Hay una mujer de espaldas junto a la ventana, lleva una bata de motivos geométricos que parece un cuadro de Robert Delaunay. Fuma. El humo sale en bocanadas horizontales que se estrellan contra el cristal. Reina un extraño silencio en la habitación. Cuando la mujer se gira, vemos que lleva la bata abierta y que el pubis y los pechos dibujan un triángulo. Se vuelve hacia la cama, en la que hay un hombre joven. Está dormido. Su miembro descansa sobre el muslo derecho, inerme y plácido como él.
El silencio se rompe cuando alguien abre la puerta. De pronto, todas esas voces, esos gritos, esos susurros de disculpa. La mujer retrocede y se apoya en una cómoda de madera de palo rosa y cajones de marquetería. Es fácil imaginar que esta mujer sofisticada guarda en esos cajones sus prendas más íntimas. Sobre la cómoda hay una pequeña escultura de bronce, una Diana cazadora con el arco elevado hacia el cielo; cuerpo y flecha trazan una sola línea, recta y tensa, dispuesta para matar.
El tiempo se quiebra. Quizá no sea el mismo día, aunque esta escena parezca la continuación de la otra.
La mujer está en el suelo, aún consciente, cuando la vuelven a golpear con la figura de bronce en plena cabeza. La sangre tiñe de rojo la moqueta blanca. Debajo de la bata entreabierta de esa mujer, que ahora ya parece definitivamente muerta, vemos de nuevo sus pechos y la forma del pubis, esta vez cubierto por unas bragas de satén rosa. Los sonidos del terror vagan estancados por la habitación. La cama está vacía. El hombre joven ha desaparecido.
Esta podría ser la escena principal. Quizá no la primera, y posiblemente tampoco la última. Nada empieza en el punto donde creemos que empieza. Las cosas siempre vienen de algún momento anterior, lejos de nosotros, y terminan en un futuro que ni siquiera sospechamos.
Edificio Torres Blancas
Madrid, 1986
—Pero ¿de verdad no quieres ir?
Íñigo había dejado de fumar hacía tiempo, pero aun así cogió el encendedor que había sobre la mesa. El gesto tenía algo de extremadamente familiar: el pulgar en la lengüeta de encendido, la base apoyada con firmeza contra la yema de los otros dedos...; era fácil imaginar que iba a apretar y a acercarse la llama a los labios.
—¿A Creta? —respondió Martín mirando a su cuñado con contrariedad—. Por supuesto que no.
Íñigo ya no era aquel muchacho rubio cuya vida parecía aletear despreocupadamente