La locura del arte

Henry James

Fragmento

cap-1

Prólogo

With what innocence your hand submitted

To those formal rules that help a child to play

While your heart, fastidious as

A delicate nun, remained true to the rare noblesse

Of your lucid gift and, for its love, ignored the

Resentful muttering Mass,

Whose ruminant hatred of all that cannot

Be simplified or stolen is yet at large.1

W. H. Auden

Cuando Henry James empezó a esbozar el proyecto de su narrativa reunida —lo que acabaría conociéndose como la edición de Nueva York—, estaba dando por hecho que su obra se acercaba a una conclusión inevitable. Era en 1905 y hacía tan solo un año que había publicado La copa dorada, la novela en la que tejió todos los hilos de su literatura madura —ese ciclo tenso y ambiciosísimo que empieza con Retrato de una dama— y en la que llevó al extremo las peculiaridades estilísticas y psicológicas que definen su estilo tardío, un campo de experimentación donde liquidó la idea de la novela en que se había formado y ensayó un camino de conocimiento por el que transitarían algunos de los autores—y no solo en el ámbito anglosajón— más audaces del siglo pasado.

Hacía poco, además, que James, convertido ya en The Master, había regresado de su primer viaje a Estados Unidos tras una ausencia de más de veinte años, experiencia que le inspiró «El rincón feliz», uno de sus relatos más complejos, verdadera cifra del clima de su mente en aquellos tiempos. Aunque era una personalidad reconocida y admirada —en Washington se había entrevistado con el presidente Roosevelt y en Inglaterra trataría también al primer ministro Asquith e incluso a un joven Churchill—, su mundo se estaba desmoronando, había perdido a muchos colegas y amigos —le perseguía aún el espectro de su amiga Constance Woolson, que se suicidó en Venecia, y que se fundía a veces con la lejana sombra de su prima Minnie Temple— y a buena parte de su familia. Su obra —sobre todo desde que en 1895 había conocido la humillación del fracaso teatral, género con el que soñaba rentabilizar su talento, un tanto envidioso del favor popular que entonces todavía disfrutaba Oscar Wilde con lo que le debían de parecer insufribles frivolidades— se había replegado poco a poco en un ensimismamiento estético, al que sin duda contribuyó la modesta aceptación comercial de sus novelas, acompañada a su vez de una indiferencia o, en el mejor de los casos, de una perplejidad crítica que le situaba en un lugar excéntrico con respecto a muchos de sus contemporáneos.2

En ese estado de soledad célebre (como una figura a cuyo alrededor, en una de esas conversation piece a las que tantas veces dio vida o congeló en sus novelas, se fuera espesando una lenta oscuridad), James, en Lamb House, su casa de Rye en East Sussex, se dispuso a revisar toda su obra, seleccionar lo que a su juicio mejor se aguantaba y escribir una serie de prefacios en los que discutir consigo mismo las claves y el desarrollo de su universo narrativo. Su propósito, digamos, social, era tratar de elevar su obra a la altura de una comedia humana transoceánica y demostrar al mundo que había inventado la geografía literaria más importante de su generación. Entre 1907 y 1909, se empleó a fondo en la edición, discutiendo hasta el último detalle con Scribner, su editorial neoyorquina, y encargando incluso al joven fotógrafo Alvin Langdon Coburn —el mismo que en breve participaría en el vorticismo, el fugaz conato vanguardista que conoció Londres en los años inmediatos a la Primera Guerra Mundial— que recorriera sus principales escenarios europeos en busca de imágenes para los frontispicios de cada uno de los volúmenes. Pero el resultado, como tantas otras veces en su vida, le decepcionó. La respuesta, tanto del público como de la crítica, fue al final muy tibia y le sumió en la amargura.

Para entender cabalmente los prefacios de James, hay que leerlos a la luz de ese ánimo final de su conciencia, como el epílogo narrativo y dramático de su literatura, como el último gesto de su disidencia y de su incomodidad en el seno de la narrativa anglosajona. Para empezar, esa serie de textos está escrita con el aliento de su estilo tardío, es decir, con la misma voluntad formal y disposición psicológica que habían nutrido, sobre todo, Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904), la trilogía en la que encriptó todas sus preocupaciones humanas. Y, por otro lado, el tono y la disciplina de indagación y reencuentro constituyeron el estímulo para emprender la aventura memorialística —aviesa y extraña como todo lo que hizo— con que, en los últimos años de su vida, distrajo su grafomanía mientras asistía consternado, en los comienzos de la Primera Guerra Mundial, al hundimiento de la civilización que había conocido, un escenario político y social en que su obra, de pronto, dejaba de tener acomodo, como ilustran sus últimas tentativas de novela, en especial El sentido del pasado (1917), una coda fuera de tiempo.3

A lo largo de los prefacios, James consiguió dramatizar una preocupación seminal en su proyecto literario, inventándose un personaje, un crítico al que dotó con el poder de su memoria y la hipotaxis de su persuasión y en quien se esforzó por inculcar el criterio, la avispada reticencia y la ambición de autoridad que siempre echó en falta en la crítica anglosajona. Hay algo en el «personaje» de estos prefacios que parece tomado de Spencer Brydon, el americano que, en «El rincón feliz», regresa a su casa natal de Nueva York tras muchos años de ausencia y se enfrenta al espectro de sí mismo —de quien podría haber sido si no se hubiera marchado a Inglaterra— al bajar una noche la escalera —el lugar de las apariciones en muchos cuentos del escritor—, un cruce de conciencias afantasmadas en el punto de intersección de los tiempos comparable, de alguna manera, al que James escenifica consigo mismo y con su propia obra en esos prólogos, cuando pone en perspectiva su trayectoria, trata de juzgarse a sí mismo, denunciar sus debilidades, lamentar viejas decisiones o aislar aciertos.4

Henry James fue, desde el principio, un escritor extraordinariamente consciente de su tradición, de su oficio, de las limitaciones que la narrativa, tal y como se cultivaba y se entendía hasta entonces, le imponía en su concepción de la literatura. Ya sabemos que Estados Unidos —sobre todo su escena social— se le agotó muy pronto como venero y, heredando una insatisfacción paterna, acudió a Europa en busca de estímulo y profundidad hasta hacer de la relación entre el nuevo y el viejo continente uno de los lugares comunes de su campo narrativo. Cuando James empezó a publicar, en los años setenta del siglo XIX, la literatura norteamericana no tenía casi entidad y era considerada un simple apéndice de la victoriana. Apenas Nathaniel Hawthorne le sirvió de modelo, ya que Herman Melville no tuvo reconocimiento hasta los años 1920; aunque, probablemente, si hubiera leído Moby Dick, le habría parecido, como a Conrad, una calamidad. En la novela inglesa encontró, por supuesto, muchos más referentes, pero solo en George Eliot, a quien con

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