Arlington Park

Rachel Cusk

Fragmento

La lluvia cayó toda la noche sobre Arlington Park. Las nubes llegaron del oeste, nubes como catedrales oscuras, nubes como máquinas, nubes como flores negras que se abrían en el firmamento árido y alumbrado por las estrellas. Barrían la campiña inglesa sumida en su sueño confuso. Barrían las colinas bajas y populosas donde los racimos dispersos de luces palpitaban en la oscuridad. A medianoche alcanzaron la ciudad, que relucía valerosa en su valle poco profundo y provinciano. Fueron creciendo invisibles como una segunda ciudad en el cielo, una mancha cada vez más grande y densa, formando monumentos formidables, torres, palacios monstruosos y desiertos de nubes.

Todo el mundo dormía en Arlington Park. Aquí y allá, las casas proyectaban un cuadrado anaranjado de luz. Por las calles casi desiertas circulaba algún que otro coche. Un gato bajó un muro de un salto y se perdió entre las sombras. Las nubes silenciosas llenaban el cielo. El viento arreció y agitó susurrante las ramas de los árboles, y en el parque oscuro y vacío los columpios empezaron a balancearse un poco. Un puñado de hojas secas se removió sobre una acera. En la ciudad todavía había gente por las calles, pero los habitantes de Arlington Park ya estaban acostados y rendidos al mañana. Nadie advirtió la llegada de la lluvia salvo una pareja que recorría a buen paso las calles silenciosas, de camino a casa después de una velada fuera.

—Esto tiene mala pinta —constató el hombre, alzando la mirada—. Va a llover.

La mujer lanzó una risita exasperada.

—Esta noche eres experto en todo, ¿eh? —se mofó.

Entraron en su casa. Por un instante, la luz anaranjada alumbró su puerta antes de extinguirse de nuevo.

En Arlington Rise, donde las farolas formaban un túnel de luz dura y la calle iniciaba su pendiente hacia la ciudad, el viento levantó en volandas algunos residuos y les hizo dar unas cuantas piruetas. Un poco más lejos, el cielo negro se cernía sobre los escaparates apagados. Desde aquí se divisaba la ciudad, extendida en el semiesplendor de la noche. Aparecía envuelta en una bruma parda, y en el centro, las grúas, los edificios de oficinas y las diminutas agujas iluminadas de la catedral se recortaban contra esa bruma. Luces rojas y amarillas se movían a un ritmo repetitivo, como si de las luces de un intrincado engranaje se tratara. Alrededor de la ciudad, donde los suburbios se extendían hacia el norte y hacia el este, fulgurantes campos de luz flotaban ondeantes sobre el paisaje en tinieblas.

Los pubs y restaurantes del centro de la ciudad estaban cerrados, pero la gente hacía cola delante de las discotecas. Cuando empezó a llover, algunas chicas profirieron gritos y se cubrieron la cabeza con el bolso. Los chicos lanzaron risitas nerviosas, encogieron los hombros y embutieron las manos en los bolsillos. Las gotas caían de la negrura insondable y brillaban al llegar a la luz anaranjada. Caían sobre la marquesina del club Luna y bailaban en los haces de las farolas. Caían dentro de la manchada y melancólica fuente de la plaza, donde hombres ataviados con camisetas se sentaban a beber cerveza y chavales encapuchados trazaban gráciles círculos con sus monopatines. Había gente apalancada en los portales, chicas con zapatos de tacón chillando por la calle, chicos de pelo engominado, hombres de mediana edad llevando furtivamente cosas en bolsas de plástico. Una mujer embutida en una ceñida gabardina caminaba a toda prisa por la acera mientras hablaba por el móvil. Uno de los hombres de la fuente se quitó la camiseta y se frotó con ella el pecho sobresaltado bajo la lluvia mientras los demás lo vitoreaban. El tráfico avanzaba a paso de tortuga a causa del chubasco. Un grupo de hombres en un coche que pasaba tocó el claxon para llamar la atención de las chicas que hacían cola ante la discoteca y les gritaron piropos por las ventanillas.

La lluvia caía sobre las tortuosas callejuelas medievales, las mugrientas calles victorianas y las anchas avenidas bombardeadas en las que habían construido centros comerciales. Caía sobre el hospital, sobre el viejo teatro y sobre el nuevo multicine. Caía sobre los aparcamientos de varias plantas y los bloques de oficinas. Caía sobre los restaurantes de comida rápida y los pubs con sus banderas británicas en los ventanales. Caía sobre edificios de pisos nuevos cuyas ventanas seguían envueltas en protectores de plástico y cuyos cimientos aún nadaban en el barro, y caía también sobre los materiales de construcción sobrantes. A lo largo del río se sucedían los edificios comerciales, aseguradoras y bancos, construcciones de formas geométricas, y la lluvia caía sobre sus plazas también geométricas. En el río negro, bajo el puente, los cisnes se resguardaban de las gotas oscuras entre la basura flotante. Por toda High Street, ennegrecida por la lluvia, la gente esperaba el autobús en las paradas; gentes de barrios desolados de la ciudad, de Weston y Hartford, donde la lluvia caía sobre tiendas y casas abandonadas, así como sobre los caminos de hormigón de propiedades insomnes. Se agolpaban bajo las marquesinas de las paradas, un hombre con un gigantesco peinado rasta, un hombre cargado con una maleta enorme, una anciana pulcramente ataviada con un abrigo de tweed, una pareja en chándal que se besaba y besaba bajo el techo de plástico contra el que tamborileaba la lluvia, tan absortos que cuando el autobús llegó, levantando un gran arco de agua oscura, la anciana se vio obligada a dar una palmadita en el hombro al chico y pedirle que subieran.

El autobús avanzó bajo la lluvia por Firley Way, que atravesaba todo el centro y los suburbios hasta el gran centro comercial, donde la lluvia caía en una cortina sobre los almacenes anodinos, las grandes superficies y sus aparcamientos desiertos. Caía sobre los tejados de los patios de garajes ahora oscuros. ­Caía sobre los concesionarios de automóviles y tiendas de materiales de construcción. Azotaba las barandillas de plástico donde los carritos del hipermercado se aferraban unos a otros en largas y tintineantes hileras. Caía sobre el área de negocios y los arbustos que adornaban su rotonda abandonada. Caía sobre los campos negros y sumisos que sacrificaban la vida por las nuevas edificaciones. En el centro comercial de Merrywood, la lluvia caía inmisericorde sobre el formidable tejado neoclásico, de modo que el agua fluía por la fachada indiferente.

En Arlington Rise, la lluvia se precipitaba pendiente abajo hacia las alcantarillas. Más abajo, una suerte de vapor pendía sobre la ciudad, amortiguando las luces rojas y amarillas. El murmullo de los coches y el aullido de una sirena ascendían por la colina desde el amasijo reluciente y empañado de la ciudad.

Un poco más arriba, tras un recodo, la panorámica daba lugar a unas tinieblas más profundas. Los edificios se tornaban más elegantes, las aceras, más pulcras. A medida que la calle se acercaba a Arlington Park, los comercios grandes y llamativos daban paso a floristerías y tiendas de antigüedades. Las licore­rías se convertían en vinaterías, los restaurantes de comida rápida, en bistrós. A cada lado empezaban a abrirse calles flanqueadas de árboles. Bajo la lluvia, aquellas calles destilaban el ambiente inamovible de los lugares muy antiguos. Las grandes casas se alzaban impasibles en la oscuridad, semiocultas en medio de los árboles chorreantes. Entre ellas se vislumbraba una última panorámica de la ciudad, de sus eternas luces rojas y amarillas, sus engranajes pulsátiles, sus calles siempre abarrotadas de vida indiscriminada. Era una vista impresionante, pero nada tranquilizadora, porque resultaba demasiado implacable. La actividad incesante excluía toda sensación de calma, de interrupción, de pausa. La historia de la vida requería sus interrupciones y sus pausas, sus días y sus noches, porque de otro modo carecía de sentido. Pero al contemplar aquella vista, se tenía la sensación de que la vida carecía de significado, de que los días carecían de significado.

La lluvia caía sobre Arlington Park, caía sobre sus avenidas desiertas y sus setos pulcramente podados, sobre sus escuelas e iglesias, sus árboles y jardines. Caía sobre sus terrazas victorianas con sus ventanas negras, sobre sus hileras de balconeras, sobre sus mansiones georgianas dormidas tras las verjas, sobre su laberinto de calles ordenadas cuyas casitas de dos plantas aparecían pintadas de bonitos colores. Caía gozosa sobre la mancha oscura y desierta del parque, sus pulcros senderos y arbustos. Caía con fuerza, limpiando las aceras, precipitándose por las rejillas del alcantarillado, golpeteando los capós de los coches aparcados. Cayó durante toda la noche, y justo antes del alba adquirió una nueva intensidad hasta convertirse en una rugiente cascada de agua que se abalanzó contra las oscuras ventanas de las casas.

La gente acostada en sus camas oyó en sueños el estruendo del agua. Aquel tumulto se coló en sus sueños como si de la ovación de una muchedumbre se tratara. Un sonido inquietante y cada vez más fuerte que llenó la noche hasta que la gente se revolvió en sus camas y los niños rompieron a llorar en sus cunas. Todos se sentían observados, como si un tenebroso público se hubiera congregado ante sus casas y los espiara por las ventanas sin dejar de aplaudir.

Ante el espejo, Juliet Randall se apartó el cabello y la vio. Era una criatura parecida a una cucaracha, de unos ocho centímetros de longitud y cinco de anchura, incrustada en su cuero cabelludo mientras agitaba las patas con aire triunfante. Juliet se la mostró a su marido. «¡Mira!», exclamó. «¡Mira!» Inclinó la cabeza hacia delante sin soltarse el cabello. Benedict miró. ¡Cómo escocía! ¡Qué asquerosa era, increíblemente repugnante! ¿No había modo de librarse de ella? Por lo visto, su marido no lo creía. A todas luces se alegraba de que el bicho no hubiera decidido instalarse en su pelo. «¡Haz algo!», chilló Juliet, o al menos lo intentó, porque era uno de aquellos sueños en los que intentabas decir algo y de repente te dabas cuenta de que no podías. Se agitó en sueños y por fin logró abrir los ojos con un esfuerzo ímprobo.

¡Qué sueño tan espantoso! Juliet se agarró la cabeza y buscó entre el cabello con ademán frenético. La cucaracha estaba y no estaba. Percibía con claridad su presencia, pero no podía tocarla, tan sólo sentirla, el espeluznante movimiento de sus patas, la sensación repulsiva de estar infestada. ¡Y aquella manera ávida de agitar las patas! Y la terrible certeza de que no había modo de desembarazarse de ella, de que tendría que soportar su presencia para siempre… La luz del día empezó a desdibujar aquella certeza. Juliet experimentó cierto alivio, luego un poco más. Pero la cosa, el insecto, seguía siendo real para ella, más real que el cuero cabelludo intacto que no cesaba de peinar con los dedos. ¿Adónde habría ido? ¿Qué era y cómo podía seguir antojándosele tan real? Casi la enfurecía su inexistencia; resultaba casi enloquecedor sufrir el tormento de algo que no estaba ahí.

¡No estaba ahí! Reconoció que así era. La percepción de su presencia se fue desvaneciendo. Ahora tan sólo podía pensar en que Benedict no la había ayudado. Se había compadecido de ella, pero había aceptado su destino. Había aceptado su futuro como anfitriona de una cucaracha gigante y se había alegrado de no ser él quien corriera tal suerte. Juliet escudriñó las entrañas del sueño una y otra vez en busca de más información. El momento en que se había apartado el cabello para mostrarle el insecto… Fue entonces cuando se dio cuenta de un hecho que ya conocía bien. Lo conocía, pero la embargó la sensación de que no había comprendido su auténtica importancia hasta ese preciso instante. Fue entonces cuando entendió que Benedict y ella no estaban unidos.

La casa estaba sumida en un silencio quebrado tan sólo por el golpeteo constante de la lluvia contra la ventana y el distante rumor del tráfico en Arlington Rise. Era temprano, pero las calles ya habían despertado y se dedicaban, subversivas, a sus asuntos. ¿Qué hacía la gente a aquellas horas? ¿Qué ventaja ilícita perseguían en sus coches por Arlington Rise? El dormitorio aparecía bañado en una luz tenue y aterciopelada. Juliet se rascó el lugar donde se había posado la cucaracha. Benedict seguía durmiendo. Se apartó de él para refugiarse en el otro extremo de la cama. Arriba, sobre sus cabezas, los niños aún estaban en silencio. Se puso a escuchar la lluvia. Durante la noche, antes del sueño de la cucaracha, había despertado y oído el rugido del agua en la oscuridad, un rugido parecido a una ovación. No sabía por qué, pero había sentido miedo, un miedo de algo que era demasiado tarde para evitar, algo que ya había sucedido, y la había embargado la sensación de que si se hubiera acercado a la ventana, lo habría visto en el jardín, envuelto en las tinieblas lluviosas, terminado.

La luz mortecina le permitió hacer inventario de la modesta estancia. El armario marrón y la tosca cómoda; la silla con el respaldo en forma de escalera al que le faltaban dos travesaños, el mapa de Venecia enmarcado, el desconchado espejo dorado con su luna ovalada y opaca, supervivientes todos ellos de la oscuridad. En la ventana, las cortinas empezaban a mostrar sus pliegues y deformaciones ancestrales. Junto a ella, en el suelo, yacía amontonada su ropa, de la que se había despojado sin contemplaciones la noche anterior. Habían vuelto a casa tarde, y se había desvestido con total indiferencia antes de meterse en la cama.

¡Menuda velada! La clase de noche que te deja un sabor de boca amargo, que a la mañana siguiente permanece alojada en tu pecho como una losa de vergüenza. Una velada cuya conclusión, en cierto sentido, había sido la cucaracha, la cucaracha y la revelación de que ella y Benedict no estaban unidos, sino separados. Ni siquiera fue capaz de sentir indignación ante esa idea; había bebido demasiado, la losa de vergüenza seguía pesándole en el pecho y la amargura fluía como plomo por sus venas. Por lo visto se había puesto un poco impertinente, según le había recriminado Benedict de regreso a casa. Ella, Juliet, mujer de treinta y seis años, madre de dos niños y profesora en el Instituto Femenino de Arlington, una persona considerada excepcional en su juventud, estudiante brillante y en otros tiempos delegada escolar, se había puesto un poco impertinente con sus anfitriones, los Milford. Matthew Milford, el asquerosamente rico propietario de una empresa de material de oficina en Cheltenham, y su caballuna, anodina y avejentada esposa, Louisa.

Recordó su casa, en cuya cocina habría cabido todo la modesta casa que los Randall habitaban en Guthrie Road. ¿Qué habían hecho para merecer semejante casa? ¿Acaso no existía la justicia? Recordaba que Matthew Milford le había hablado con dureza. En medio de sus tesoros robados, desde su trono injusto, Matthew Milford había hablado con dureza a Juliet, su invitada. ¡Y Benedict tenía la desfachatez de llamarla impertinente!

¿Qué le había dicho? ¿Qué le había dicho Matthew, sentado a la mesa como un señor, un toro, un toro furioso y enrojecido que sacaba humo por la nariz? «Ten cuidado.» Le había dicho que tuviera cuidado. Su calva era tan absoluta que la luz de las velas la hacía relucir como un escudo de guerrero. «Ten cuidado», le había dicho con intención. Le había hablado como si Juliet no fuera una invitada, sino como si la hubiera contratado para estar allí, como si la hubiera contratado en calidad de invitada y quisiera advertirle que se portara bien. Así te hacían sentir los hombres como él, como si tu derecho a existir dependiera tan sólo de su autoridad. La miraba a ella, una mujer de treinta y seis años que tenía trabajo, un hogar, marido y dos hijos, y decidía si tenía o no derecho a existir.

Benedict se incorporó junto a ella.

—Bueno —masculló mientras se mesaba el cabello ralo.

Aquel día le molestó el modo en que Benedict despertaba cada mañana, como si la vida fuera un río a cuya orilla hubiera descansado durante la noche para luego volver a subir a su canoa de una sola plaza y continuar remando corriente arriba. Benedict no la había defendido de ese hombre, de Matthew Milford, al igual que no le había quitado la cucaracha del pelo.

—Ayer ibas bastante achispada —comentó Benedict antes de levantarse y acercarse a la ventana.

Juliet se quedó tumbada con la cabeza sobre la almohada y el cabello esparcido a su alrededor como un abanico.

—Como todos —replicó.

—Yo no.

—Pues como todos menos tú.

Benedict estaba desnudo. Vestido ofrecía un aspecto ligeramente afeminado, pero desnudo no. Su pecho pecoso era robusto y compacto. La desnudez de Benedict poseía una cualidad extrovertida, como la de los nudistas en sus playas.

—Una casa increíble —prosiguió Benedict mientras apartaba los pliegues de las cortinas con un dedo antes de dejarlos ­caer de nuevo.

—Ridícula —espetó Juliet.

—Bue…, bueno, supongo que tienes razón hasta cierto punto.

—Claro que sí —insistió Juliet—. ¿Cómo puede semejante idiota tener tanto éxito?

—¿No decías que su casa te parecía ridícula?

—¡Y es verdad! Todos esas escenas de cacería…, ¡y las cornamentas en el lavabo! ¿Qué se creen que son, aristócratas? ¡Pero si lo único que hace es vender material de oficina a secretarias!

Benedict masculló algo entre dientes.

—¡Es verdad! —repitió Juliet con amargura, resuelta a resarcirse—. Detesto a los hombres que se dan tanta importancia. Siempre esperan que te muestres sumiso sólo porque tienen una empresa. ¿Qué tiene de importante una empresa? No es más que vender cosas para lucro personal. Pura codicia disfrazada de utilidad.

Benedict fue al baño. Juliet permaneció tumbada, escuchando la lluvia y el sonido amortiguado del tráfico que la surcaba.

—¿Quién se cree que es para andar diciéndole a la gente que tenga cuidado? —perseveró—. Él sí que debería tener cuidado. La gente puede dejar de usar fotocopiadoras en cualquier momento. De hecho, espero que así sea —añadió pese a no tener respuesta.

Volvió a rascarse el lugar donde se le había incrustado la cucaracha.

—¡Cómo se atreve! —prosiguió cuando Benedict regresó al dormitorio.

—¿Quién?

—Matthew Milford, anoche. «Las mujeres de tu edad pueden empezar a parecer histéricas» —lo imitó—. ¿Quién se ha creído que es?

—No creo que lo dijera con mala intención —murmuró Benedict con vaguedad—. Probablemente no tenía nada que ver contigo.

—No es eso lo que dijiste anoche.

—¿Ah, no?

—Dijiste que era culpa mía, que me había puesto impertinente.

Comprendió que Benedict lo había olvidado por completo. De hecho, no le hacía ningún caso; estaba pensando en el día que ahora comenzaba. Estaba pensando en la escuela, donde lo esperaban sus apasionantes clases. El año anterior, sus clases habían obtenido resultados sin precedentes en la lúgubre historia del centro. El milagro de Benedict había salido en primera plana del Arlington Gazette. Chavales de cabeza rapada y armados con cuchillos, chavales que eran más que un poco impertinentes, chavales con problemas de drogas y alcohol, felicitados públicamente por sus trabajos sobre las obras tardías de Shakespeare. Era extraordinario. Las clases de Juliet obtenían resultados del todo acordes a la reputación del instituto. Pero en la escuela de Benedict cacheaban a los chavales en busca de armas antes de dejarlos entrar en el recinto, por lo que los resultados de su marido eran extraordinarios.

Juliet nunca pensaba en la escuela hasta el instante en que cruzaba la verja de hierro forjado. Era Benedict quien pensaba en ella a fin de ser extraordinario. Huía de su vida en común como si fuera un generador alimentado por Juliet, se alejaba de ella y se ponía a pensar.

Benedict descolgó el batín del gancho de detrás de la puerta, se lo puso y volvió al baño con expresión triste.

—¡Malditas fotocopiadoras! —exclamó Juliet en la habitación vacía.

Se quedó tendida en la cama, mirando el techo. Sobre su cabeza oyó ruidos procedentes de la habitación de los niños. Al cabo de un instante tendría que levantarse y subir a buscarlos. Benedict no lo haría; era Juliet quien se encargaba de todo. ¡De todo! Les pondría los uniformes y saldrían a la calle, bajo la lluvia. De repente recordó que era viernes, el último viernes del mes, el día en que Benedict los recogía de la escuela.

Juliet y Benedict no conocían mucho a los Milford. Louisa Milford siempre parecía tensa, atareada y trastornada, como si ocultara un secreto inconfesable, una pesada carga en casa de la que no podía hablar. Quizá se debiera a su marido, era difícil saberlo. Matthew dirigía su propia empresa y apenas se le veía el pelo. Vivían en una de las casas estilo georgiano que se alzaban en el parque, en Parry's Place, para ser exactos, la zona más cara de Arlington Park, según le habían contado a Juliet, a quien le gustaba fingir que no se enteraba de aquella clase de ­cosas.

Aunque no los conocían bien, la invitación de Louisa, «Cena en la cocina de Parry's Place, sólo nosotros, totalmente informal», implicaba que Louisa conocía a los Randall lo suficiente para enviarles una invitación. Juliet y Benedict fueron a su casa a pie, y tras cruzar el parque pasaron por delante de suntuosas casas protegidas tras muros de piedra de Bath y verjas cerradas. De noche ofrecían el aspecto monolítico de templos agazapados entre la masa oscura de árboles y césped, las fabulosas fachadas bañadas en una peculiar luz ambarina. Resultaba extraño hallarse en aquella pequeña aristocracia de casas. En Guthrie Road, al igual que en el resto de Arlington Road, la vida era corriente, de una burguesía sólida y rentable que hablaba de prosperidad ascendente. Sin embargo, aquí la ostentación resultaba abrumadora y costaba discernir qué simbolizaba. En un momento ­dado, Juliet tuvo la sensación de que ella y Benedict serían devorados o esclavizados por aquella grandeza y, al siguiente, se dijo que quizá los aguardaba alguna suerte de recompensa. En cierto modo se le antojó apasionante.

Pero al poco, al distinguir las siluetas blindadas de los grandes y caros coches dormitando entre las sombras a lo largo del parque, la abrumó una sensación oceánica de maldad, un mal vasto y difuso que ondeaba silencioso en la oscuridad que los rodeaba. En el sendero de grava de acceso a la casa de los Milford, un Mercedes enorme y reluciente acechaba sobre sus gigantescos neumáticos de ogro. Las lunas tintadas parecían abarcarlo todo con su mirada impasible y destructiva a un tiempo. Juliet sintió que una oleada de agresividad pura manaba de la superficie metálica. Era el coche de un asesino. Louisa Milford abrió la puerta principal dividida en paneles y miró a los Randall casi sin expresión. ¿Sería una asesina? Juliet no estaba segura.

—¿Habéis venido a pie? —exclamó la anfitriona—. Sois maravillosos.

El vestíbulo estaba bañado en una luz color ámbar. Olía a flores, a comida y a cera. De repente, Juliet experimentó una nueva certeza, la certeza de que la vida existía para ser maravillosa. En otros tiempos lo había sabido, pero lo había olvidado por alguna razón inexplicable. Benedict le alargó la botella de vino que habían comprado en el supermercado y la caja de bombones Bendick's que su ironía le permitía comprar para tales ocasiones.

—¡Oh, sois maravillosos! —repitió Louisa mientras examinaba su botín y les sonreía con la cabeza ladeada, como si los Randall acabaran de donar una fortuna a una causa benéfica que ella respaldaba.

Las personas como los Milford siempre creían que los Randall, profesores ambos, eran maravillosos. («En mi opinión, sois maravillosos, y el trabajo que hacéis también.») Por supuesto, se referían a Benedict. Ni en sueños se les habría ocurrido llevar a sus hijos a la escuela Hartford View, tristemente célebre por su violencia e iniquidad, pero les parecía apasionante tener relación, por indirecta que fuera, con los desafortunados a quienes no les quedaba otro remedio que hacerlo. Las tardes que Juliet pasaba en el Instituto Femenino de Arlington Park adquirían cierto lustre gracias a Benedict; los moradores de los templos que flanqueaban el parque consideraban que aquella representación de poder masculino y sensibilidad femenina constituía el entretenimiento ideal para una velada. Asimismo, las personas como los Milford gustaban de considerar a los Randall seres nada materialistas, característica que por lo visto tildaban de irresponsable, como si el materialismo fuera un padre anciano del que les gustaba hablar mal, pero al que se sentían indisolublemente unidos por las cadenas del deber y el honor.

Los cuatro se sentaron en una cocina de las dimensiones de un salón de baile, alrededor de una pesada mesa cuadrada de patas labradas. Al sonreír, Louisa Milford revelaba dos siniestras hileras de dientes grises que recordaban un grupo de lápidas. Sus hijas iban al Instituto Femenino; por causa de ellas, Louisa consideraba que Juliet era maravillosa y tal vez dejara de considerarlo algún día. Su marido, Matthew, era un hombre grandote y de tez rubicunda, gordo y liso como una foca, de dientes blancos, prominentes y regulares que siempre mostraba un poco, como si pretendiera soslayar la dentadura inferior de su esposa. Su nuca se arrugaba en pliegues de piel rosada. Era como una enorme foca sentada en su roca, o eso le pareció a Juliet. Él y Benedict se pusieron a conversar, y Louisa y Juliet se alimentaban de los mendrugos de la conversación masculina que caían en su dirección. Benedict se sentaba algo ladeado; cuanto más hablaba Matthew, más contorsionaba Benedict el cuerpo. Era un indicio, visible tan sólo para Juliet, de que discrepaba de su anfitrión o, mejor dicho, de que lo escuchaba con deliberado desapego, la actitud más parecida al enfrentamiento que Benedict llegaba a adoptar. Louisa se levantaba una y otra vez de la mesa para pasearse por la inmensa cocina con aire de extrañeza, como si hubiera dado la noche libre a los criados por primera vez en su vida. Se ocupaba de las velas, encendiendo muchas y disponiéndolas estratégicamente por la estancia como si no fuera a cansarse nunca del milagro de su luz. Matthew no paraba de sacar botellas de vino, y en cada ocasión envolvía el cuello con una servilleta blanca antes de servirlo.

Juliet bebió con una copiosidad que al principio se le antojó una reacción a la suntuosidad que le rodeaba, un intento de encajar en ella. Todo parecía invitarla a sumergirse en un mar de vino. Pero a medida que bebía, la velada fue perdiendo lustre. La vida dejó de parecerle tan maravillosa como al llegar. Dondequiera que mirase, las cosas empezaron a perder su fulgor.

—Creo que Matthew tiene razón —repetía Louisa sin cesar.

Matthew hablaba y hablaba. Habló de política, de impuestos y de las personas que se interponían en su camino. Habló de gente perezosa y gente deshonesta. Habló de mujeres. Cada vez que contrataba a una mujer, explicó, pasaba un año formándola, enviándola a cursos y poniéndola al día, y un buen día se quedaba embarazada y cogía la baja por maternidad. Bueno, pues ya no contrataría a más mujeres. Se negaba en redondo. Le daba igual si era políticamente correcto o no. No pensaba volver a hacerlo.

—Creo que Matthew tiene razón —comentó Louisa a Juliet.

—Pregúntaselo a tu jefe —instó Matthew a Benedict—. Seguro que te dice lo mismo. Pasa lo mismo en todas partes. Y no me digas que la escuela no es una empresa. Las escuelas también son empresas. Y no me digas que la tuya es diferente. Todas son iguales en este aspecto. Lo que les interesa son los resultados.

La escuela de Hartford View estaba dirigida por una mujer. El año anterior, al cruzarse con Benedict en un concurrido pasillo después de recibir los resultados de los exámenes, por lo visto se había arrodillado ante él delante de todos los alumnos y profesores que pasaban por allí.

—Desde luego que les interesan los resultados —convino Benedict—, lo que pasa es que no los obtienen.

—Pues te diré por qué no los obtienen… ¡Porque la mitad del personal está de baja por maternidad! —exclamó Matthew en pleno éxtasis.

—Háblales de Sonia —lo instó Louisa.

Matthew asintió y alzó una mano para acallarla.

—El otro día me llama una chica —empezó a contar—. «Señor Milford», me dice, «señor Milford» —remedó con voz estridente y tontorrona—. «Señor Milford, creo que no podré volver a trabajar cuando le prometí.» ¿Por qué?, le pregunto yo. «Bueno, señor Milford, es que mi bebé me necesita.» —Hizo una pausa y adoptó una expresión de desconcierto fingido—. Yo también la necesito, le digo. «Pero no es lo mismo», me contesta. «No es lo mismo, señor Milford. Lo único que le pido es un poco más de tiempo», me dice. Querida, le digo, ¿cuánto tiempo cree que necesita? ¿Le bastan dieciocho años? ¿Hasta que el crío vaya a la universidad? O mejor aún, envíemelo cuando acabe la carrera y le daré trabajo.

Matthew lanzó una sonora carcajada.

—Pero ¿le dio un poco más tiempo? —preguntó Juliet con voz temblorosa.

A la deriva en un mar de vino, no estaba preparada para aquella necesidad inesperada de distanciarse de él. Había permitido que el vino se la llevara y de repente descubrió que no estaba preparada para la frialdad de la vida.

—Claro que no. Mi empresa no es una ONG, maldita sea. Le dije que o volvía al cabo de los tres meses que le tocaban o que no volviera. Sin resentimientos, le dije. Por lo que a mí respectaba, podía pasarse el resto de su vida doblando pañales si eso era lo que quería hacer con el serrín que tenía entre las orejas. Y repito, sin resentimientos.

—La gente ya no dobla pañales, cariño —terció Louisa—. Los compran en el supermercado. —Dedicó un guiño a Juliet—. Para que veas la cantidad de pañales que ha cambiado en su vida.

—Bueno, pues le dije que podía quedarse en casa jugando a la familia feliz —continuó Matthew—, o volver a trabajar para mí el día y a la hora que habíamos acordado. Fin de la historia.

—Eso es ilegal —señaló Juliet.

Se hizo un silencio. Matthew bajó la mirada hacia sus poderosos brazos, que mantenía cruzados sobre el pecho. Un intenso rubor empezó a cubrirle el rostro y el cuello.

—No creo que sea realmente ilegal, Juliet —objetó Louisa.

—Pues lo es.

—¡Pero no puedes echarle la culpa a Matthew!

Louisa paseó la mirada entre los presentes con una expresión de elegante incredulidad.

—Mira, cariño —espetó Matthew a Juliet—. No digo que no valore el maravilloso trabajo que hacéis las mujeres. Llevar una familia requiere mucho esfuerzo. Lo sé porque Louisa no habla de otra cosa, de lo difícil que es llevar la casa y las niñas, de lo cansada que está siempre. Nunca me atrevería a decir que es fácil sacar adelante una casa y educar a la próxima generación. Lo único que digo es que a veces no os paráis a pensar en cómo se paga todo eso. Yo pago la casa, los coches, la escuela, la au pair

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