Ensayos de incertidumbre

Juan Benet

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A Juan Benet no le eran simpáticos los críticos literarios. No terminaban de caerle bien. No era nada personal, sino que obedecía a la opinión que tenía de la crítica literaria, o más bien de aquello que suele pasar por tal en los suplementos y revistas culturales, en las aulas universitarias, en las publicaciones académicas.

Las páginas de este volumen contienen numerosas pullas, a veces muy mordaces, contra la crítica y los críticos. Y así es a pesar de que Benet era él mismo un crítico excelente, verdaderamente excelente, como no dejará de constatar el lector.

Carmen Martín Gaite recordaba que «ante las múltiples polémicas que despertaban las teorías de Benet, a quien siempre redimió su sentido del humor, él solía recurrir a una afirmación un tanto tramposa: ¿por qué se empeñaban en llamar crítica literaria a lo que él hacía, cuando se trataba de un puñado de opiniones dictadas por el gusto?». Y citaba a continuación uno de los varios pasajes de La inspiración y el estilo (1965) en los que Benet apela al gusto como categoría soberana del juicio.

Al comienzo de aquel libro afirma Benet que «el gusto es independiente de cualquier otra determinación de la conciencia y, tanto más autónomo es de cualquier compromiso intelectual o moral del individuo, tanto más capaz se demuestra de suministrar lo que a él se solicita». De ahí que le resulte tan poco recomendable la actitud de quien subordina su propio gusto a otros imperativos, del orden que sea. Semejante subordinación, dice, «es frecuente en el hombre que estima que determinada actividad del espíritu —la literatura— debe estar al servicio de otra cosa». Pero este hombre se sitúa de partida «en una posición muy incómoda y muy endeble cuando ha de enfrentarse, en el terreno propio de esa actividad, con aquel otro sujeto que la considera y la desarrolla como un fin en sí misma».

Y bueno, parece claro que, puesto en situación de discurrir sobre literatura, Benet se identifica con este último sujeto, mientras que atribuye a la crítica literaria más conspicua esa subordinación del gusto que le resulta a él tan enojosa.

En otro lugar de La inspiración y el estilo (parte IV), Benet invoca el ejemplo de Montesquieu para insistir en la superioridad del hombre que, «en campo abierto y sin otras armas que sus propias luces, se lanza al ataque del mundo allá donde le presenta cara y no se preocupa jamás de acotar el terreno conquistado con un recinto fortificado». Resulta inevitable pensar que, al expresarse así, Benet está refiriéndose tácitamente a él mismo, capaz de abordar cualquier asunto con atrevimiento y coraje, sin miedo a meter la pata —como no deja de ocurrirle— ni a dejar al descubierto sus propias debilidades, pues todo su interés reside en poner sitio al asunto que lo ocupa. En el mismo pasaje, al contrastar la actitud de Montesquieu con la de los otros ilustrados, Benet deriva de la una y la otra «dos tipos de crítica que, como mucho, tienen en común sus métodos, nunca sus resultados». Una de ellas sería la «crítica racionalista», que «es siempre comparativa, una confrontación continua entre la realidad y el modelo deducido de un sistema general de pensamiento». La otra «es una crítica en cierto modo gratuita y carente de aprovechamiento ulterior, inspirada en los contrasentidos de la realidad de acuerdo con ciertas reglas que la gobiernan pero que nunca se fortifican y se materializan dentro de un sistema».

Esta última era sin duda la crítica que el propio Benet suscribía, en abierta discrepancia con la primera; discrepancia que se convierte en hostilidad en la medida en que «el crítico moderno ha perdido la humildad de sentirse sujeto a las leyes de la constitución literaria y, provisto de unas armas que él mismo ha forjado, no trata sino de dar el golpe de Estado para hacerse, en los medios de opinión y difusión, en las universidades y congresos, en las instituciones culturales, incluso en las playas, con el poder de las letras» («Onda y corpúsculo en el Quijote», p. 384).

La última pieza de este volumen es un artículo de 1986 en el que se comenta la fruición con que antiguamente, a la salida del cine, al intercambiar comentarios sobre la película recién visionada, se glosaban las escenas que habían producido un mayor impacto. Benet se pregunta «si esa un tanto ingenua expansión no será el origen de toda buena crítica: la confidencia acerca de lo que a uno más conmovió, la reducción de la extensión a la intensidad y, por ende, la selección con acento personal de las predilecciones» («¿Y cuando ella…?», p. 472).

Para Benet, «el crítico más interesante» es, según se va viendo, aquel que, desentendiéndose de todo prejuicio, se atreve a «analizar cada obra de una cierta entidad literaria como una individualidad, puesto que, de no tener los caracteres de la individualidad, la obra ni suele ser interesante ni demasiado representativa ni por supuesto merecedora de un estudio específico» (p. 225). Una salvedad esta última que —dicho sea de paso— pone el dedo en una cuestión que Benet parece obviar, pero que tiene que ver con la que es una de las funciones tradicionales de la crítica, a saber: esclarecer si la obra en cuestión reúne o no suficientes caracteres de individualidad, y si por lo tanto posee interés.

Benet se desentiende de esta función discriminadora y se instala allí donde la crítica se ocupa de la obra que juzga merecedora de atención. Lo que entonces corresponde hacer, según él, es esforzarse en destacar aquello que singulariza a esa obra y que, por esa razón, la enfrenta contra «el cuerpo de leyes de la cultura». Cuando lo que suele hacer la crítica es precisamente lo contrario, dado que ella misma «se siente solidaria e informada de la virtud mediadora de la cultura» (p. 221).

A cuestionar y refutar el esfuerzo que buena parte de la crítica moderna se toma «en transformar la literatura en un servicio público», a costa de desvirtuar lo que la obra considerada tiene de más irreductiblemente individual, dedica Benet todo un importante ensayo recogido en este volumen: «La crítica en cuanto antropología» (1972). En él denuncia la común tendencia a reparar únicamente en aquellos elementos de una determinada novela que se adecuan por entero a «la legislación vigente» y son susceptibles, en consecuencia, de ser enjuiciados conforme a ella, desentendiéndose de aquellos otros, más raros, «en que la invención trató de vislumbrar algo de una realidad no conocida» (p. 223).

La justificable aversión que Benet siente hacia la cultura altamente politizada de su tiempo y hacia las prácticas de una crítica de corte muy académico o abiertamente sociológico le cierra todo entendimiento de la función ordenadora de la crítica. Y no sólo eso: le priva también de todo reconocimiento a cierta crítica empeñada en poner de manifiesto las formas subrepticias en que determinadas obras literarias cumplen la función de actuar ellas mismas como garantes de esa «legislación vigente», no sólo en el plano de las formas sino también en el de los contenidos ideológicos. Pero por aquí se entraría en una d

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