Florida

Lauren Groff

Fragmento

cap-1

Fantasmas y vacíos

No sé cómo me he convertido en una mujer que grita, y como no quiero ser una mujer que grita, cuyos hijos pequeños caminan por la casa con la cara petrificada, alerta, he tomado por costumbre atarme los cordones de las zapatillas de deporte después de cenar y salir a las calles crepusculares para dar un paseo, dejando la tarea de desvestir y asear y leer y cantar y meter en la cama a los niños a mi marido, un hombre que no grita.

El barrio se oscurece mientras camino y un segundo barrio se extiende como una alfombra por encima del diurno. Tenemos pocas farolas y aquellas junto a las que paso vuelven juguetona a mi sombra; remolonea detrás de mí, galopa hasta mis pies, brinca delante. La única otra iluminación procede de las ventanas de las casas que dejo atrás y de la luna, que me ordena que levante la vista, ¡levanta la vista! Gatos salvajes corren como el rayo junto a mis pies, flores de ave del paraíso asoman entre las sombras, el aire está cargado de olores: polvo de roble, moho del fango, alcanfor.

En el norte de Florida hace frío en enero y camino rápido para entrar en calor, pero también porque, pese a que nuestro barrio es antiguo (inmensas casas victorianas a cuatro vientos que dan paso a casitas adosadas de la década de 1920 conforme te alejas del núcleo y luego a ranchos modernos de mediados del siglo XX en la periferia), tiene una seguridad imperfecta. Hace un mes hubo una violación, una mujer de cincuenta y tantos a la que arrastraron hacia las azaleas cuando hacía footing; y hace una semana, una jauría de pit bulls sueltos arrollaron a una madre que llevaba a su bebé en el carrito y mordieron a los dos, aunque no los mataron. ¡No es culpa de los perros, es culpa de sus dueños!, gritaron los amantes de los animales en la lista de correo electrónico del vecindario, pero esos perros eran sociópatas. Cuando construyeron los barrios de las afueras, en los años setenta, las casas históricas del centro de la ciudad quedaron abandonadas en manos de universitarios que calentaban latas de judías en hornillos Bunsen apoyados en los suelos de duramen de pino y convertían los pisos en varias pistas de baile. Cuando la dejadez y la humedad provocaron que las casas se pudrieran y decayeran y desarrollaran escamas oxidadas, hubo un segundo abandono, y pasaron a manos de los pobres, los okupas. Nos mudamos aquí hace diez años porque la casa era barata y tenía una estructura de maderos a la vista, y porque decidí que si tenía que vivir en el sur, con sus cacahuetes hervidos y su musgo español, que cuelga igual que el pelo del sobaco, por lo menos no me atrincheraría con mi blancura en una comunidad cerrada como un gueto. ¿No es peligroso?, decía la gente de la edad de nuestros padres, con una mueca, cuando les contábamos dónde vivíamos, y tenía que hacer acopio de todas mis fuerzas para no contestar: ¿Se refiere a lo negro o solo a lo pobre? Porque era las dos cosas.

Sin embargo, desde entonces la clase media blanca ha infectado el barrio, y ahora todo está inmerso en una frenética renovación. En los últimos años, la mayoría de las personas negras se han marchado. Los sintecho aguantaron un tiempo más, porque nuestro barrio limita con la animada Bo Diddley Plaza, donde hasta hace poco las iglesias repartían comida y Dios, y donde el movimiento Occupy se extendió como una marea y reivindicó el derecho a dormir allí, luego se cansó de estar sucio y se retiró, dejando atrás los restos flotantes de los sintecho en sacos de dormir. Durante los primeros meses que pasamos en la casa, acogimos a una pareja sin hogar a la que solo veíamos cuando se escabullía al amanecer; cuando anochecía levantaban en silencio la celosía inferior de madera y se colaban entre los postes que apuntalan la casa, en el espacio que queda bajo nuestra vivienda, y allí dormían; su techo era el suelo de nuestro dormitorio, y cuando nos levantábamos en plena noche intentábamos no hacer ruido porque nos parecía de mala educación pisar a pocos centímetros de la cara de una persona que soñaba.

En mis paseos nocturnos se me revelan las vidas de los vecinos, las ventanas encendidas son como acuarios domésticos. En ocasiones, soy testigo silenciosa de peleas que parecen bailes lentos sin música. Es asombroso cómo vive la gente, el desorden en que se mueve, las deliciosas ráfagas de olor a comida que llegan hasta la calle, la decoración navideña que poco a poco se transforma en decoración cotidiana. Durante todo el mes de enero observé un ramo de rosas navideño en la repisa de una chimenea que fue menguando hasta que las flores pasaron a ser capullos secos y deteriorados y el agua, una capa verde y viscosa, con un enorme Papá Noel en un palo todavía contento y reluciente entre los despojos. Las ventanas se suceden unas a otras, se congelan con la neblina azul de la luz de los televisores o con una pareja inclinada sobre una pizza para cenar, se mantienen así mientras paso, luego se pierden en el olvido. Pienso en cómo se acumula el agua al resbalar a lo largo de un témpano de hielo, luego se detiene para formar su henchida gota, engorda tanto que no puede aguantar más y se precipita al suelo.

En el barrio hay un lugar casi desprovisto de ventanas que, a pesar de todo, me encanta, porque aloja a unas monjas. Solía haber seis, pero llegó el momento de la deserción, como ocurre con todas las ancianas, y ahora solo quedan tres amables hermanas que caminan por ese espacio inmenso acompañadas del chirrido de sus cómodos zapatos de suela de goma. Un amigo nuestro, que es agente inmobiliario, nos contó que cuando se construyó la casa, en la década de 1950, se excavó un refugio antiaéreo en la porosa piedra caliza del patio posterior, y durante las noches de insomnio, cuando mi cuerpo está en la cama pero mi mente todavía vaga por las calles en la oscuridad, me gusta imaginarme a las monjas con sus hábitos y sus velos dentro del búnker, cantando himnos y pedaleando en una bicicleta estática para que no se apague la bombilla, mientras que en la superficie todo ha quedado devastado y unos goznes oxidados rechinan al viento.

Como las noches son tan frías, comparto las calles con poca gente. Hay una pareja joven que hace footing a un ritmo ligeramente más lento que mi andar rápido. Los sigo, escucho su cháchara sobre planes de boda y peleas con amigos. Una vez no me di cuenta y me reí de algo que habían dicho, y entonces volvieron la cabeza hacia mí como un par de búhos, irritados, luego apretaron el paso y doblaron la primera esquina que encontraron, así que los dejé desaparecer en la negrura.

Hay una mujer alta y elegante que pasea un gran danés del color de la pelusa de la secadora; me temo que la mujer se encuentra mal, porque camina con rigidez, le palpita la cara como si de vez en cuando se viera electrificada por el dolor. Algunas veces me imagino que, si me la encontrase desplomada en el suelo al doblar una esquina, la montaría sobre su perro, le daría una palmada en los cuartos traseros y observaría cómo el animal, con su gran dignidad, la llevaba a casa.

Hay un chico de unos quince años, tremendamente gordo, que siempre va sin camiseta y siempre corre en la cinta de su galería acristalada. Da igual cuántas veces pase por delante de su ventana, allí está él, sus pasos resuenan tan fuerte que los oigo a dos manzanas de distancia. Como tiene todas las luces de la casa encendidas, para él no hay nada más allá que la negrura de la ven

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