Arlington Park

Rachel Cusk

Fragmento

La lluvia cayó toda la noche sobre Arlington Park. Las nubes llegaron del oeste, nubes como catedrales oscuras, nubes como máquinas, nubes como flores negras que se abrían en el firmamento árido y alumbrado por las estrellas. Barrían la campiña inglesa sumida en su sueño confuso. Barrían las colinas bajas y populosas donde los racimos dispersos de luces palpitaban en la oscuridad. A medianoche alcanzaron la ciudad, que relucía valerosa en su valle poco profundo y provinciano. Fueron creciendo invisibles como una segunda ciudad en el cielo, una mancha cada vez más grande y densa, formando monumentos formidables, torres, palacios monstruosos y desiertos de nubes.

Todo el mundo dormía en Arlington Park. Aquí y allá, las casas proyectaban un cuadrado anaranjado de luz. Por las calles casi desiertas circulaba algún que otro coche. Un gato bajó un muro de un salto y se perdió entre las sombras. Las nubes silenciosas llenaban el cielo. El viento arreció y agitó susurrante las ramas de los árboles, y en el parque oscuro y vacío los columpios empezaron a balancearse un poco. Un puñado de hojas secas se removió sobre una acera. En la ciudad todavía había gente por las calles, pero los habitantes de Arlington Park ya estaban acostados y rendidos al mañana. Nadie advirtió la llegada de la lluvia salvo una pareja que recorría a buen paso las calles silenciosas, de camino a casa después de una velada fuera.

—Esto tiene mala pinta —constató el hombre, alzando la mirada—. Va a llover.

La mujer lanzó una risita exasperada.

—Esta noche eres experto en todo, ¿eh? —se mofó.

Entraron en su casa. Por un instante, la luz anaranjada alumbró su puerta antes de extinguirse de nuevo.

En Arlington Rise, donde las farolas formaban un túnel de luz dura y la calle iniciaba su pendiente hacia la ciudad, el viento levantó en volandas algunos residuos y les hizo dar unas cuantas piruetas. Un poco más lejos, el cielo negro se cernía sobre los escaparates apagados. Desde aquí se divisaba la ciudad, extendida en el semiesplendor de la noche. Aparecía envuelta en una bruma parda, y en el centro, las grúas, los edificios de oficinas y las diminutas agujas iluminadas de la catedral se recortaban contra esa bruma. Luces rojas y amarillas se movían a un ritmo repetitivo, como si de las luces de un intrincado engranaje se tratara. Alrededor de la ciudad, donde los suburbios se extendían hacia el norte y hacia el este, fulgurantes campos de luz flotaban ondeantes sobre el paisaje en tinieblas.

Los pubs y restaurantes del centro de la ciudad estaban cerrados, pero la gente hacía cola delante de las discotecas. Cuando empezó a llover, algunas chicas profirieron gritos y se cubrieron la cabeza con el bolso. Los chicos lanzaron risitas nerviosas, encogieron los hombros y embutieron las manos en los bolsillos. Las gotas caían de la negrura insondable y brillaban al llegar a la luz anaranjada. Caían sobre la marquesina del club Luna y bailaban en los haces de las farolas. Caían dentro de la manchada y melancólica fuente de la plaza, donde hombres ataviados con camisetas se sentaban a beber cerveza y chavales encapuchados trazaban gráciles círculos con sus monopatines. Había gente apalancada en los portales, chicas con zapatos de tacón chillando por la calle, chicos de pelo engominado, hombres de mediana edad llevando furtivamente cosas en bolsas de plástico. Una mujer embutida en una ceñida gabardina caminaba a toda prisa por la acera mientras hablaba por el móvil. Uno de los hombres de la fuente se quitó la camiseta y se frotó con ella el pecho sobresaltado bajo la lluvia mientras los demás lo vitoreaban. El tráfico avanzaba a paso de tortuga a causa del chubasco. Un grupo de hombres en un coche que pasaba tocó el claxon para llamar la atención de las chicas que hacían cola ante la discoteca y les gritaron piropos por las ventanillas.

La lluvia caía sobre las tortuosas callejuelas medievales, las mugrientas calles victorianas y las anchas avenidas bombardeadas en las que habían construido centros comerciales. Caía sobre el hospital, sobre el viejo teatro y sobre el nuevo multicine. Caía sobre los aparcamientos de varias plantas y los bloques de oficinas. Caía sobre los restaurantes de comida rápida y los pubs con sus banderas británicas en los ventanales. Caía sobre edificios de pisos nuevos cuyas ventanas seguían envueltas en protectores de plástico y cuyos cimientos aún nadaban en el barro, y caía también sobre los materiales de construcción sobrantes. A lo largo del río se sucedían los edificios comerciales, aseguradoras y bancos, construcciones de formas geométricas, y la lluvia caía sobre sus plazas también geométricas. En el río negro, bajo el puente, los cisnes se resguardaban de las gotas oscuras entre la basura flotante. Por toda High Street, ennegrecida por la lluvia, la gente esperaba el autobús en las paradas; gentes de barrios desolados de la ciudad, de Weston y Hartford, donde la lluvia caía sobre tiendas y casas abandonadas, así como sobre los caminos de hormigón de propiedades insomnes. Se agolpaban bajo las marquesinas de las paradas, un hombre con un gigantesco peinado rasta, un hombre cargado con una maleta enorme, una anciana pulcramente ataviada con un abrigo de tweed, una pareja en chándal que se besaba y besaba bajo el techo de plástico contra el que tamborileaba la lluvia, tan absortos que cuando el autobús llegó, levantando un gran arco de agua oscura, la anciana se vio obligada a dar una palmadita en el hombro al chico y pedirle que subieran.

El autobús avanzó bajo la lluvia por Firley Way, que atravesaba todo el centro y los suburbios hasta el gran centro comercial, donde la lluvia caía en una cortina sobre los almacenes anodinos, las grandes superficies y sus aparcamientos desiertos. Caía sobre los tejados de los patios de garajes ahora oscuros. ­Caía sobre los concesionarios de automóviles y tiendas de materiales de construcción. Azotaba las barandillas de plástico donde los carritos del hipermercado se aferraban unos a otros en largas y tintineantes hileras. Caía sobre el área de negocios y los arbustos que adornaban su rotonda abandonada. Caía sobre los campos negros y sumisos que sacrificaban la vida por las nuevas edificaciones. En el centro comercial de Merrywood, la lluvia caía inmisericorde sobre el formidable tejado neoclásico, de modo que el agua fluía por la fachada indiferente.

En Arlington Rise, la lluvia se precipitaba pendiente abajo hacia las alcantarillas. Más abajo, una suerte de vapor pendía sobre la ciudad, amortiguando las luces rojas y amarillas. El murmullo de los coches y el aullido de una sirena ascendían por la colina desde el amasijo reluciente y empañado de la ciudad.

Un poco más arriba, tras un recodo, la panorámica daba lugar a unas tinieblas más profundas. Los edificios se tornaban más elegantes, las aceras, más pulcras. A medida que la calle se acercaba a Arlington Park, los comercios grandes y llamativos daban paso a floristerías y tiendas de antigüedades. Las licore­rías se convertían en vinaterías, los restaurantes de comida rápida, en bistrós. A cada lado empezaban a abrirse calles flanqueadas de árboles. Bajo la lluvia, aquellas calles destilaban el ambiente inamovible

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