Algo ha pasado

Joseph Heller

Fragmento

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AMERICAN MAD MAN PSYCHO

por Rodrigo Fresán

UNO Alguna vez, demasiadas veces, le preguntaron a Joseph Heller (Nueva York, 1923-1999) qué se sentía al no haber escrito nunca nada que superase a su primer libro. Y varias veces también —con soberbia modestia— Heller respondía: «¿Acaso alguien lo ha superado?».

Para entonces —luego de un debut inicialmente «de culto» y un lento pero ininterrumpido boca a boca— Trampa 22, la novela en cuestión, ya era un clásico moderno además de best seller multimillonario. Y su título había ingresado al diccionario (al igual que «quijote» y «bovarismo» y «lolita») como expresión sinónimo de inescapable trampa burocrática-castrense pero, también, loop aplicable a toda situación donde absurdo y desespero comulgan en un mismo irresoluble y enloquecido y enloquecedor dilema como aquel de ese huevo y esa gallina.

Pero Heller también podría haber respondido al impertinente de turno con algo quizá menos ingenioso pero más verdadero e irrebatible: «No sé de qué me habla; porque con Algo ha pasado yo superé con creces a Trampa 22».

Y punto.

DOS Y seguido. Y los fastos en el 2011 conmemorando el medio siglo de expansión del estallido de 10.000.000 de ejemplares vendidos y unos 100.000 sumándose anualmente de Trampa 22 (incluyendo edición especial, buena biografía del sujeto firmada por Tracy Daugherty y una tan afectuosa como despiadada memoir de la hija Erica Heller) no hicieron más que fortalecer, en perspectiva, la posibilidad (para mí indiscutible) de que la segunda en llegar haya sido y siga siendo mucho mejor que la primera en haber llegado. Porque si bien Trampa 22 arribó algo tarde como Gran Novela Americana de la Segunda Guerra Mundial (muchos años después de los despachos de los también soldados veteranos Norman Mailer & Irwin Shaw & James Jones & Herman Wouk entre tantos otros), sí se permitió anticipar modales y taras y delirios de lo que sería Vietnam. En cambio, Algo ha pasado (opus 2, recién trece años después, en 1974, Heller era un escritor lento) se adelantó en lo que hace al hacer volar por los aires y reconstruir entre las ruinas a la Gran Novela Americana de la Familia y la Oficina.

Digámoslo así: en Trampa 22, el antihéroe John Yossarian, en el centro de una Guerra Mundial, está seguro de que todos ahí afuera quieren matarlo; en cambio, en Algo ha pasado, en los bordes de la supuesta paz de lo que en verdad es su guerrilla particular, el anti-antihéroe Bob Slocum está matándose a sí mismo en cámara lenta y en asfixiantes interiores. Yossarian esquiva, movedizo sin cesar, las balas de su presente; mientras que Slocum es atravesado por las muy envenenadas flechas de su pasado haciendo blanco perfecto en el más petrificado aquí y ahora. Trampa 22 es coral en tercera persona y a su manera eufórico; mientras que Algo ha pasado es un desgarrado solo de voz y acto de inmolación stand-up de primerísima persona en las últimas. Y, sí, Yossarian y Slocum (y muchos de los personajes de las siguientes novelas de Joseph Heller, incluyendo al mismísimo Rey David) están, a su manera, locos por culpa del enloquecedor paisaje que habitan. Y es esta mirada demente (y de mente) a todo lo irracional que les rodea lo que, paradoja, los vuelve clínica e hipersensiblemente cuerdos. Pero la permanente y sólida locura de Slocum hace parecer a la de Yossarian, comparativamente, como casi un berrinche pasajero que ya pronto pasará.

Digámoslo aún mejor: John Yossarian es un guerrero en libertad peleando no sólo contra los alemanes sino también contra la estupidez de sus compatriotas, mientras que Bob Slocum es un prisionero de guerra de sí mismo luchando contra la idea del The End.

Interrogado alguna vez por su amigo, el escritor político-satírico Christopher Buckley, sobre a quién de sus dos personajes y a cuál de sus dos novelas prefería, Joseph Heller sonrió, se encogió de hombros, y le respondió: «¿Quién podría elegir a uno entre estos dos?».

TRES Así, Slocum nos llama desde el Guantánamo de su descontento que es una casa perfecta en Connecticut. Una casa con jardín. Y en ese jardín, Algo ha pasado como novela del género Cuidado-Con-El-Perro. Un mastín que ladra y muerde cuya portada original norteamericana estaba diseñada con ominosas letras color rojo mala sangre y negro humor sobre un fondo amarillo bilis.

Dentro, al otro lado de la verja y aullando a la luna y al sol y tensando su cadena, la regocijada amargura de un tal Bob Slocum a quien, inevitablemente, yo no puedo sino superponerle el rostro de Bill Murray. Alguien quien se nos presenta como una primera versión del american psycho Patrick Bateman de Bret Easton Ellis.[1] De acuerdo: Slocum —recordador absoluto y olvidador selectivo— es menos violento que Bateman pero violenta aún más al lector. Slocum no decapita pero sí va por ahí cortando cabezas (la suya incluida) más pre/ocupado por el crack y grietas en las paredes de su estudio que por el Crack en Wall Street. Y Slocum es un tipo cuya biografía y currículum profesional en empresa sin marca y vínculos familiares sin nombres propios[2] a excepción del pequeño disfuncional de la casa tiene más de un punto en común con la de Heller[3] y señora y descendencia.

Y, sí, la novela es la voz de esta novela.

Una voz —en primerísima persona— que combina los colmillos del lobo feroz y el desamparo del cordero listo para ser sacrificado una y otra vez, de 9 a 5, para después regresar al infernal purgatorio del hogar, agrio hogar.

Comparado con Bob Slocum, el Don Draper y sus colegas en Mad Men son un ejemplo de conducta profesional y un modelo de estabilidad emocional. Don Draper también fue a la guerra y se hizo con el botín de una nueva personalidad y dispara propaganda desde Madison Avenue tan satisfecho de sí mismo y de la fachada que montó para sus seres más o menos queridos y clientes adorados. Slocum es el mal soldado y peor producto que alguna vez bombardeó Europa y que ahora —tan pero tan satisfactoriamente insatisfecho— acribilla a todo lo que se le pone a tiro y mirada en ese frente de batalla doméstico donde el paradisíaco Sueño Americano suele despertarse como infernal Pesadilla Americana. Para Bob Slocum —a diferencia de Don Draper— la guerra no ha terminado, apenas ha cambiado el dramático y tragicómico teatro de operaciones.

En confrontación con Algo ha pasado, antecedentes belicosos-miserabilistas como El hombre del traje gris de Sloan Wilson, Revolutionary Road de Richard Yates, el Herzog de Saul Bellow o la saga ya iniciada del Harry «Conejo» Angstrom de John Updike (también testigo de algo que pasa en su primer libro) son, en comparación, casi fábulas para niños inocentes.[4] Y, sí, Bob Slocum va aún (mucho) más lejos que los atribulados neuróticos de los cómics de Jules Feiffer o que el Stern y el Harry Towns de Bruce Jay Friedman o que el Nathan Zuckerman o el David Kepesh o el Mickey Sabbath de Philip Roth o que el John Self y el Samson Young y el Richard Tull de Martin Amis. Imposible pensar en la ya mencionada American Psycho de Bret Easton Ellis, en El club de Leonard Michaels, en Jernigan de David Gates, en La tormenta de hielo y América ocaso de Rick Moody, en Las correcciones de Jonathan Franzen, en Entonces llegamos al final de Joshua Ferris, en Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus, en Entre los muertos de Michael Tolkin, en El rey pálido de David Foster Wallace o en The Land of Steady Habits de Ted Thompson o en el ciclo novelesco y relatos protagonizados por el Frank Bascombe (en especial El Día de la Independencia) de Richard Ford sin que antes haya pasado esta novela de Joseph Heller.[5] Lo mismo es aplicable a películas como Magnolia de Paul Thomas Anderson o American Beauty de Sam Mendes o The Weather Man de Gore Verbinski o la trilogía Hannah and Her Sisters-Husbands and Wives-Crimes and Misdemeanors de Woody Allen o a buena parte del cine de Noah Baumbach. O a series de televisión como Seinfeld o Curb Your Enthusiam de Jerry Seinfeld y Larry David o The Office de Ricky Gervais o Chappelle’s Show de Dave Chappelle o Louie de Louis CK o The Sopranos de David Chase o Mad Men de Matthew Weiner o Breaking Bad de Vince Gilligan (pero sin anestesia ni redención alguna). Todos y todas no habrían pasado —o serían diferentes de lo que hoy son— de no haberse acercado antes a este muy influyente[6] monstruo Made in USA. Y —desobedientes e irresponsables desobedeciendo a la advertencia del cartel en la verja— acariciar a través de los barrotes la cabeza de esta sonriente bestia peluda y con dientes afilados.

CUATRO Y la textura y el genio de Joseph Heller —confeso discípulo de Louis-Ferdinand Céline y admirador de J. P. Donleavy, maestros del canallismo literario— pasa y se queda para siempre por lo que dice Slocum y como lo dice en Algo ha pasado. Lo dice (nos lo dice) en el monólogo obsesivo —microscópico a la vez que telescópico— de quien ha caído en el trance de la sinceridad absoluta. Desde ese perfecto inicio con «Siento escalofríos cuando veo puertas cerradas» y, enseguida, un «Hoy existen muchas cosas que no quiero descubrir»; pasando por el muy citado «En la oficina donde trabajo hay cinco personas a quienes temo. Cada una de ellas teme a cuatro (excluyendo las superposiciones), lo cual hace un total de veinte, y cada una de esas veinte teme a seis, lo cual alcanza un total de ciento veinte personas temidas por una persona por lo menos. Cada una de estas ciento veinte personas teme a las otras ciento diecinueve, y todas estas ciento cuarenta y cinco personas temen a los doce ejecutivos superiores que contribuyeron a fundar y desarrollar la compañía, y actualmente la poseen y la dirigen»; siguiendo con «Mi mujer no es feliz» y «Ninguno de nuestros dos hijos es feliz, cada uno de ellos a su manera, y supongo que la culpa también es mía (aunque no estoy seguro de saber cómo o por qué)», arrastrándose hasta ese tremendo «No se lo digan a mi mujer» luego de que haya pasado lo que pasó, hasta cerrar con el lapidario «Todos parecen estar satisfechos por la forma en que he tomado el mando».

Pero no.

Porque Algo ha pasado es un canto agudo a la deserción total.

Y su «recluta» civil, avanzando en constante retirada, acaba constituyéndose en el ser más cobardemente osado de una de las más profundas a la vez que divertidas (y ya se sabe que «divertido», al igual que «interesante», es un término muy ambiguo y polimorfo y perverso[7]) obras maestras de la literatura norteamericana. Una de esas criaturas a las que, de tanto en tanto, se las etiqueta como Great American Novel para luego ser olvidadas y poder, como aquí y ahora —con la perspectiva que dan los años y tantas Great American Novels que en verdad no lo eran—, ser recordadas como corresponde.

Digámoslo así: Bob Slocum es un Ahab sin la coartada de una ballena blanca que justifique su delirio porque, ay, Bob Slocum es su propia ballena blanca.

CINCO Y —suele ocurrir con las obras maestras indiscutibles que parecen haberse anticipado a su tiempo— su génesis no fue sencilla. Muchas cosas pasaron con Algo ha pasado, y hay copioso testimonio de ello y del constante recordar en que siempre se la ha tenido (un poco/mucho injustamente olvidada) para, con el tiempo, acabar siendo considerada como la mejor obra de Joseph Heller.[8]

Heller —como con Trampa 22 lo primero que supo sin dudas fue su título y «más o menos lo que quería decir»— trabajó en ella durante trece años, calibrando palabra por palabra, en sesiones que empezaron siendo de dos horas para llegar a alcanzar las diez, anotando frases sueltas en fichas con potencia de slogans existenciales a insertar después en páginas escritas a mano y luego enviadas a tipear, retrasando la entrega de la novela cuatro años más allá de lo que estipulaba el contrato, consciente de que era algo importante y de que en la mutación de piloto de combate a oficinista en pie de guerra se jugaba la batalla de su oficio y arte. Abundan los testimonios de familia y amigos y editor de cabecera[9] acerca de las crecientes y cada vez más bobslocumianas preocupaciones de Heller durante la escritura del libro.[10] Se sabe que Heller depositaba y renovaba —a medida que sumaba páginas— varias copias del libro en apartamentos de conocidos por toda Manhattan así como en el locker de su gimnasio temeroso de que el suyo se incendiase y se perdiera para siempre su magna obra in progress. Se sabe también que el día en que finalmente llevó la novela terminada primero a fotocopiar y enseguida a su agente obligó a su hija adolescente a que lo acompañase por temor a, de camino, sufrir un ataque cardíaco o ser atropellado por un autobús, y que así ella pudiese entregar el original.[11]

SEIS Y a continuación algo de lo que pasó por la mente de Joseph Heller y salió de su boca en las diversas entrevistas que le hicieron durante y después de la publicación de Algo ha pasado ensamblado aquí con modales de monólogo à la Bob Slocum:[12]

«La primera línea del libro me llegó estando yo sentado en una silla, en Fire Island. Estaba preocupado: Trampa 22 seguía vendiendo bien, sí; pero a mí no se me ocurría nada. Y estaba cansado de enseñar en el City College de Nueva York. De golpe, me vino de la nada lo del miedo a las puertas cerradas y eso de la oficina y de las personas a las que se les tiene miedo. Y, después, lo que pensé que sería la última frase del libro y finalmente no lo fue: “Soy una vaca” […]. Así, después, escribí este libro porque pensé que sería un buen libro. Y porque se me ocurrió la idea. Y yo no soy del tipo de escritor que tiene muchas. De ahí que cuando una aparece, allá voy y estoy seguro que pasaré mucho tiempo pensando esa idea… El libro es, se supone, realista; pero no es un realismo literal sino un realismo psicológico con mucho de surrealista en cuanto al modo en que Slocum recuerda cosas distantes o relata cosas recientes que, sabemos, no pueden haber sucedido tal como él las narra… Ninguno de mis libros tiene intención alguna de ser autobiográfico, pero sí están basados en mis experiencias y en lo que pienso acerca de las experiencias de otros. Lo más importante cuando se escribe ficción es que hay muchas opciones a disposición. Les dije a mi esposa e hijos que Algo ha pasado no es acerca de ellos. No me parecen tan interesantes. No hace mucho alguien me comentó que mi sobrino tiene ojos azules. Nunca me había fijado en ello. Y eso que él tiene veintiocho años… Tampoco tengo la experiencia de ser el padre de un niño “con problemas”. Pero sí conozco las inseguridades y temores de un padre. Y sé lo que es abrazar aterrorizado y muy fuerte a tu hijo cuando acaba de pasarle algo malo o pudo pasarle algo aún peor… Mientras escribía el libro les dije a varias personas, un tanto preocupado por ser acusado de haber escrito un libro inmoral, que mi Bob Slocum probablemente fuese el personaje más despreciable en toda la historia de la literatura. Pero ya antes de terminarla empecé a sentir pena por él. Y muchos de los que la leyeron no sólo se han compadecido de él sino que, además, se han sentido muy identificados. Jamás lo hubiese esperado, pero los lectores tuvieron más simpatía por Bob que los críticos literarios cuando, pienso, debería haber sido a la inversa. Lo que me sorprendió pero supongo que no debe sorprenderme: Bob es alguien muy humano y, también, es alguien muy cercano a la locura y que ya ha perdido la habilidad para poder controlar en qué piensa; aunque la novela no está especialmente preocupada por seguir los parámetros de ninguna estructura psicológica preestablecida y catalogada. Me gustó mucho lo que ponía la reseña en The New Republic. Dijeron: “El libro de Heller es sobre un hijo de puta llamado Bob Slocum”. Y lo llamaron tres veces más “hijo de puta” y una vez “bastardo”; pero concluyeron con un “Slocum es todos nosotros”. Pero lo cierto es que Bob es infeliz y yo no. Al menos no soy tan infeliz, o soy más feliz que Bob».

SIETE Y se sabe que los primeros lectores calificados del libro y reseñas adelantadas de Algo ha pasado no dudaron en invocar los nombres de Melville, Tolstói, Dickens, Faulkner, Joyce y Nabokov.[13] Pero se sabe también que, cuando el libro llegó a las librerías, fueron muchos los que reconsideraron su entusiasmo o la malentendieron como una suerte de relato de Donald Barthelme con demasiadas páginas, como un juguete roto posmodernista. The New Yorker la despreció aún más de lo que ya había despreciado a Trampa 22. Y se la acusó de ser —como la anterior— demasiado larga (ignorando el hecho obvio de que su longitud, su cadencia casi de trance hipnótico y digresiones tonales y circunvalaciones monocordes, son partes inseparables del carácter de su protagonista y, por lo tanto, de la trama del libro). Alguna aproximación feminista acusó de que todo no era más que la venganza de un misógino contra tanto libro reciente y contemporáneo con heroínas súbitamente liberadas y sin miedo a volar firmados y afirmados por mujeres. «Nada pasa en Algo ha pasado», tonteó alguien y —a pesar de entrar en la lista de best sellers y permanecer allí por medio año— la novela tam­poco conectó con el público joven que había redescubierto a Trampa 22 como irreverente y antisistema artefacto contracultural pacifista. Y buena parte de los lectores adultos, claro, prefirieron no leer algo que lucía como una suerte de radiografía propia desbordante de tumores malignos. Algo ha pasado era, sí, una novela vigorosamente extenuante para un país extenuado a secas y con un presidente, Richard Nixon, casi tan deshonesto consigo mismo y con todos como Bob Slocum.

Se sabe también que al comenzar a leerla, un John Cheever en horas bajas y oscuras la arrojó por la ventana porque, aclara su biógrafo Blake Bailey, «le gustaba demasiado».[14] Se sabe que el igual de ácido que Joseph Heller pero tanto más piadoso Kurt Vonnegut la definió como «novela de suspen­so».[15] Y Vonnegut no se equivocaba. Pero lo era con una estranguladora vuelta de tuerca sobre el género. Porque para cuando en las últimas páginas —después de una tan genial como asfixiante administración del tempo dramático, luego de dar muchos giros y tomar tantos desvíos que conducen a donde nunca se quiere llegar para acabar llegando y descubrirse como uno de esos accidentes automovilísticos que no se quieren ver pero no se pueden dejar de mirar por los que allí pasan aminorando la marcha casi sin darse cuenta o siendo plenamente conscientes de ello— Heller y Slocum nos revelan qué fue lo que en realidad pasó pasa, después, lo más tremendo. Entonces el espanto más grande de todos: el lector, aunque horrorizado, comprende que ese algo que pasó, si bien dramático y terrible, de algún modo no era ni es ni acabará siendo tan importante. Porque —a pesar y más allá de todo y de todos— Slocum seguirá siendo el mismo: él mismo, aunque durmiendo, como dice, ya no en posición fetal sino en posición de cadáver. Porque, antes de que ese algo pasara, al cretino de Slocum ya le habían pasado demasiadas cosas. Entre ellas y por encima de todas —sin que lo sepa, pero tal vez lo sospeche— el que, antes que nada, su pequeña y miserable existencia se ha convertido en una inmensa y magnífica vida de novela con final abierto como herida que no cicatriza.

Así que después, enseguida —abandonen toda esperanza los audaces quienes crucen su umbral— sepan que lo que aquí pasó y pasa y va a pasarles es una de las novelas de sus vidas (les gusten o no sus propias vidas y no la novela que, seguro, va a gustarles tanto como a John Cheever y, sí, mejor, por las dudas, mantengan las ventanas cerradas).

Algo pasó con Algo ha pasado.

Algo vuelve a pasar y seguirá pasando con Algo ha pasado.

Algo pasa con Algo ha pasado que no se puede ni se debe dejar pasar.

Pasemos.

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ALGO HA PASADO

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SIENTO ESCALOFRÍOS

Siento escalofríos cuando veo puertas cerradas. Aun en el trabajo, en el cual me va tan bien ahora, el solo hecho de ver una puerta cerrada basta, a menudo, para que sienta que pasa algo horrible detrás de ella, algo que me afectará de manera negativa. Si estoy cansado y abatido tras una noche de mentiras, de alcohol, de sexo o simplemente de nerviosismo e insomnio, casi huelo el desastre que se avecina, invisible, y comienza a desbordarse hacia mí a través de los vidrios esmerilados. Suelen transpirarme las manos y la voz se me vuelve extraña. Me pregunto por qué.

Algo me pasó en alguna ocasión.

Tal vez fue el día que volví a casa inesperadamente, con fiebre y dolor de garganta, y sorprendí a mi padre en la cama con mi madre, lo que me dejó este temor a las puertas, este temor a abrir puertas y esta suspicacia frente a una puerta cerrada. O bien pudo haber sido el descubrimiento de que éramos pobres, al que llegué muy tarde en mi infancia, lo que me hizo como soy. O quizá el día que murió mi padre y me dejó con esa sensación de culpa y de vergüenza, por suponer que era el único chico en el mundo que no tenía padre. O tal vez caer en la cuenta, muy precozmente, de que nunca tendría hombros anchos ni bíceps enormes, ni sería bastante alto, bastante fuerte o bastante valiente como para que me seleccionaran para el fútbol americano o como para ser campeón de boxeo. La triste y desalentadora convicción de que fuese lo que fuera lo que intentara hacer en la vida siempre habría alguien cerca capaz de hacerlo mejor. O tal vez fue el día que abrí otra puerta y vi a mi hermana mayor desnuda, secándose, de pie sobre el suelo de baldosas del cuarto de baño. Me ahuyentó a gritos, a pesar de saber muy bien que no había echado el cerrojo y que yo no sabía que estaba dentro. Me asusté.

También recuerdo, ahora con una sonrisa divertida pues ocurrió hace mucho tiempo, el caluroso día de verano en que entré por casualidad en la vieja carbonera detrás de nuestra casa de apartamentos de ladrillo rojo y descubrí a mi hermano mayor tendido en el suelo con la hermana menor de Billy Foster, aquella chica flaca que tenía mi edad y estaba en la misma clase que yo. Fui al cobertizo para arreglar las ruedas y el eje de un viejo cochecito de bebé que había encontrado junto al cubo de la basura y que pensaba aprovechar para hacerme un carro con un cajón de melones vacío y un tablón. Oí un movimiento leve y frenético en el momento en que entré en el lugar oscuro y tuve la sensación de haber pisado algo vivo. Me sobresalté y noté olor a polvo. Sonreí de alivio al ver que era mi hermano tendido en el suelo sucio junto a alguien entre las sombras de un rincón. De nuevo me sentí seguro, y dije:

—Hola, Eddie. ¿Eres tú, Eddie? ¿Qué estás haciendo, Eddie?

—¡Vete de aquí ahora mismo, hijo de puta! —me gritó mi hermano al tiempo que me arrojaba un trozo de carbón.

Lo esquivé con un débil gemido, se me llenaron los ojos de lágrimas y salí de allí pitando. Corrí hasta que llegué a la acera frente a la casa, donde daba el sol y hacía mucho calor, y me puse a caminar de un lado a otro sin saber qué hacer, preguntándome qué había hecho para merecer que mi hermano se enojara tanto y me insultara y me arrojara ese gran trozo de carbón. Era incapaz de decidir si huir o bien esperar: me sentía demasiado culpable para huir y a la vez demasiado asustado para quedarme allí y recibir el castigo del que me sabía merecedor, aunque no supiese cuál era mi falta. Incapaz de decidir, me quedé temblando en la acera frente a mi casa, hasta que al fin la puerta de madera del viejo cobertizo se abrió con un chirrido y los dos aparecieron caminando lentamente desde la profunda negrura del interior. Mi hermano marchaba tras ella con una expresión satisfecha. Sonrió al verme, lo cual me hizo sentir mejor. Solo cuando lo vi sonreír advertí que la chica que iba delante de él era la hermana flaca y alta de Billy Foster, la chica con buena caligrafía, pero incapaz de sacar nunca más de un siete en ortografía, geografía o aritmética, y ello a pesar de que invariablemente trataba de copiar. Me sorprendió verlos juntos, pues nunca se me había ocurrido siquiera que mi hermano la conociera. La chica caminaba con la cabeza gacha y fingió no verme. Se acercaron poco a poco. Todo llevó mucho tiempo. Estaba enfadada y no dijo ni una palabra. Mi hermano me guiñó un ojo sobre la cabeza de ella y se levant

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