrías cada vez que veías un nudo con púas hundirse en sus carnes. Después pasaste a nosotros. Me explicaste que como tu padre os había hecho daño a vosotros, y como su fantasma de hombre infeliz que os hizo infelices sigue atormentándote, temías hacerle daño a Sandro, a Anna y sobre todo a mí. ¿Ves como no me perdí ni una sola palabra? Te pasaste un buen rato desvariando con una calma pedante sobre los roles en los que nos habíamos encasillado al casarnos —el marido, la mujer, la madre, el padre, los hijos— y nos describiste —a mí, a ti, a nuestros hijos— como engranajes de una máquina carente de sentido, obligados a repetir para siempre los mismos movimientos insustanciales. Y seguiste así, citando de vez en cuando algún libro para hacerme callar. Al principio pensé que me hablabas de ese modo porque te había pasado algo malo y no lograbas acordarte de quién era yo, una persona con sentimientos, pensamientos, voz propia, y no un muñeco del teatro de títeres con su Polichinela que estabas montando. Tardé bastante en sospechar que te esforzabas por ayudarme. Querías darme a entender que, al destruir nuestra vida en común, en realidad me liberabas a mí y a los niños, y que debíamos darte las gracias por esa generosidad tuya. Ay, sí, gracias, qué amabilidad la tuya. ¿Y te ofendiste porque te eché de casa?

Aldo, por favor, reflexiona. Tenemos que hablar en serio, necesito entender qué te está pasando. En nuestro larguísimo período de convivencia siempre has sido un hombre afectuoso, conmigo y con los niños. No te pareces en nada a tu padre, te lo aseguro, y nunca, jamás me di cuenta de eso del alambre de espino, de los engranajes y de las demás tonterías que mencionaste. En cambio, sí que me di cuenta de que en los últimos años algo estaba cambiando entre nosotros, mirabas con interés a otras mujeres. Me acuerdo muy bien de la del camping, hace dos veranos. Te quedabas tumbado a la sombra, te pasabas horas leyendo. Tenías cosas que hacer, decías, y no nos hacía caso ni a mí ni a los niños, estudiabas debajo de los pinos o tumbado en la arena, escribías. Pero si levantabas la vista, lo hacías para fijarte en ella. Y te quedabas con la boca entreabierta, como cuando una idea te ronda por la cabeza e intentas darle forma.

En aquel entonces me dije que no hacías nada malo: la chica era guapa, es imposible poner freno a los ojos, tarde o temprano se escapa alguna mirada. Pero lo pasé muy mal, especialmente cuando empezaste a ofrecerte para lavar los platos, algo que no ocurría nunca. Salías disparado hacia los fregaderos en cuanto ella iba para allá y regresabas cuando ella lo hacía. ¿Crees que estoy ciega, que soy insensible, que no me di cuenta? Me decía: tranquila, no significa nada. Porque me parecía inconcebible que pudiera gustarte otra, estaba convencida de que si yo te había gustado una vez, te gustaría siempre. Creía que los sentimientos verdaderos no cambiaban, sobre todo si estás casado. Puede pasar, me decía, pero solo a las personas superficiales, y él no lo es. Después me decía que eran tiempos de cambios, que tú también reflexionabas sobre la necesidad de lanzarlo todo por los aires, que t

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